Sábado, 29 de septiembre de 2007 | Hoy
La primera institución de historia natural de Brasil, el Jardín Botánico de Río de Janeiro, fue creada en 1808 por los portugueses, en tiempos de la colonia. El primer estudio científico de historia natural del país es de 1637 y fue realizado por una comitiva de pintores y científicos holandeses. Entre ellos, aquel que es considerado el fundador de la medicina tropical, Wilhelm Pies. Su compatriota de más de tres siglos y medio de distancia, Marc van Roosmalen, desde hace años clama por atención de la comunidad internacional para la urgente necesidad de proteger la floresta amazónica de la saña de los madeireiros y plantadores de soja, ésos sí, brasileños, que destrozan la mata “a un ritmo tal que corremos el riesgo de que desaparezca antes que alcancemos a saber qué plantas y animales existen en su interior”.
Van Roosmalen, con su condena a casi 16 años de cárcel, terminó por llamar la atención para un escenario de profunda contradicción existente en Brasil. Las autoridades federales argumentan que tratan de proteger el patrimonio genético natural de Brasil y, en consecuencia, defender la soberanía y la biodiversidad que es patrimonio de todos los brasileños.
Razones les sobran: es amplia y profunda la tradición local de sufrir todo tipo de abuso. Las violaciones éticas sufridas por naciones indígenas a manos de la industria multinacional son históricas. De ahí, justifican las autoridades, el rigor extremo de las leyes implantadas en los últimos años. Sin embargo, el enmarañado de leyes estrambóticas, la telaraña de una burocracia poco inclinada a razonar, la lentitud del aparato gubernamental –para no mencionar la corrupción– son factores que, sumados, crean un ambiente de inquietud y contradicción en un país especializado en contradicciones.
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