CULTURA › OPINION

Una oración por Truman

 Por Juan Sasturain

Mailer es un gran narrador a veces desaforado; Updike, un gran estilista a veces amanerado; Capote es un extraordinario escritor, siempre. Como un par de chicas bravas, frágiles y trágicas, afines a su manera: Carson Mc Cullers y Flannery O’Connor. Por ahí anda su filiación, me parece. En estos días, Pablo De Santis y Carlos Gamerro, entre otros, han desterrado equívocos sobre la “non ficción” y la mal llamada escritura periodística, han explicado sutilmente por qué el joven Truman tiró una bomba pero no en Japón sino en medio de la literatura norteamericana de posguerra y después montó un show sólo en apariencia frívolo con música para el mejor de los camaleones: él mismo. Con pocos títulos y mucho rigor y disciplina –algo que sólo mostró ante las palabras, amantes difíciles pero consecuentes–, Capote, que no se murió enseguida como esas mujeres fatales ni se retiró campeón como Salinger, dejó también una obra extraña por lo breve, casi inclasificable: apenas dos novelas-novelas, considerando tal A sangre fría; un puñado de cuentos, alguna pieza, guiones, y un par de libros de crónicas, viajes y reportajes extraordinarios. Además, dejó a todos esperando veinte años una novela proustiana que –cobrando adelantos salvajes y mintiendo sobre su escritura– le dio de vivir hasta la voltereta final. Le habrán pedido tanto que la terminara que por eso no lo hizo.
Precisamente, siempre me ha parecido extraordinario el acápite elegido para ese texto inconcluso. Es de una imprevista Santa Teresa y dice: “Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por no atendidas”. Y uno no piensa en el terrible “La pata de mono” de Jacobs, en que los deseos concedidos por el amuleto se vuelven trágicamente contra los padres ambiciosos, sino en uno de los más perfectos textos del mismo Capote: Un día de trabajo, parte de los “retratos coloquiales” de Música para camaleones, su último gran libro, de 1980.
Un día de trabajo es eso, la jornada de su empleada doméstica, Mary Sánchez, a la que el mismo Capote acompaña en su itinerario de un día de limpieza por horas en distintos departamentos de Nueva York. Es simplemente extraordinario con qué economía de elementos y justeza de observación el testigo convierte el simple recorrido de viviendas vacías en un muestreo de soledades y revela en la locuaz Mary a un personaje inolvidable. Terminan los dos en una iglesia “apretada entre anchos edificios a cada lado” y allí, mientras Mary reza y él le cuenta que también lo hace, por ella –“Quiero que viva para siempre”– la mujer le toma la mano y dice: “No rece por mí. Rece por todas esas almas perdidas en la oscuridad”. Y uno siente que el mismo Capote es una de esas almas y que esas plegarias han sido atendidas para que las lágrimas se derramen, como debe ser.

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