CULTURA › MARTIN CAPARROS, GANADOR DEL PREMIO PLANETA DE NOVELA
“La impostura es central”
Así define el escritor el corazón de Valfierno, el libro por el que ganó el premio, en el que reinventa la historia del argentino que falsificó todo, hasta la célebre Gioconda.
Por Angel Berlanga
El premio, el premio. Dice Martín Caparrós, en su departamento de la avenida Las Heras, que horas antes de que se lo entregaran le avisaron que había ganado. Y que se fue caminando, unas 25 cuadras, hasta el Alvear. “Iba pensando que me subía a un escenario, me daban un vidrio, decía unas palabras y ya”, cuenta. “No es una situación que me guste particularmente, aunque tampoco me parecía que fuese a producirme nada especial. Pero lo que dijeron Guillermo Martínez y José Pablo Feinmann (dos de los jurados) me impresionó y me emocionó un poco, y entonces cuando tuve que hablar no estaba tan cómodo como había supuesto. Lanzaron un torrente de elogios totalmente desmedido.” Si es por premios, doce años atrás había ganado el Rey de España, por sus crónicas de Larga distancia; hace tres o cuatro, dice, se presentó a otro, pero patinó. Ahora, con el Planeta de Novela que consiguió hace diez días, se encontró con los 60 mil pesos y con situaciones así: “Ayer, el carnicero de acá a la vuelta, un pibe simpático, me dijo: ‘La voy a leer, como vos dijiste que querías que la leyeran...’. Y yo dije: ‘Guau, esto es serio’”.
Valfierno, así se llama la novela. Cuenta la vida del legendario estafador argentino que planeó el robo de La Gioconda del Louvre en 1911 y luego desapareció. Caparrós lleva el relato con una variedad de voces, tiempos y registros narrativos a los que, a la vez, les varía la duración de las entradas; a eso debe haberse referido el jurado cuando destacó su “ritmo arrollador”. Es así. Cuenta Caparrós que desde hace mucho se cruza con la gesta de Valfierno (en libros que registran los grandes robos y falsificaciones de arte), que siempre le pareció una gran historia y que recién a mediados del año pasado puso manos a la obra. “Cuando aparecía la tentación de escribirla, la rechazaba –dice–, porque me parecía que la historia era demasiado buena, que ya estaba todo hecho, y que era como robarle a un niño: no tenía ningún mérito. Recién ahora le encontré una vuelta que me interesaba y me permitió no sentirme tan ladrón.”
–¿Qué vuelta?
–Valfierno es un personaje que existió, cuyo gran mérito es haberse inventado, falsificado a sí mismo. Valfierno es la obra maestra de Valfierno. Y pensé que quizá podía competir con él inventando toda su historia previa. No para ver quién gana, pero sí batirnos en justa lid, inventando a ese personaje entre los dos.
–¿Se sabe cuál era su verdadero nombre?
–Nadie sabe cómo se llamaba ni quién es, porque su breve lapso de aparición pública fue cuando se hacía llamar Marqués Eduardo de Valfierno. No hay ningún dato sobre quién carajo era. Buena parte de la novela es el resto de su historia.
–¿Y hay certezas de que fuera argentino?
–Todos los relatos que había sobre él dicen eso. Pero también puede ser un invento: ser argentino en aquella época era un rasgo de riqueza y lujuria en lo internacional; eran lo que fueron los jeques árabes hace 15 o 20 años, es decir, bárbaros enriquecidos injustamente por obra y gracia de la naturaleza. Tiraban manteca al techo en los cabarutes de París. Quizás hasta inventó que era argentino, vaya a saber. Es curioso que alguien quisiera inventar algo así: ya por eso se merece todo nuestro cariño. Aunque en verdad en eso consiste ser argentino: en inventar que somos argentinos. Lo hemos hecho durante los últimos cien años sin saber muy bien con qué características, en qué condiciones. La invención permanente es un rasgo muy fuerte de nuestra identidad. En ese sentido, Valfierno es una especie de quintaesencia de la argentinidad.
–La impostura es el tema central del libro.
–Sí. Valfierno es un fulano que se va inventando personajes hasta que da con uno perfecto: el Marqués de Valfierno. El personaje vive, a su vez, de una segunda impostura, que es la de los cuadros falsos y su tráfico. Y como cumbre de su carrera falsifica lo que nadie falsificó: un robo. Eso me parece una genialidad sobre la cual no me extenderé, porque ahí está el atractivo de la historia. O sea que la impostura es central y se duplica incesantemente en el relato. Y está, además, por supuesto, mi propia impostura: la de postular a ese personaje como más o menos verdadero.
–En medio de tanto elogio a la falsificación, una pregunta original: ¿qué tiene el protagonista de usted?
–La pulsión de falsificar a toda costa. Es una de las actividades más nobles que uno puede imaginar. Chaudron, el socio de Valfierno, un gran falsificador, en la novela hace una defensa de su elección: dice que si no fuera por la falsificación estaríamos en una especie de círculo cerrado, una serpiente que se mordería la cola todo el tiempo. La condición para que algo cambie es que alguien diga “falsifico” y que no sea fiel a los modelos de producción anterior. Eso dice Chaudron y yo copio el parlamento.
–Pero también subyace en el impostor el temor a ser descubierto.
–El temor o la necesidad. Entre las cosas que me parecen centrales de la historia es que el tipo sabe que hizo algo genial –yo creo que su estafa es uno de los mecanismos más maravillosos de la historia del crimen– y sabe, al mismo tiempo, que la condición para salir indemne de esa estafa es que nadie lo sepa. Es horrible saber que sos un genio y que no podés contárselo a nadie. Es el viejo chiste del argentino y Claudia Schiffer: son náufragos en una isla desierta y después de veinte días de pasión desenfrenada el tipo le pide que se pinte bigotes y se tire el pelo para atrás para agarrarla del hombro y decirle: “Hermano, no sabés a qué mina me estoy cogiendo”. Me pareció que para Valfierno debe haber sido terrible y por eso, de hecho, lo contó: es la forma en que conocimos que esto existió. El falsificador tiene el temor de que lo descubran, y sobre todo el temor de que no lo descubran.