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Adiós, Pedro
Por Pablo Vignone
Como herido de un rayo, ayer se fue Pedro Uzquiza. Los viejos lectores de Página/12 recordarán su pluma valiente, filosa, insobornable, la misma que brilló en Goles y, hasta un año atrás, lució en las páginas de Clarín. Con Pedro se fue, definitivamente, un tiempo ido, uno en el que valía la palabra pronunciada, en el que se respetaba la lealtad, en el que este oficio aún destilaba una bohemia que lo hacía único, días cuyos estertores alcanzamos a vivir.
Todavía se advierten en esta redacción los surcos en el suelo de goma que cultivó Pedro en esas tardes de sobretodo azul, rezongando y despotricando contra sus enemigos, claramente identificados: los resultadistas, los que habían hecho del fútbol un negocio de fines y no una discusión de medios, los desleales, los oscuros. O su alegría cuando hablaba de Ignacio, de su querido Banfield, de la milonga de los domingos o, simplemente, de fútbol. Un lunes confesó haber vistos siete partidos durante el fin de semana, por TV, en la época en que no había codificado...
Todavía se recuerda hoy aquel estentóreo grito de gol que Pedro dejó escapar, y cuyos ecos todavía resuenan en los pasillos de este diario, el segundo de Corea ante España en el Mundial 1994, sobre la hora, el gol que le daba el empate a los coreanos y tenía que amargar, necesariamente, a Javier Clemente, el entrenador español. Nunca nadie, ni los coreanos, gritaron así un gol. Pedro odiaba a Clemente por sus ataques contra Jorge Valdano y Angel Cappa, dos de sus mejores amigos. Lo que gritó en aquel momento sigue siendo tan irreproducible hoy como entonces, pero los que estuvimos esa tarde –por aquí andaba también el Nene Panno– seguimos disfrutando de ese exabrupto, un Uzquiza auténtico.
Pocos hubo con el férreo tamaño de sus convicciones. Pocos tan amigos de sus amigos, y tan honestos como para confesar su desengaño con los que creían ser compañeros de causa. Pocos tan generosos para el consejo. Lamento tener que contarles a ustedes lo que no pude confesarle a él cuando arrancábamos esas caminatas Belgrano arriba, una década atrás. Lo que no pude confesarle siquiera en todos estos años, más desesperanzados.
Que yo lo sentía uno de mis maestros.