DIALOGOS › MAURICIO WAINROT, COREóGRAFO, DIRECTOR ARTíSTICO DEL BALLET CONTEMPORáNEO DEL TEATRO SAN MARTíN
Creador de coreografías representadas por 35 compañías en todo el mundo, está al frente del ballet más activo del país y de un centro de formación nacional. Su teoría de cómo la danza se está expandiendo, cómo cambiaron los roles de hombres y mujeres, y su recuerdo de los atentados cuando el estreno de su Ana Frank, en 1984.
› Por Andrew Graham-Yooll
La oficina del sexto piso con ventanal sobre la Avenida Corrientes no parecía un espacio conducente al diálogo con un coreógrafo de renombre. Bajamos al hall de entrada y justo se iniciaban esa tarde las obras de reforma y arreglo de ese espacio. El café del teatro estaba cerrado. Volvimos al sexto piso. Más que encarar una explicación de un arte, la primera impresión era de un ejercicio burocrático. Sin embargo, de Mauricio Wainrot brotaba entusiasmo y optimismo. En su escritorio me hizo traer un enorme vaso de agua bien fría, para un día caluroso y con poca ventilación. Ahí se propuso hacer clara su pasión por su profesión.
–¿Cómo me explicaría lo que representa la danza, más allá de la belleza de la música y la expresión corporal? Para que yo pueda transmitirlo a un público amplio...
–La danza es un vocabulario, como lo es el cine, y es una poética. Siento que hay mucho paralelo entre la danza y el cine. Es mi modo de expresión. Con la danza puedo hacer conocer mis ideas políticas, como lo he hecho con Ana Frank y con otras piezas, como ser Debajo del olvido, una obra que hice con música del norteamericano Philip Glass, que también tiene que ver con la persecución. Tengo obras de Astor Piazzolla. El haber hecho La tempestad, de William Shakespeare, que considero mi mejor obra, fue una vivencia y una expresión muy especial, siempre con escenografía de Carlos Gallardo y luces de Eli Sirlin. Hace poco hice La canción de la tierra, sobre música de Gustav Mahler. Es un código para expresarse como cualquier otro, además es una poética en la cual yo como coreógrafo construyo un universo en base a mis ideas, emociones y fantasías. El espectador lo concreta, lo termina, lo siente, dependiendo de cómo lo vive. No hago una obra pensando en los espectadores. Las obras las hago para mí, no soy condescendiente en eso, las obras me tienen que gustar a mí más que a nadie, o nada...
–Para poder invertir cuerpo y alma en ellas...
–Absolutamente... No estoy pensando en un mensaje, hago las obras porque necesito hacerlas, es una cosa visceral. Y los socios número uno en cada proyecto son los bailarines. Si no les gusta el trabajo, si no aman lo que hacen, por más buena que sea la obra va a ir directamente al fracaso. Después sí, por supuesto me importa el público y la crítica, pero eso viene después. Yo no encaro una obra pensando qué va a pensar el público, qué van a decir los críticos. Me interesa, naturalmente, y al mismo tiempo no me importa. Si además se toma en cuenta que soy un artista del escenario por supuesto hay un costado narcisista. Bueno, lo hay en todo el mundo, no solamente en los artistas, y en nuestra actividad todos nos mostramos en cuerpo, alma y mente al presentar un trabajo sobre un escenario. Estamos como desnudos en el medio de una plaza. El espectador y el crítico vienen a ver qué es lo que ha pasado dentro de mi cabeza y cómo se refleja en mis acciones.
–Esa percepción suya en la que expresa un pensamiento o una opinión política, ¿cómo la aplica a un cuerpo de baile como el Bolshoi? Veamos específicamente a la era de la Unión Soviética. ¿Dónde estaba la expresión política, o social, que pudieron haber producido esas/os grandes artistas de la danza que surgieron en el Bolshoi?
–Depende, dependía del permiso o la licencia de cada individuo. Cuando yo hice Ana Frank en la Argentina, para mí fue complicado y en eso también había cierto miedo, no voy a negarlo. Yo plasmé mi primera idea de hacer Ana Frank a comienzos de 1982 y me acuerdo de que hablé con Kive Staif, director del San Martín, y a él le pareció divina la idea. Eso a raíz de que yo decía que nosotros vivíamos encerrados acá (en el Teatro San Martín) como Ana Frank vivía en Holanda... No podíamos salir a la calle, en esa época, teníamos miedo, por lo menos yo, a que venga la policía o los militares y nos llevaran. En la esquina del teatro un día de estreno vino la policía y se llevó a todos los que estaban ahí. Con dos amigos logramos escapar. Esa sensación de miedo recuerdo que se la presenté a Kive Staif, el director, y le dije que yo sentía la necesidad de hacer Ana Frank como un símbolo de lo que había pasado en Europa y de la reiteración de lo que fue el nazismo difundido por todo el mundo. Esa terrible escuela que fueron José Goebbels y Martin Bormann, y Hitler, obviamente, se transmitió por el mundo y Sudamérica tuvo las sucursales de cada uno de esos monstruos. El fanatismo que hubo en Sudamérica por todo lo alemán, previo al nazismo, también fue terrible. Desde principios del siglo pasado se trató de imitar el modelo. Si uno mira los uniformes militares chilenos, sobre todo, pero también los argentinos y brasileños, eran copia de los uniformes alemanes. Había una gran admiración que venía de lejos. El nacionalsocialismo fue motivo de admiración hasta ayer nomás.
–¿Cuándo se estrenó su Ana Frank en Buenos Aires?
–El 5 de mayo de 1984. En democracia. Yo lo quería hacer en 1982 y tuve miedo. Había una gran presión. Y cuando se estrenó tuvimos serios percances. Por ejemplo, el día del estreno hubo que suspenderlo. Ese día el camarín de la ropa fue incendiado. Fue un atentado. Luego hubo llamadas telefónicas y fue quemada la consola de luces. Estrenamos Ana Frank, sobre música de Bela Bartok, con la policía dentro de la sala. Además estaban actores, titiriteros, gente de la casa, todos controlando quién entraba a la sala. La gente de la sastrería del San Martín trabajó toda la noche para hacer los trajes de nuevo. O sea que hay que tener en cuenta que eso sucedió en el año después de terminado el gobierno militar. La representación en ese momento fue un gran suceso por ser la primera vez en mucho tiempo que se aventuraba una obra de esa fuerza, donde se gritaba una verdad.
–Vamos hacia los treinta años del estreno.
–No lo había pensado, pero este año es el trigésimo aniversario del estreno en Buenos Aires. Me gustaría volver a hacer esa obra el año que viene. Es una obra que tiene que ver con la ética, con lo político, que de alguna manera nos representa a todos.
–Cada arte tiene su proyección política, pero no me queda claro el potencial de expresión política de la danza.
–La danza es una especie de Cenicienta de las artes. Por el espíritu lúdico que tiene el trabajo, las organizaciones sindicales están alejadas de la danza y esto sucede en buena parte del mundo. Muy pocos bailarines en el mundo tienen un sindicato, no son como los músicos o los actores, que tienen sindicatos fuertes. No sé si es bueno o es malo, pero creo que tiene que ver con la organización. Los músicos se organizan y los bailarines no nos organizamos, será porque nuestra manera de comunicarnos es el gesto y no la palabra.
–Son individuos tan individuales que no se les puede pedir que busquen un discurso común.
–Son, somos, quizá demasiado individualistas. Si bien en los últimos veinte años la danza ha crecido en todo el mundo, como un fenómeno en que la gente, un público que crece, se siente mucho más atraída por la danza, además hay más compromiso político en cierta manera, en ciertos grupos, sobre todo en la danza contemporánea. Hay como un compromiso social mucho más decidido, no sólo desde lo bello, que es la veta fuerte de la danza clásica. A mí me encantan las cosas bellas, por más dolorosas que sean. Por eso hice Ana Frank, que creo es dolorosa pero a la vez muy bella.
–¿Cómo se encara la adaptación de una historia personal, escrita, como es la vida de Ana Frank... cómo se adapta a la danza?
–Siempre es muy complicado tratarlo. En la realidad una Ana Frank no es nada comparada con trasladar La tempestad de Shakespeare, o hacer Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams (también con música de Bela Bartok). El tema es que se toma una historia y se trata de buscar un vocabulario y situaciones en danza que se parezcan... porque está claro que la danza no es la obra. Por más que yo encare La tempestad o Un tranvía... no aparece un tranvía, se busca representar una característica de cada uno de los personajes principales o de cada situación en un movimiento. No existe la palabra. No está la línea de una frase. Detrás de un gesto, como en una imagen en una fotografía, hay mucho más que las mil palabras del reiterado cliché. Nosotros trabajamos con las imágenes, son muy poéticas, llegan desde otro punto, no es lo mismo estar leyendo que ver un espectáculo de danza. A mí me encanta todo tipo de danza... siempre que esté bien hecho. No me gustan los panfletos. Recuerdo haber visto en China cómo entraban las bailarinas en punta con los brazos en alto sosteniendo ametralladoras. Me pareció una cosa espantosa. En Cuba también se usó ese tipo de vista panfletaria en un tiempo. De Rusia no recuerdo haber visto nada así. No me gustan los panfletos en ningún tipo de poética, en el cine tampoco. Siempre hay que dejar un poco para la imaginación del que lee, del que mira... Yo recuerdo que en la época de Mao, en China, veías veinte bailarinas, cada una cargando una ametralladora. Es como ver a los chicos chiquitos en Palestina con armas o en cualquier lugar que uno ve que usan a los más vulnerables para una acción panfletaria. Se crean o se propalan compromisos falsos. Es una acción obligada o que sale desde otro punto muy diferente a lo que es el arte.
–¿En qué se basa su afirmación de que la danza está atrayendo cada vez más gente, tanto bailarines como público?
–No hablemos de cifras, pero sí de actitud. Supongo que la gente joven se anima más a probar otro tipo de arte. Lo mismo sucede en nuestras escuelas. Cuando yo vine al San Martín, hace catorce o quince años, nuestro taller tenía ochenta mujeres y dos varones. Esos niveles ocurrieron durante diez años. Ahora, en el último año, tengo veinte varones y diecisiete mujeres. No es un problema, los niveles se han compensado. Los varones han perdido el miedo a estudiar danza desde chicos, se cambió la mentalidad, la gente se liberó de prejuicios o de lineamientos familiares que ordenaban que cada hijo tenía que hacer tal o cual cosa. Es muy llamativo que en los últimos seis o siete años se han incrementado los números de varones que vienen a la escuela. Eso tiene que ver también con el tipo de trabajo que hacemos nosotros en nuestra escuela, que es nuestro semillero. Tiene que ver también con el tipo de obra que se lleva al escenario, donde el bailarín baila tanto o más que la mujer. Antes no pasaba eso, sólo se veía en la compañía de Maurice Béjart. Ahí sí el varón tenía mayor preponderancia que las mujeres. En el resto de las compañías, al hombre se lo llamaba “porter”, como “changador” en inglés, porque era el que cargaba a la mujer por el escenario. Todavía le dicen eso al varón. Lo llaman “portér”, con acento para que suene como en francés. El varón que lleva a una chica es un “portér”. Pero, ¿qué es un “portér”? Es el bailarín que carga con el bulto. Había veinte mujeres y un hombre en el escenario. Ahora se ha ido equiparando y creo que tiene que ver también con el público. Es mucho más libre, en todo. No todo tiempo pasado fue mejor. Algunas cosas son mejor ahora.
–Es interesante tratar de comprender la proyección social que tiene la danza...
–Es increíble y ojalá aquí en la Argentina podamos tener danza en las escuelas. Hay tango ahora en muchas escuelas. El objetivo es que la gente tenga mayor sentido de sus cuerpos y de la emoción que produce bailar, el placer muscular a través de una técnica, no se restringe la idea a ser un atleta que está haciendo gimnasia. Hay toda una emotividad que también pasa por lo muscular y es una liberación. Yo creo que no hay mejor profesión que la mía, siento que soy un señor tocado por una varita. Hago lo que me gusta, además me pagan y vivo de eso. Me parece maravilloso y ojalá que muchos más pudieran decir una cosa así.
–Catorce o quince años en un cuerpo de danza, ¿es razonable como carrera profesional o es demasiado? No pregunto si se va a ir o no, pero sí siento curiosidad por la extensión del compromiso.
–Todos los días digo que me voy y todos los días me quedo, todos los días puede haber una discusión o una amargura, pero al mismo tiempo todos los días tengo muchas alegrías y satisfacciones. La compañía, nuestros bailarines, la escuela, el taller, todos estamos haciendo un trabajo muy importante, nuestra compañía es la mejor de la Argentina desde hace mucho tiempo, no es desde ahora. Mientras yo pueda seguir haciendo los espectáculos que hacemos, lograr la excelencia en lo que brindamos, quiero seguir. Como comentaba antes, la mayoría de nuestros bailarines vienen de nuestra escuela. Vienen con 16, 17 años, hacen toda la escuela y luego muchos siguen acá, como la bailarina Sol Rourich, que hace como quince años que está y ha establecido una relación de trabajo formidable. Además hay que tener en cuenta que el ochenta por ciento de los bailarines son del interior. Hay chicos de Salta, de Formosa, San Juan, San Luis, Santa Fe... Es una compañía patrocinada por la Ciudad de Buenos Aires, pero es un esfuerzo federal. Lo mismo sucede con la escuela. Hay una mayoría de chicos del interior. Cuando los bailarines salen de la escuela y yo pienso, bueno, se van a hacer camino por su cuenta, siempre también tenemos la esperanza de que algunos se queden en los espacios que se les reservan a los nuestros en la compañía. Pueden bailar en cualquier lugar. Han tenido aquí una gran experiencia, con los mejores maestros que hay en Buenos Aires y un gran número de coreógrafos. Además hacemos entre setenta y ochenta funciones por año, que duplica la producción de cualquier otra compañía de danzas de la Argentina.
–¿Con qué obra largan este año?
–Con El Mesías, con música de Georg Haendel, que hace ocho años que no se pone en escena. Es una obra fundamental en la compañía, como lo es Carmina Burana. La compañía crece, son obras grupales, donde bailan todos. A la compañía le encanta cuando están todos arriba del escenario. Eso es una cosa muy linda que tenemos, porque hay un contacto espiritual muy fuerte. Me encantan las obras integrales y El Mesías es una de las más populares. La hice en principio para el ballet de Bélgica, la hice luego con el ballet chileno y lo estrené aquí en 1999. Se hizo tres o cuatro años después, pero ahora hace unos cuantos años que no se da. El Mesías lo hice el año pasado en la Opera de Riga (Letonia) y hace dos años se dio en la Opera de Estocolmo. Hacemos mucho en el exterior, cosa positiva para la compañía. Cuando la compañía hace obras que no sólo son emotivas o espirituales sino que también son técnicamente complejas, eso entusiasma a los bailarines. La compañía crece con todo eso.
–¿Hay situaciones en que la danza es natural a ciertas personas o a un grupo o comunidad?
–Hay situaciones a veces en que cierto movimiento corporal ha pasado de generación en generación y parece natural. Cuando uno comienza a estudiar danza clásica o la danza contemporánea, a desarrollar los movimientos, uno se da cuenta de que eso no es natural. Se va trabajando y así se va haciendo natural, como cada uno va haciendo natural su cultura. Aplicar la herencia al cuerpo es en parte como decir que uno hereda una identidad y costumbres que tienen de un lugar o una comunidad. Pero sobre lo heredado hay mucho que trabajar. Quizá Julio Bocca pueda decir que heredó su cultura de su madre, porque aprendió con la madre, que le enseñaba desde chiquito. Entonces hay una esencia que instala cierta naturalidad: por eso es Julio Bocca. Mikhail Baryshnikov sigue bailando hoy a los 67. No es el Baryshnikov de los 30 años, pero ha trabajado la cultura de su cuerpo como para que siga siendo admirable el Baryshnikov de 67 años. Todo el cuerpo depende de la cabeza.
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