Lunes, 13 de octubre de 2008 | Hoy
ECONOMíA › POLíTICA ESTATAL DE SUBSIDIOS
En los últimos años, los subsidios a las empresas de servicios públicos crecieron de manera exponencial. Los especialistas destacan la importancia del aporte oficial para garantizar la estabilidad de las tarifas y advierten sobre la falta de planificación y control.
Producción: Tomás Lukin
Por Alberto Müller *
Alguna vez, el transporte automotor de la Región Metropolitana de Buenos Aires fue encomiado como un ejemplo de prestación eficiente, barata y libre de soportes fiscales. Este era el panorama hasta la década del ’80, período en el que –al cambio de la década perdida– la tarifa rondaba los 12 centavos de dólar por pasajero. A esa tarifa, la demanda era relativamente estable, en el orden de los 2000 millones de pasajeros por año (con una población en moderado crecimiento demográfico). La red se iba ajustando a la evolución territorial de esa demanda; dejaron de existir más de 30 líneas inviables entre los ’70 y los ’80. Eso sí, la planificación brillaba por su ausencia; pero la tolerable calidad de la prestación, la ausencia de subsidios y la congénita pasividad estatal impusieron la política de no hacer olas.
La década pasada introdujo cambios en la forma de gestión del sector: máquinas monederas que empeoraron la calidad de la prestación y la encarecieron; exigencias de vehículos más costosos; mantenimiento de líneas inviables a toda costa; creciente congestionamiento; algo de fuga de tráfico al subte y ferrocarril. Todo esto fue imponiendo dificultades al sector, para las que el Estado no encontró otra solución que el incremento de tarifas; en una entrevista de PáginaI12, un encumbrado funcionario de la época admitió incluso que se aumentaban las tarifas para compensar la caída en la demanda. Así, dólar de la convertibilidad mediante, llegamos a una tarifa de 0,75-0,80 centavos; y probablemente gracias a esto, el tráfico cayó a 1200 millones de pasajeros en 2001.
La debacle general impuso la redefinición de un conjunto de contratos que rigen esta atribulada sociedad en 2001-2. Por esta vía, irrumpieron los subsidios al autotransporte, para contener la tarifa y proteger el ingreso de los usuarios empobrecidos. Esta política, y el incremento del precio de la nafta, hicieron retornar la demanda. En 2007 se transportaron 1664 millones de pasajeros, y la tarifa vale –con el dólar caro pero no tanto– 29 centavos.
Pero el subsidio ha ganado cada vez más presencia. De acuerdo con información oficial, el monto creció de 2003 a 2007 casi 8 veces; en este último año representó unos 1740 millones de pesos; del total de ingreso empresario de 3100 millones, más de la mitad ahora es subsidio. En el primer semestre de 2008, el crecimiento en relación con igual período de 2007 fue del orden de 80 por ciento, según datos de la Asociación Argentina de Presupuesto Público.
¿Se justifica un subsidio de esta magnitud? Digamos, por lo pronto, que uno de los mayores beneficiarios fue el personal, que representa cerca de la mitad del costo total. Desde 2001 a 2007, el salario creció un 220 por ciento, lo que implica una ganancia frente a la inflación de cerca de 60 por ciento. El resto de los costos podrá haber crecido en el orden del 100 por ciento, respecto de 2001. De esta forma, el ingreso total de los empresarios creció 200 por ciento; los costos crecieron en torno de 150 por ciento, siempre entre 2001 y 2007. Queda así un margen que –una cuenta somera indica– permite la compra de cerca de 3000 vehículos por año; esto quiere decir, renovar toda la flota en 3 años.
¿Esto es bueno o malo? Por un lado, no hay duda de que la política tarifaria tuvo alguna influencia en la captación de demanda que se había perdido (además de atender al objetivo de protección ya señalado). Hasta cierto punto, subsidiar es una herramienta válida, en la medida en que contribuya al propósito de incrementar la participación del transporte colectivo (las mismas consideraciones valen para el modo ferroviario). Pero, números de esta magnitud y crecimiento no dejan de preocupar.
Si bien es atendible remunerar adecuadamente a los conductores, el incremento recibido supera largamente el del promedio de los trabajadores sindicalizados (que fue de 150 por ciento entre 2001 y 2007); y si el subsidio es suficiente para que los empresarios renueven su parque con dinero del Estado, cabría preguntarse en definitiva si éste no debería ser propiedad estatal, para entregarlo en alquiler al sector privado. Por lo pronto, que las empresas no nos cobren a los usuarios la “utilidad razonable” sobre la inversión, porque no invierten ellos, sino nosotros.
Por último, la planificación sigue ausente, mientras decisiones más que jugosas para algunos siguen su curso. Lo peor de la crisis ha quedado atrás, y es tiempo de adoptar una visión integral del transporte metropolitano, algo ausente en la región; en otras urbes argentinas sí se planifica, y a igual tarifa los subsidios son considerablemente menores. Sólo en este marco sabremos cabalmente si es pertinente o no subsidiar al sector a los niveles que hoy rigen; por ahora, nuestra presunción es que no lo es.
* Ceped-FCE-UBA.
Por Félix Herrero *
En el presupuesto 2009, que se encuentra a consideración del Congreso Nacional, los subsidios serán menores a los del año anterior, lo que satisfará al superávit fiscal, que junto al externo es un objetivo generalmente deseado. En el período neoliberal se negó que las tarifas (energéticas, del transporte y servicios públicos) puedan funcionar como redistribuidoras del ingreso. Se afirmaba que debían deducirse de los costos (aunque adoran el precio internacional del petróleo aun en el mercado interno, a pesar de ser un precio político que no se deduce de los costos reales). Esa negación de las tarifas “distribuidoras” resultó en un sistema subsidiador de ricos, opuesta a los intereses del conjunto.
La distinción entre subvención y subsidio no es frecuente; se los usa como sinónimos aunque sus beneficiarios sean usuarios o empresarios. En el primer caso el término es subvención, admitiéndose que las empresas son las subsidiadas. Nadie debería criticar el objeto de las subvenciones cuando es equitativo y cuando son racionalmente aplicadas para que cumplan con su papel social. El concepto de subsidio a la economía (a una actividad o región) es difícil de implementar y concita muchos cuestionamientos porque no siempre se logra el objetivo declarado. En ocasiones, en lugar de servir a la economía general o al sector al que están dirigidos, o recurrirse para competir en el ámbito internacional, se echa mano para beneficiar a empresas asociadas con el poder. El caso de los subsidios a los pasajes de las compañías aéreas ejemplifica esta confusión, ya que nunca se ven pasajeros de bajos ingresos en los vuelos. Sin embargo, parece claro que ni la subvención social ni el subsidio económico merecen críticas cuando se aplican con criterios de justicia y sin segundas intenciones.
El neoliberalismo ya no puede ignorar estas verdades. Quienes lo aplicaron cometieron grandes excesos, como lo muestra nuestra decadencia durante los noventa y los actuales resultados de la economía norteamericana. En ambos casos se privatizaron las ganancias y se socializaron las pérdidas; y específicamente en la aplicación de los subsidios, los pobres subsidiaron a los ricos. Aunque hay algunas diferencias porque en Estados Unidos el Estado federal, por ejemplo, recibirá el 80 por ciento de las acciones a cambio del aporte financiero público para el salvataje de la aseguradora AIG. Mientras tanto, nuestro Estado cuando beneficia a determinadas empresas con subsidios presupuestarios, y también con créditos blandos y una beneficiosa política de precios y comercio exterior, ni siquiera exige participar en las ganancias. Con tantos subsidios las empresas ferroviarias y eléctricas ya deberían estar nacionalizadas.
Es cierto que al dejar de subsidiarse, si no se hace el estudio real de costos y ganancias, se provocará un incremento de tarifas. Una respuesta que se está aplicando cada vez más es la suba de tarifas juntamente con la fragmentación de las tarifas de la energía y del petróleo. Con las denominadas Energía plus, Energía delivery y Gas plus se están conformando dos mercados: por un lado el mercado regulado, que existía anteriormente, y otro desregulado que nace con precios libres. Esto es muy delicado, porque se agrega una fragmentación más a la parcelación territorial de las tarifas. Se debe tener mucho cuidado de no caer en desintegraciones, pero también debe evitarse seguir subvencionando a empresarios ineficientes, y a las mayores multinacionales del mundo del petróleo y la minería. Debemos terminar, como ahora se informa que se hará, con la subvención por parte de los pobres que consumen garrafas de gas (el 38 por ciento de nuestra población) a los ricos que cuentan con gas natural, que llega a la puerta de sus lujosas residencias con piscinas y otras comodidades.
Hay mucho que avanzar en el terreno de los subsidios a la energía: deberían extenderse a los sectores más desprotegidos, logrando así justicia entre los usuarios, sin provocar desvíos en los costos; en este sentido, la descomunal renta hidrocarburífera debe costear también la garrafa a 16 pesos.
* Abogado, lic. en Economía y vicepte. del Moreno.
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