Lunes, 27 de octubre de 2008 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Hay unas cuantas partes en las que puede dividirse el análisis sobre el fin de la jubilación privatizada, pero tal vez ninguna sea más importante que reflexionar acerca del momento elegido para elevar el proyecto. O, para ser más precisos: acerca de cómo se discute el momento elegido.
Primero que nada, cabe recordar que algunos de los propios economistas liberales venían hablando, hace rato, del fracaso de este adefesio motorizado por Menem y Cavallo. Indefendible por donde se lo mire (hasta el punto de que en Chile mismo, la madre del borrego, se disponen a revisar su aplicación), más o menos todos estaban de acuerdo en que así no se podía seguir; ya no por la desfinanciación del Estado –que no es un tema que le preocupe a la derecha–, sino porque las cuentas de quienes tributan a este negociado no dejan resquicio para la duda. Pierden plata de cualquier manera, sea que se juzgue por la desvalorización de sus aportes, por lo que habrían ganado si hubieran recurrido a otro tipo de inversión, o por lo que les significa –como a todos– que las arcas públicas desfinanciadas tras el despojo tengan que acudir a mecanismos recaudatorios de compensación. Baste una sola cuenta. Entre los bonos emitidos para suplir lo que pasó a ingresarles a las AFJP, y el endeudamiento por el interés de esos títulos, el Estado acumuló deuda por más de 41 mil millones de dólares. Pero, además de eso, la Anses tuvo que poner plata para asegurarles a los jubilados privados el mínimo que marca la ley. Alfredo Zaiat describió esta calesita con una sencillez inmejorable: el Estado se quedó con un bache descomunal, lo “cubrió” con bonos públicos y los bonos los compraban las propias AFJP... ¡con el dinero que recibían de los trabajadores!, a los que encima les cobraron unas comisiones exorbitantes. A ver si nos entendemos. Doña Rosa, y todos los perejiles incautos que entraron a la jubilación privada, terminaron siendo los financistas del asalto de que son víctimas. El discurso liberal tuvo una eficiencia maravillosa, y no en vano la rata gobernó diez años. Si uno se deja llevar por el impulso, es improbable no caer en decir: “Jódanse”. Si hace un esfuerzo, se estabiliza y no teme al riesgo de aparecer como un soberbio, comprende que las masas están expuestas a la potencia convincente del poder mediático. O sea, del Poder. Salvo si se olvida que la instrumentación del régimen jubilatorio privado contó con el aval militante de todos los grandes medios de prensa, y si se cree que eso fue sólo una ingenuidad del “periodismo independiente”.
En segundo término, nada de lo dicho supone ignorar que la desconfianza respecto de esta medida es comprensible. No importa mucho si es tal como la pintan o viene agrandada. Aun para quienes creen que el Gobierno avanza en una dirección general correcta, dentro de los límites que impone un sistema capitalista, está claro que se trata de una gestión plagada de improvisaciones y desprolijidades (acentuadas por el carácter cerrado de la pareja comandante). El pago con reservas al Club de París y casi enseguida la reapertura del canje de deuda con los acreedores externos (ambas cosas entradas ahora en la incertidumbre) revelan que, en efecto, los K pasaron a ir más atrás que adelante de los acontecimientos. Y antes fue que el excedente de las retenciones agrícolas se destinaría a la construcción de rutas y hospitales, y que Aerolíneas había que reestatizarla así como así, y que el Indek quedaría abierto a la requisa de organizaciones profesionales... Mucho antecedente de andar a los manotazos compelidos por la coyuntura y no por decisiones meditadas en profundidad, al margen, se insiste, de que las medidas sean global o parcialmente justas. En consecuencia, si la determinación de reestatizar las jubilaciones cae justo cuando hay un sismo internacional y el Gobierno puede enfrentar problemas de caja, agravados por los vencimientos de deuda que comienzan a acumularse el próximo año, resulta obvia la incerteza de que la plata no sea usada para fines que nada tienen que ver con los fondos previsionales. Porque, además, no es un tema con que el oficialismo viniera insistiendo. Y tampoco puede concedérsele que buscó el efecto sorpresa: la reacción por una apuesta tan alta hubiera sido impactante cualquiera fuere la etapa escogida para anunciarla, y mucho más si media un período de debate parlamentario. Sin embargo, y sin perjuicio de articular todos los controles que sea menester, la incógnita de que el dinero a reingresar en el Estado vaya ciertamente al resguardo de las jubilaciones, ¿conlleva oponerse a la medida? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Dónde se ha visto que las recetas precedan al diagnóstico? Primero la plata vuelve al lugar del que nunca debió salir, y después se vigila que no vuelva a salir para otro lado. Inclusive da pudor remarcar perogrullada semejante, pero parecería que no lo es vista la cantidad o calidad de opiniones que anteponen la suspicacia a lo correcto. Como si ahora, por si fuera poco, los fondos de las AFJP estuviesen efectivamente resguardados.
Esto último conduce al punto del dichoso momento elegido. Los críticos de la idea aseguran que es el peor, debido a la convulsión mundial y a que se realimentan los recelos sobre la seguridad financiera y jurídica del país. Si es por eso, vaya por lo que le toca a la timba internacional de los especuladores alentados por los países centrales. Linda seguridad hay por ahí. Pero, aparte, ¿cuándo sería el momento apropiado? ¿Quién dice que no debe ser hoy, justamente porque el temblor económico universal refuerza como obsceno que el Estado continúe permitiéndose una sangría de fondos colosal a cambio de ningún beneficio? Los argumentos de la derecha son en ese sentido de una contradicción pavorosa, bien que nada inocente: si el mundo está estable, no hay que hacer nada porque se prende una luz amarilla; y si anda a los tumbos, tampoco hay que hacer nada porque se enciende la roja. ¿Cuál es entonces el instante de época adecuado? Ninguno, porque, cualquiera sea, toca los formidables intereses de los más grandes ganadores que arrojó la década del ‘90. Algo análogo sucede con el parate que experimenta el proyecto de una nueva ley para regular la radio y la televisión, aunque en ese caso por obra de la indecisión kirchnerista. Ahora no sería “el momento” porque el Congreso está alterado, entramos en temporada electoral y los legisladores son muy sensibles a las presiones de los grandes medios de comunicación. Pues ocurre que hace 25 años que no es “el momento”, ya que en todos los momentos es cuestión de no afectarles el negocio a los emporios mediáticos.
Así que a otro perro con el hueso del momento elegido. Si van a mentir, mientan bien. Porque los goles no se meten con la mano.
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