ECONOMíA › FANTASIAS ARGENTINAS DE UN BUSH AL OTRO
Cómo hacer plata con una guerra
La segunda guerra del Golfo puede afectar a la economía argentina. Turquía consiguió el Plan Marshall propio con el que soñaba Menem hace diez años.
Por Julio Nudler
Una especie de Plan Marshall por unos 30 mil millones de dólares. Eso era lo que necesitaba la Argentina para salvar la convertibilidad, según calculaban algunos economistas locales a mediados de 2001, cuando el fracaso de Domingo Cavallo se volvió evidente. Pero llegaron los atentados del 11 de septiembre, deshaciendo todas las fantasías acerca de un gigantesco rescate. Washington borró literalmente a Buenos Aires de sus radares. Ahora, sarcásticamente, ese montón de dólares es el que reclama Turquía (además de otros acuerdos extramonetarios) para permitir que Estados Unidos utilice libremente su territorio para atacar desde él a Irak. Y, moneda más, moneda menos, lo va a obtener, así como ya recibió un trato privilegiado por parte de EE.UU. y el Fondo Monetario para su crisis de deuda. La Argentina, en cambio, al carecer de gravitación estratégica, ha debido conformarse con un demorado acuerdo que no contempla plata fresca. Este episodio muestra que el gobierno de Ankara no percibe a Saddam Hussein como una amenaza, porque en ese caso pagaría porque lo librasen de ella, en lugar de cobrar.
Fuera de Turquía, los países pobres que ocupan asientos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas también están vendiendo su apoyo a los designios de George W. Bush, aunque deban conformarse con recompensas mucho más módicas. Pero un caso que parece bastante diferente es el español, porque la militante adhesión de José María Aznar a los propósitos bélicos de los norteamericanos apuntaría a lograr réditos menos directos. Más allá de la afinidad ideológica entre el Partido Popular y el Republicano, el gobierno de Madrid buscaría proteger los intereses que bancos y grandes empresas españolas tienen apostados en Latinoamérica, una región que los estadounidenses consideran su patio trasero y en la que los ibéricos expandieron sus negocios sin pedirles permiso.
El apoyo irrestricto a Estados Unidos expresa la aspiración de que los norteamericanos, en retribución, respeten las posiciones adquiridas por los españoles en estos países. Pero como estas garantías no son de las que pueden ponerse por escrito, no hay certeza de que se cumplan. De todas formas, en términos de sus negocios, a España le resulta rentable aliarse con los estadounidenses, incluso descontando el costo del enfrentamiento con Francia. Hablando de América latina, las compañías francesas son competidoras de las hispanas, de modo que sólo se trata de extender la confrontación económica al terreno político. Para los franceses, por lo demás, Latinoamérica tiene un valor modesto en relación a Oriente Medio, donde han jugado históricamente un papel importante y de donde serían desplazados si los norteamericanos se instalaran en Irak y pasasen a controlar desde allí todo el entorno.
Además de la fricción con Jacques Chirac y con Gerhard Schröder (Alemania ve a su vez cómo los países otrora comunistas de Europa Oriental desdeñan a Berlín para alinearse con Washington), Aznar está pagando un alto precio político interno al enfrentarse con la opinión pública española, que rechaza la guerra. Obviamente, el jefe de gobierno no puede explicar por televisión las verdaderas razones de su sumisión al eje angloamericano, pero es interesante preguntarse cuál sería la reacción de los españoles en ese caso. ¿Seguirían manifestándose contra la agresión norteamericana, o antepondrían los intereses estratégicos de los grandes negocios del reino? El falso discurso no es ciertamente una exclusividad española en este asunto, sino un estilo que baja desde el propio Bush, como tantos analistas señalan.
Muchos opositores a los deseos estadounidenses rechazan una acción unilateral de la superpotencia, pero, en mayor o menor medida, aceptan el resto del planteo. Es decir, que Irak deba someterse a minuciosas inspecciones y destruir su armamento, mientras otros países pueden armarsea su gusto. En realidad, todo apunta a consolidar la amplia supremacía militar de Estados Unidos, a escala global, aunque con tolerancia hacia los grandes arsenales atómicos de potencias como Rusia, China, Gran Bretaña y Francia, y también para casos específicos como los de India, Paquistán e Israel. Es la particular acepción del principio de no proliferación.
Al proponer recientemente el canciller Carlos Ruckauf un boicot al crudo iraquí (con las indecibles penurias que eso le causaría a la población civil) ha colocado a la Argentina en esa posición de respaldo a un orden internacional de reglas diferenciales, parecido al que prevalece en relación con el comercio y el proteccionismo. Todos los países están obligados a abrir sus mercados, pero Estados Unidos, la Unión Europea y Japón están, en cuanto a la producción primaria, por encima de las normas. La ansiedad del Pentágono por iniciar el ataque es compartida por no pocos gurúes, que piensan que lo que perjudica a los mercados financieros son los prolegómenos de la guerra pero no ésta, que en realidad los beneficia. Una vez que tabletean las armas y se arrasa al enemigo, cuando quedan desmentidas las hipótesis más agoreras al aplastarse toda resistencia, los inversores se entregan a un frenesí comprador y las acciones vuelan. A menos que no todo marche según las previsiones. La Argentina, como productor de materias primas, tiene bastante para ganar o perder según el escenario que resulte. Pero siendo un proveedor marginal, apenas influye sobre las tendencias. Las consecuencias de la guerra y de la paz son un dato para ella.