Lunes, 23 de septiembre de 2013 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: EL IMPACTO DE LA INVERSION EXTRANJERA DIRECTA EN EL PAIS
Los analistas detallan cómo se mide la IED, cuánta ingresó al país en la última década, cuánta en los ’90 y cómo influyeron los tratados bilaterales de inversión y las privatizaciones en el resultado de esas cuentas.
Por Pablo Salvioli *
Cuando nos referimos a la Inversión Extranjera Directa (IED, o FDI por su sigla en inglés correspondiente a Foreign Direct Investment), hay que andar con cuidado en el terreno de las definiciones. En el sistema de cuentas nacionales acordado internacionalmente, con el que la Argentina y el resto de los países registran la marcha del Producto Bruto, bajo la voz “inversión” se contabilizan los fondos destinados a la formación bruta de capital físico en la economía. Si hago una fábrica es inversión, si compro una hecha no. En el segundo caso hay una mera transferencia de activos de un agente a otro. En cambio, el concepto de IED, tal cual se desprende de la quinta edición del Manual de Balanza de Pagos del FMI, con la cual los países miembro confeccionan sus cuentas externas, es una categoría de financiamiento internacional del balance de pagos. Ambos coinciden cuando se pone en marcha un nuevo emprendimiento con dólares traídos del exterior. Difieren cuando, por caso, un inversor extranjero compra una empresa localizada aquí; esto se registra como IED en el balance de pagos, dada su incidencia en la disponibilidad de dólares, pero no en las cuentas nacionales. Lógico: la “inversión” no varió.
Más allá de lo molesto que resulten los malentendidos a los que lleva la singular definición de IED, no hay que perder de vista el uso extravagante que se hace del concepto en el debate público y publicado para acusar a la política económica en curso desde 2003 de también provocar un supuesto “aislamiento” internacional de la Argentina. Dicho de forma estilizada, el argumento expresa que en los ’90, la IED volcada en la Argentina explicaba el 15 por ciento del total regional y en esta década no sobrepasa el 5 por ciento. En vez de felicitarnos porque, por un lado, los capitales golondrina no logran hacer verano por acá, evitando un futuro e indefectible ataque a la balanza de pagos cuando se alineen los planetas allí donde se han asentado volátiles, y por el otro porque ese 5 por ciento son casi todos fierros.
Al examinar las cifras de los ’90 sobre la base de las definiciones dadas resulta asombrosa, para decir lo menos, la debilidad argumentativa de los heraldos de esa IED. Los flujos acumulados en la Argentina de IED 19922001, según definición del FMI y demás organismos internacionales, dan 78.709 millones de dólares. Pero lo único que puede ser tomado como inversión, strictu sensu, esto es fondos que crean capital nuevo, es el flujo acumulado correspondiente a aportes de capital de 21.888 millones de dólares. El resto fue privatizaciones. Pero aun a este flujo acumulado debe descontársele la remisión de utilidades de 19.008 millones de dólares, con lo que el flujo acumulado para la etapa comprendida entre los mismos años resulta de 2880 millones de dólares, o sea el 3,6 por ciento de la primera cifra. Pero eso no es todo. Aún resta saber cuánto de ese magro fondo de 320 millones de dólares anuales fue financiado por el mercado de crédito doméstico. Algunos análisis que hemos hecho con la escasa y fragmentaria información disponible, indican que casi todo fue financiado por crédito nacional. En resumen, una imponente IED sin “inversión” extranjera.
No estamos jugando con las palabras, simplemente aplicando las definiciones y asimismo advirtiendo que los heraldos de la hipótesis del “aislamiento”, lo son también de un “ofertismo” muy particular, aquel que cree que para mejorar la atracción de la IED, a la que embellecen como si fueran nuevos emprendimientos, es menester bajar los costos –estropear los salarios– en vez de aumentar las ventas internas. Esto se aclara con el descuento hecho más arriba sobre el monto invertido de las utilidades remitidas, lo que conduce directamente a examinar el fetichismo del acto de inversión. En efecto, dejando a un lado cualquier desajuste sectorial, lo que posibilita enderezar una fase en la que el poder de compra total de una economía es, en términos de valor, menor al producto bruto generado, no resulta de la compra de bienes de capital en lugar de bienes de consumo con un porcentaje del poder de compra existente, sino de la generación ex nihilo de un poder de compra suplementario para adquirir no importa qué tipo de bienes. La clave del proceso está en que el ingreso sea adelantado (por medio del crédito o el financiamiento del gasto público), siendo indiferente si se gasta en máquinas o en papas. La actividad económica resulta impulsada por el hecho de que se compra, no por una determinada calidad de compra llamada inversión.
De modo que, si por un lado crean poder de compra por 21.888 millones de dólares y por la otra retiran 19.008, queda como estímulo la diferencia, y únicamente la diferencia de 2880 millones de dólares. Si a lo anterior le agregamos la baja de salarios, la pretensión de los heraldos es, entonces, doblemente absurda; más IED condicionada a menos poder de compra interno. Adiós a la coartada del embellecimiento. Aparece la cruda cara del ajuste y el financiamiento de los desequilibrios de la balanza de pagos por medio del endeudamiento externo que conlleva. Las sirenas están cantando. A la derecha, contra el aislamiento. A la izquierda contra las multinacionales. Algo tan absurdo como lo anterior, porque el capital externo tiene sentido liberador según donde vaya, o sea cuando se trata de inversión que sustituye importaciones.
* Economista, ex subsecretario de Programas con Financiamiento Externo.
Por Javier Echaide *
Se encuentra muy instalada la concepción de que es necesario atraer inversiones extranjeras directas (IED) para promover el desarrollo de nuestros países periféricos. Ese pensamiento puso a esos países en una cruzada por intentar capturar estos flujos de capital con medidas como la precarización laboral, baja de salarios, pérdida de derechos sociales, reducción del rol del Estado, etcétera. Pero también con marcos jurídicos internacionales menos conocidos, aunque muy concretos: los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio desde 1995, los tratados contra la doble tributación, el ingreso al Ciadi (en 1994 para Argentina), la ratificación de tratados bilaterales de protección de inversiones (TBI) son signos de esa liberalización económica neoliberal que hoy continúa.
La Argentina se incorporó a todos estos ámbitos sin miramientos creyendo que, de no hacerlo, “quedaría afuera del mundo”. Así nuestro país firmó 58 TBI (55 en vigor), entendiendo que ellos daban el marco jurídico suficiente para asegurar la captura de las inversiones extranjeras, aventajándonos respecto de nuestros competidores. Pero la liberalización del capital hizo que se compitiera en una carrera para nivelar hacia abajo en materia de derechos sociales.
Pasado el auge neoliberal en nuestra región, en 2009 la Unctad publicó un informe sobre acuerdos internacionales de inversiones entre los que menciona los TBI. Dicho informe sostiene que la influencia de tratados de comercio preferenciales suelen ser más influyentes que los TBI para la toma de decisiones sobre dónde invertir. Brasil no es un país adherido al Ciadi y no posee ningún TBI en vigor, y es prueba de esta aseveración, pues las empresas invierten dependiendo del éxito de sus negocios más que de tratados que sólo operan cuando existen problemas que evidencian un fracaso en la operación: nadie invierte esperando perder para entonces poder iniciar un reclamo.
La Cepal publicó recientemente otro informe donde dice que las utilidades de las empresas transnacionales que operan en América latina y el Caribe se incrementaron 5,5 veces en nueve años, pasando de 20.425 millones de dólares en 2002 a 113.067 millones de dólares en 2011 y que, en promedio, las empresas transnacionales repatrian a sus matrices un 55 por ciento de lo que obtienen, reinvirtiendo el 45 por ciento remanente en los países de la región donde fueron generadas. Ello neutraliza los posibles “efectos positivos” del ingreso de las IED sobre la balanza de pagos. Si seguimos estos números, las empresas transnacionales invierten en la región 1 dólar y obtienen 5,50 dólares por año, reinvirtiendo aquí 2,47 dólares (el 45 por ciento) y remesando a sus casas matrices 3,09 dólares. Si este movimiento se repite durante diez años, las empresas habrán invertido casi 6 mil dólares y se habrán llevado a sus matrices tres veces más: por cada dólar que entra a la región se fugan tres.
Queda claro que no se trata de una región pobre, pues ha quintuplicado los beneficios de los inversionistas y que tampoco es un mal negocio invertir en estas latitudes, a pesar de lo que se pudiera sospechar. Prueba de ello es que la mayoría de las empresas inversionistas en la región se han quedado a pesar de haber demandado a los países latinoamericanos ante el Ciadi. Y he aquí el dilema: cualquier política pública dirigida a intentar retener esa renta generada por los y las latinoamericanos/as, o para regular la inversión extranjera, o todavía peor, para respetar las condiciones pactadas con las empresas en los contratos de concesión de los servicios privatizados, ha significado demandas por sumas siderales ante el Ciadi que van muy por encima de las sumas invertidas por dichas empresas y que funciona como un factor de presión contra el Estado para negociar por mayores beneficios.
De mantenerse este panorama macroeconómico, la región daría muestras de ser un buen negocio para las multinacionales: son ellas las grandes ganadoras de esta década. Sin embargo, seguimos bajo el paradigma de que si no se mantienen los TBI, las inversiones no vendrán, cuando los datos empíricos demuestran lo contrario: las inversiones vinieron y siguen viniendo, incluso con la presente crisis económica internacional. Argentina es el país más demandado en el mundo ante el Ciadi y la suma total en riesgo es de 65 mil millones de dólares: el 13,7 por ciento de nuestro PIB, que también habría que sumar a esas remesas que se van del país, ya que los informes del Ciadi muestran que las transnacionales poseen altas chances de ganar las demandas que plantean ante dicho organismo. La pregunta entonces persiste: ¿por qué seguir atados a este régimen de protección de inversiones cuando no es condición para las IED, pero sí resulta más riesgoso para conservar nuestros propios recursos?
* Abogado UBA.
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