Lunes, 21 de diciembre de 2015 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: EL PAQUETE ECONóMICO DE MACRI PROVOCARá UN MAYOR DESEMPLEO
La devaluación, la eliminación de retenciones y el aumento tarifario constituyen un cóctel inflacionario que buscará ser compensado con políticas contractivas que tiendan a bajar los precios. La pérdida de empleo suele ser una consecuencia natural de este tipo de programas.
Producción: Javier Lewkowicz
Por Pablo Manzanelli *
Un análisis elemental de los primeros y acelerados pasos de la política económica macrista indica que se trata de un evidente shock ortodoxo. La fuerte devaluación de la moneda, el significativo ascenso en las tasas de interés, la liberalización en el movimiento de capitales, la apertura económica y el endeudamiento externo constituyeron las medidas inaugurales que se articularán con los ya anunciados aumentos de tarifas de los servicios públicos y el previsible achicamiento del gasto y la política de represión salarial.
La devaluación, la eliminación de retenciones y el aumento tarifario constituyen un coctel altamente inflacionario pero el equipo económico de los “gerentes” intentará compensarlo con políticas contractivas que tiendan a bajar el nivel de precios. Ese es el plan implícito que parece desprenderse de las medidas. Tanto el aumento de la tasa de interés como la búsqueda por reducir el salario real tienen como meta bajar el consumo y por ende el nivel de precios, de modo que estos últimos no aumenten en la misma proporción que la devaluación y se erosionen los efectos de la competitividad-precio. El gobierno es consciente de que el “éxito” de la devaluación depende de eso y que para alcanzarlo deben luchar con la herencia más pesada del kirchnerismo: el robusto mercado interno y la relación de fuerzas. Es probable que las pérdidas de empleo, que son una consecuencia “natural” de estas medidas, constituyan la llave maestra para intentar disciplinar a la clase trabajadora.
La traslación a precios tendrá un capítulo singular en los alimentos, cuyos aumentos se habían desacelerado en el último período de gestión kirchnerista. El precio local de los productos agrarios está determinado por el precio internacional, el tipo de cambio y las retenciones. Si bien los precios internacionales se estabilizan a la baja después de la fuerte caída de 2014, la devaluación y la eliminación de retenciones impactarán directamente en los precios internos. A la reducción de las retenciones a la soja y la eliminación de los cereales, se suma la de la carne y de buena parte de los productos agroindustriales. De allí la creativa afirmación de Macri: “Argentina debe pasar de ser el granero al supermercado del mundo”. Toda una definición que tiene poco que ver con las retóricas al desarrollismo de Frondizi.
Así, las rentabilidades del agro y sus industrias vinculadas se incrementarán sustancialmente por la vía de la transferencia de ingresos, especialmente por la reducción de los ingresos públicos, cuya significación es de aproximadamente el 1,3 por ciento de la recaudación total. Ello se compensará parcialmente con la esperable mayor liquidación de los productos retenidos en silobolsas. De cualquier modo, el recaudador no debe preocuparse porque el plan incluye el ajuste fiscal que no tardará en llegar de la mano de la reducción de subsidios, salarios reales del sector público, etc.
El otro enigma del shock ortodoxo estará en la cantidad de dólares disponibles para sostener el tipo de cambio. La salida depende de las negociaciones para acceder a nuevos créditos externos. Con soltura hablan de un blindaje financiero de al menos 15-20 mil millones de dólares, que implicaría un incremento de la deuda pública con el sector privado de 30 por ciento aproximadamente, incrementando su composición en moneda extranjera. De todos modos, la búsqueda de dólares es “a lo que dé lugar”. De allí que hayan eliminado el encaje del 30 por ciento y las restricciones a los plazos de permanencia en el ingreso de dólares, en un escenario de aumento de las tasas de interés en Estados Unidos. Ello reforzará los efectos cíclicos –esperablemente negativos– de la economía mundial.
En efecto, se trata de una batería de medidas cuya orientación es clara para los objetivos trazados, sumamente regresivos. El dilema, en este contexto, es cuál va a ser el motor del crecimiento después de la fase contractiva. Más aun cuando la devaluación y la reducción/eliminación de las retenciones se llevan a cabo en el marco de una crisis mundial que tiende a planchar o disminuir la demanda externa (aun, pero en menor medida, de los productos del agro).
Así, la nueva política económica de los gerentes del capital extranjero y de la banca internacional no dio indicios del “relato” desarrollista. Al contrario, la reducción de los controles a las importaciones y la revisión de los aranceles podrían afectar, incluso, a algunas grandes corporaciones industriales. De allí que ciertos grupos económicos locales no estén mirando con buenos ojos los nuevos senderos de la economía argentina. En última instancia, la devaluación y el ajuste no sólo disparan los precios internos y la caída del salario real sino también la puja por los precios relativos de las fracciones empresarias, donde el agro pampeano y el capital extranjero (especialmente el financiero) parecen empezar ganando las primeras pulseadas.
* Investigador del Area de Economía y Tecnología de la Flacso y Cifra.
Por Matías Maito *
A pesar de que el nuevo gobierno nacional acaba de iniciar su gestión, es posible entrever, no sin cierta preocupación, una posible reconfiguración del mercado laboral. La flamante gestión del Ministerio de Trabajo parece tener la intención de introducir dos grandes novedades en el modo de intervención del Estado en ese ámbito: en primer lugar, un acentuado énfasis en la necesidad de orientar dicha intervención hacia la atracción de inversiones; por otro lado, la inclusión de la productividad como uno de los principales criterios ordenadores de las negociaciones salariales.
Una observación preliminar permite advertir que estas novedades conllevan tres problemas.
En primer lugar, el intento de reposicionar al Estado en el sentido referido parece asentarse sobre la noción (propia del pensamiento ortodoxo) que supone que un mayor flujo de inversiones y, fundamentalmente, un crecimiento de la economía se traducen en el mejoramiento del empleo y las condiciones laborales. Sin embargo, numerosas experiencias (sobre todo en países emergentes) demuestran que, si estos procesos no son debidamente regulados, pueden impulsar un deterioro de la situación de los trabajadores, en particular, cuando las empresas aumentan su rentabilidad en base a una sobreexplotación de la mano de obra.
En segundo lugar, también es materia de discusión qué características debe tener el mercado laboral en pos de atraer inversiones. Así como sucedió en nuestro país durante los años ‘90, en muchos casos ello fue incentivado a través de las estrategias de “vuelo bajo”, que promueven la reducción de los costos empresariales mediante bajos salarios y condiciones laborales deficitarias.
En tercer lugar, la intención de vincular los incrementos salariales al aumento de la productividad podría promover la descentralización de la negociación colectiva, ampliar la desigualdad salarial e impedir la discusión sobre la rentabilidad empresaria, deteniendo o revirtiendo la distribución progresiva del ingreso.
En este escenario, el mantenimiento del empleo enfrenta nuevos desafíos. La liberalización comercial anunciada amenaza la supervivencia de numerosos puestos de trabajo, al someter a la industria nacional a la competencia de productos de bajo costo. Será determinante el posicionamiento que adopte el Estado al respecto.
Sobre este punto, el pensamiento ortodoxo (que parece estar inspirando las actuales políticas en materia económica) supone que la liberalización comercial debe estar acompañada de una flexibilización de la normativa laboral, que permita la libre contratación y despido de trabajadores. Según argumentan, de este modo se producirá una “destrucción creativa” de empresas y puestos, a través de la cual desaparecerían los empleos menos productivos y se generarían nuevos puestos en los sectores de mayor productividad (supuestamente, con mejores condiciones laborales). De acuerdo con esta mirada, tales transformaciones conllevan “costos de adaptación” a la nueva configuración de la economía, cuya mayor carga recae lógicamente sobre los trabajadores que pierden sus empleos.
Desde una perspectiva opuesta, distintas investigaciones alertan sobre el impacto en términos individuales que sufren quienes pierden sus empleos, y sobre las dificultades que atraviesan para volver a ser contratados. También observan que, en muchos casos, la cantidad de empleos generados como consecuencia de la liberalización comercial no alcanza para compensar el número de puestos destruidos.
En nuestro país, durante los últimos doce años se reinstaló un paradigma de protección del trabajo, que permitió la generación de millones de puestos y logró su preservación en épocas de crisis. Con el correr del tiempo reconoceremos si el nuevo gobierno opta por continuar bajo este paradigma o, por el contrario, intenta poner en práctica las propuestas ortodoxas de flexibilización laboral.
La evolución del empleo responderá también a las relaciones de fuerza entre capital y trabajo. En ese sentido, ciertos indicios dan cuenta de la instalación de un nuevo “clima de época” por el cual los empresarios parecen sentirse con mayor margen para recortar empleos y salarios. Contra esta tendencia se opone la capacidad de acción de los trabajadores, fortalecida gracias a la recomposición del mercado laboral y la revitalización de los sindicatos desde 2002/2003; y que ya se ha demostrado muy efectiva con la reciente reincorporación de los 189 despedidos en Siderca. En resumen, si bien no resultaría prudente arrojar conclusiones apresuradas sobre una gestión que acaba de iniciarse, algunas de las señales que se advierten parecen justificar la preocupación que distintos sectores ya han manifestado por la evolución futura del empleo en nuestro país.
* UBA Idaes/Unsam.
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