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El discurso político duro del Gobierno con las privatizadas contrasta con las sonrientes reuniones de los funcionarios con los directivos de las principales empresas españolas. También con la pregonada buena relación del presidente Néstor Kirchner con su par José Luis Rodríguez Zapatero, gestor directo de los intereses de las firmas peninsulares. Todo indica que los oídos de los votantes están ansiosos por escuchar posiciones firmes contra las empresas a las que aportan, vía tarifas de servicios básicos, una buena cuota de sus ingresos. Al mismo tiempo, el Presidente demanda de estas mismas compañías una actitud “solidaria”, palabra que va a contrapelo de la lógica natural de cualquier empresa, cuya legítima finalidad es el lucro y que, por su carácter de monopolios u oligopolios privados, justifican ser reguladas por el sector público.
Los “gestos” de bajar las demandas ante el Ciadi no son más que un capítulo –de previsible desenlace– de una delicada negociación. Aunque las compañías pretendan compensación por los perjuicios que habrían sufrido por la pesificación tarifaria, el ejercicio contrafáctico de imaginar, tras la gigantesca devaluación, la continuidad de tarifas dolarizadas y ajustadas por la inflación estadounidense no cierra ni bajo la más afiebrada racionalidad económica. En este marco, las empresas con planes de seguir operando en el país se reservan, mientras resulta posible, la carta de crearle al Estado, vía juicios ganados, pasivos millonarios.
No está de más recordar que los graciosos desistimientos de estos días llegan luego de ajustes tarifarios o de promesas para después de octubre.