Sábado, 13 de julio de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Atilio A. Boron *
Henry Kissinger, que a su condición de criminal de guerra une la de ser un fino analista de la escena internacional, dijo a finales de los sesenta que “hacia donde se incline Brasil se inclinará América latina”. Esto no es así de cierto hoy porque la marejada bolivariana cambió para bien el mapa sociopolítico regional; pero aun así la gravitación de Brasil en el plano hemisférico sigue siendo muy importante. Si su gobierno impulsara con fuerza al Mercosur y la Unasur o la Celac, otra habría sido la historia de estas iniciativas. Pero Wa-shington ha venido trabajando desde hace tiempo para desalentar ese protagonismo. Se aprovechó de la ingenua credulidad, o el acendrado colonialismo mental, de Itamaraty prometiéndole demagógicamente que garantizaría para Brasil un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, mientras la India y Pakistán (dos potencias atómicas) o Indonesia (la mayor nación musulmana del mundo) y Egipto, Nigeria, Japón y Alemania, entre otros, se quedan afuera.
Pero no se trata sólo de ingenuidad, pues la opción de asociarse íntimamente a Washington seduce a muchos en Brasilia. Pocos días después de asumir su cargo como canciller, Antonio Patriota otorgó un extenso reportaje a la revista Veja. La primera pregunta fue ésta: “En todos sus años como diplomático profesional, ¿qué imagen se formó de Estados Unidos?”. La respuesta fue asombrosa: “Es difícil hablar de manera objetiva porque tengo un involucramiento emocional (¡sic!) con Estados Unidos a través de mi familia, de mi mujer y de su familia. Existen aspectos de la sociedad americana que admiro mucho”.
Lo razonable hubiera sido que se le pidiera de inmediato la renuncia por “incompatibilidad emocional” con la defensa del interés nacional brasileño, cosa que no ocurrió. ¿Por qué? Porque es obvio que coexisten en Brasilia dos tendencias: una, moderadamente latinoamericanista, que prosperó bajo el gobierno de Lula; y otra que cree que el esplendor futuro del Brasil pasa por una íntima asociación con Estados Unidos, olvidándose de sus revoltosos vecinos. Esta corriente todavía no llega a ser hegemónica al interior del Planalto, pero sin duda que hoy día encuentra oídos mucho más receptivos que antes. Y este cambio en la relación de fuerzas de ambas tendencias salió a la luz con la muy demorada reacción de la presidenta Dilma Rousseff ante el secuestro del que fuera víctima Evo Morales: si los presidentes de Cuba, Ecuador, Venezuela y Argentina (amén del secretario general de la Unasur, Alí Rodríguez) tardaron apenas unos pocos minutos luego de conocida la noticia para expresar su repudio a lo ocurrido y su solidaridad con el presidente boliviano, la brasileña necesitó casi quince horas para hacerlo. Después, inclusive, de las duras declaraciones del mismísimo secretario general de la OEA, cuya condena se conoció casi en coincidencia con la de los primeros. Conflictos y tironeos al interior del gobierno que hicieron que Dilma Rousseff no participara en el encuentro que tuvo lugar en Cochabamba, localizada a escasas dos horas y media de vuelo desde Brasilia, debilitando el impacto global de esa reunión presidencial.
Para una América latina emancipada de los grilletes neocoloniales es decisivo contar con Brasil. Pero ello no será posible, sino a cuentagotas mientras no se resuelva a favor de América latina la pugna entre aquellos dos proyectos. Esto no sólo convierte a Brasil en un actor vacilante en iniciativas como el Mercosur o la Unasur, sino que lo conduce a una peligrosa parálisis en estratégicas cuestiones de orden doméstico.
Por ejemplo, a no poder resolver desde el 2009 dónde adquirir los 36 aviones caza que necesita para controlar su inmenso territorio, y muy especialmente la gran cuenca amazónica y subamazónica. Una parte del alto mando se inclina por un reequipamiento con aviones estadounidenses, mientras que otra propone adquirirlos en Suecia, Francia o Rusia. Ni siquiera Lula pudo zanjar la discusión. Esta absurda parálisis se destrabaría fácilmente si la elite política se hiciera una simple pregunta: ¿cuántas bases militares tienen en la región cada uno de los países que nos ofertan sus aviones? Si lo hicieran, la respuesta sería la siguiente: Rusia y Suecia no tienen ni una sola; Francia tiene una base aeroespacial en la Guyana francesa con presencia de personal militar estadounidense; y Estados Unidos tiene, en cambio, 76 bases militares en la región, un puñado de ellas alquiladas a –o coadministradas con– terceros países como el Reino Unido, Francia y Holanda.
Algún burócrata de Itamaraty o algún militar entrenado en West Point podría aducir que están allí para vigilar a Venezuela. Pero la dura realidad es que mientras Venezuela es amenazada por 13 bases militares norteamericanas instaladas en sus países limítrofes, Brasil se encuentra literalmente cercado por 23, que se convierten en 25 si se añaden las dos bases británicas de ultramar con que cuenta Estados Unidos en el Atlántico ecuatorial y meridional, en las islas Ascensión y Malvinas respectivamente. De pura casualidad, los grandes yacimientos submarinos de petróleo de Brasil se encuentran aproximadamente a mitad de camino entre ambas instalaciones militares.
Ante esta grosera evidencia, ¿cómo es posible que aún se esté dudando a quién no comprarles los aviones que Brasil necesita? La única hipótesis realista de conflicto que tiene ese país es con Estados Unidos. En la Argentina hay algunos que pronostican que el enfrentamiento será con China. Claro que hay diferencias: mientras ese país invade la región con un sinnúmero de supermercados, Washington lo hace con toda la fuerza de su músculo militar, rodeando principalmente a Brasil. Y, por si hace falta, reactiva también la Cuarta Flota (¡en otras de esas grandes “casualidades” de la historia!) justo pocas semanas después de que el presidente Lula anunciara el descubrimiento del gran yacimiento de petróleo en el litoral paulista. ¿O es que los funcionarios a cargo de estos temas en Brasil pueden no saber que no bien el presidente Hugo Chávez comenzó a tener las primeras controversias con Washington, éste le puso un cerrojo al envío de partes, repuestos y renovados sistemas de aeronavegación y combate para la flota de los F-16 que tenía Venezuela, misma que quedó i-nutilizada? No hace falta demasiada inteligencia para imaginar lo que podría ocurrir en caso de que surgiera un serio diferendo entre Brasil y Estados Unidos por la disputa del acceso a, por ejemplo, algunos minerales estratégicos que se encuentran en la Amazonia; o al petróleo del “pre-sal”; o el escenario del “caso peor”, si Brasilia no acompañara a Washington en una aventura militar encaminada a derribar a algún presidente molesto de la región replicando el modelo utilizado en Libia. En ese caso, la represalia ante el aliado que deserta sería la misma que se le aplicara a Chávez. Ojalá que estas duras realidades se discutan públicamente en Brasil y que se ponga término a sus crónicas vacilaciones. La reunión del Mercosur en Montevideo podría ser un buen comienzo.
* Director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.
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