Jueves, 18 de junio de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Emir Sader
Hace mas de 10 años una revista opositora exclamaba: “¡El PT ha muerto! ¡Viva el lulismo!”. Quería decir que los escándalos denunciados habrían golpeado de muerte al Partido de los Trabajadores (PT), al que sólo le quedaba el liderazgo de Lula.
Era una afirmación con intenciones despectivas: se agotaba el partido, expresión orgánica de un proyecto histórico, sustituido por un líder carismático, populista, demagógico, que mantenía el apoyo popular en base a un discurso vacío y a promesas incumplidas. Derecha y ultraizquierda se unían en un mismo diagnóstico y deseo de que se realizara. Muy pronto todo se desplomaría.
Desde aquel momento Lula se reeligió en 2006, eligió a su sucesora en 2010, Dilma, que a su vez se reeligió en 2014. ¿Para eso basta con la demagogia y el carisma de un hombre? ¿O se basa en que el país más desigual del continente más desigual del mundo, ha vivido extraordinarias trasformaciones sociales en los últimos 12 años, aun en medio de la crisis recesiva internacional?
Ni la derecha ni la ultraizquierda han logrado descifrar el enigma Lula, que las ha devorado. Ha triunfado en cuatro elecciones presidenciales, aun teniendo a todos los medios de comunicación en contra. Por ello, aun en una crisis del gobierno de Dilma y del mismo PT, las baterías de la derecha se vuelven sobre Lula, por miedo a que él vuelva a ser candidato a la presidencia de Brasil en 2018, dado el evidente favoritismo que él tiene para ganar de nuevo.
Pero la ofensiva sobre Lula no se hace en contra de su discurso político, ni en contra de las realizaciones de su gobierno, sino intentando descalificar legalmente la posibilidad de que sea candidato, por acusaciones a supuestas irregularidades del Instituto Lula, desde donde actúa el ex presidente. Es como si, seguros de que no lo derrotarían en el campo electoral, han salido a hacer campañas desde ahora para el 2018. Por la oposición los ya derrotados Geraldo Alckmin, gobernador de San Pablo, y Aécio Neves, senador por Minas Gerais, intentan hacerlo en los tribunales.
En el mismo congreso del PT, recién concluido, estaban dadas las condiciones para que se ahondaran las diferencias entre el partido y el gobierno de Dilma Rousseff, que ha implementado medidas de ajuste fiscal. Pero el paquete de medidas de inversión en la infraestructura de transporte –puertos, aeropuertos, ferrovías, carreteras–, permitió que Lula hablara de dar vuelta la página, de pasar de un primer momento de ajuste indispensable, a retomar el crecimiento económico.
Lula se esfuerza no solamente por mantener la cohesión interna del PT, sino también para que Dilma vuelva a centrar su gobierno en una agenda positiva, para que recupere apoyo popular, pero también para que mejoren las relaciones entre el PT y los movimientos sociales por un lado, y por otro lado entre el PT y el gobierno. Lula sabe que necesita un gobierno que él pueda reivindicar en su campaña de 2018, aunque sabe que la referencia central no serán los mandatos de Dilma Rousseff, sino los suyos, que coinciden con el mejor momento, hasta aquí, de los gobiernos del PT.
A eso teme la oposición. Por eso propone una ley que impide la reelección, como si ya aceptara la victoria de Lula en 2018, tratando apenas de que no pueda tener de nuevo dos mandatos, aun concediendo un mandato más largo, de cinco años. La crisis del PT sobrevive a su congreso, pero la fuerza de Lula sobrevive a la crisis del PT, a la crisis de la economía brasileña y a la crisis del gobierno de Dilma.
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