Miércoles, 28 de septiembre de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Boaventura de Sousa Santos
El golpe parlamentario-judicial producido en Brasil tendrá repercusiones en la vida social y política del país difíciles de prever, a pesar de que, según la versión oficial y la de Estados Unidos, todo se ha desarrollado dentro de la normalidad democrática. Aunque también son de prever repercusiones internacionales, no solo porque Brasil es la séptima economía mundial y ha asumido en los últimos años una política internacional relativamente autónoma, tanto en el plano regional como en el mundial, a través de la participación en la construcción del bloque de los BRICS, sino también porque el modelo de desarrollo adoptado en los últimos trece años parecía indicar que son posibles alternativas parciales al neoliberalismo puro y duro, siempre que no se toque su vanguardia avanzada, el capital financiero global (es cierto que los BRICS pretendían tocarlo con el tiempo –banco de desarrollo, transacciones con divisas propias–, por lo que se volvió urgente neutralizarlos).
Para reflexionar de manera informada sobre las posibles repercusiones, es necesario determinar la naturaleza política y constitucional del régimen político posterior al golpe que preside Michel Temer (foto). Hubo golpe porque no fue probado el crimen de responsabilidad que la oposición le atribuye a Dilma Rousseff, el único hecho que en un régimen presidencial puede justificar la destitución. Siendo así, es fácil concluir que hubo una interrupción constitucional, pero su naturaleza es difícil de tipificar. No hubo declaración de guerra, no fue declarado el estado de sitio o estado de emergencia. Fue una interrupción anómala que resultó del hinchamiento excesivo de uno de los órganos de soberanía, el poder legislativo, con el consentimiento e incluso la cooperación activa del único órgano de soberanía que podía impedir la interrupción constitucional, el poder judicial.
Visto a la luz de los influyentes debates de los años veinte del siglo pasado, lo que ha ocurrido en Brasil ha sido el triunfo de Carl Schmitt (primacía del soberano) sobre Hans Kelsen (control judicial de la Constitución). Y lo curioso es que esta victoria estuvo asegurada por el Supremo Tribunal Federal (STF) al consentir, por acción u omisión, las anomalías constitucionales y las extravagantes interpretaciones que se han acumulado a lo largo del proceso. Hubo, por tanto, rendición de uno de los órganos de soberanía al poder soberano. Por eso, en sentido estricto, el golpe fue parlamentario-judicial y no sólo parlamentario. ¿Cuál fue en este caso el poder soberano? Ciertamente, no fue el pueblo brasileño, pues poco antes había expresado su voluntad en las urnas y elegido a la presidenta Dilma. Fue un soberano de varias cabezas constituido por la mayoría parlamentaria, los grandes medios de comunicación, el capital financiero, las élites capitalistas vinculadas a él y Estados Unidos, cuya participación por ahora está poco documentada, aunque se manifestó de diversas formas, de las cuales las más evidentes fueron, por un lado, la visita de John Kerry a Brasil y la declaración a la prensa junto a José Serra (que entonces ni siquiera era un ministro con plenos poderes, pues el proceso de destitución, si bien en marcha, todavía no había alcanzado su fase final) para destacar las buenas condiciones que se abrían para el fortalecimiento de las relaciones entre los dos países. Las declaraciones de Kerry tras reunirse con Serra resultan sorprendentemente esclarecedoras: “Me parece honesto decir que en el transcurso de los últimos años las discusiones políticas en Brasil no habían permitido el pleno florecimiento del potencial de nuestra relación”. Por otro lado, igualmente esclarecedora es la visita a Washington del senador Aloysio Nunes, el día después de la aprobación del proceso de destitución en la Cámara de Diputados, para mantener conversaciones con el número tres del Departamento de Estado y ex embajador en Brasil, Thomas Shannon, la figura más influyente en la definición de la política estadounidense para el continente.
En este contexto es importante responder a tres preguntas. ¿Cuál es la naturaleza del régimen político de Brasil tras el golpe parlamentario-judicial? ¿Cuál es el significado del acto de rendición judicial? ¿Cuáles son los desafíos para las fuerzas democráticas? En estas líneas voy a responder la primera.
Naturaleza del régimen político. Es un régimen que se define más fácilmente de manera negativa que positiva. No es una dictadura como la que existió hasta 1985; tampoco es una democracia como la que existía hasta el golpe; no es una dictablanda o una democradura, designaciones en boga para caracterizar los regímenes de transición de la dictadura a la democracia. Se trata de un régimen anómalo nítidamente transicional sin dirección definida hacia la cual transitar. En los términos de la teoría de sistemas, es un sistema político altamente desequilibrado, en una situación de bifurcación: la alteración más pequeña puede provocar grandes cambios sin que su sentido sea predecible. Puede resultar en más democracia o en menos, pero en cualquier caso es de prever que ocurra con alguna turbulencia social y política. El desequilibrio resultó de la ruptura institucional forzada por el sector mayoritario de las élites económicas y políticas, que sintió amenazado su régimen de acumulación capitalista, y de la lógica social del señor/esclavo (en Brasil, la lógica de separación entre la casa grande y la senzala), que legitima muchas de las jerarquías sociales de las sociedades capitalistas con fuerte componente oligárquico de raíz colonial. Fue una ruptura que no tenía como objetivo alterar el sistema político (este, de hecho, se reveló muy funcional), sino tan solo alterar un resultado electoral y restaurar el estado de cosas vigente antes de la intrusión del Partido de los Trabajadores (PT).
Las élites ahora en el gobierno harán todo lo que esté a su alcance para reparar esta ruptura lo más rápidamente posible. No pueden hacerlo a través del gobierno y con medidas que agraden a las mayorías, dado que la restauración capitalista-oligárquica exige medidas antipopulares. Además, es de prever que la destrucción de las políticas sociales e instituciones del período anterior se lleve a cabo de forma rápida y sin disfraces de reconciliación social. Es de prever otra versión de la doctrina del shock similar a la austeridad impuesta por el Fondo Monetario InternacionaI y la Unión Europea a los países del sur de Europa o a la que está aplicando el presidente Macri en Argentina, con la salvedad de que Macri ganó las elecciones. Remendar la ruptura por vía electoral tampoco es viable porque no es seguro que ganen las elecciones. Les resta, por tanto, usar de nuevo el poder judicial, ahora para reponer cuanto antes la idea de la normalidad institucional. Esto será posible a través de algunas decisiones judiciales compensatorias que creen la idea, tal vez ilusoria, pero creíble, de que las instituciones no perdieron por completo la capacidad de limitar la arbitrariedad del poder político y la arrogancia del poder social y económico. La probabilidad de que esto ocurra depende de las fracturas que puedan surgir dentro del poder judicial, como sucedió en tiempos recientes. Y si ocurriera, ¿sería esto suficiente para reconstruir la normalidad institucional sin la cual la gobernabilidad será muy difícil? Nadie puede predecirlo. Además, el contexto del golpe parlamentario-judicial hace que este no haya podido concluir con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff. Debe continuar hasta que las élites tengan la certeza de que la democracia no supone ningún riesgo para ellas. Y para que el golpe continúe todavía seguirá siendo necesaria mucha intervención del poder judicial.
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