EL MUNDO
› UN CUADRUPLE ATENTADO ATERRORIZO A LA CAPITAL BRITANICA COINCIDIENDO CON LA CUMBRE DEL G-8
La mañana en que paralizaron a Londres
Una serie de bombas de estallido sincronizado produjo ayer al menos 38 muertos y centenares de heridos, muchos de ellos graves, en plena capital británica. Un grupo que se autoidentificó con Al Qaida asumió la autoría de los atentados, que coincidieron con la cumbre del G-8 en Gleneagles, Escocia.
› Por Marcelo Justo
En la macabra lotería del terror, ayer fue el turno de Londres. Al cierre de esta edición, el saldo de las cuatro bombas que sacudieron la ciudad y el mundo era de 38 muertos y cientos de heridos, muchos graves. Las cifras extraoficiales superaban ampliamente estos guarismos y se hablaba de 50 o 60 víctimas fatales. En una declaración desde Gleneagles, Escocia, rodeado de los mandatarios del G-8, el primer ministro Tony Blair señaló que el terrorismo no triunfaría. Su retórica no contenía nada nuevo. La del terror tampoco. En un comunicado difundido por Internet, una agrupación vinculada con ese sello del fundamentalismo islámico violento que es Al Qaida prometió nuevos atentados en venganza por la invasión de Irak.
La conmoción comenzó poco antes de las nueve de la mañana, hora de Londres, con una explosión registrada en un vagón entre las estaciones de Liverpool Street y Aldgate, en pleno corazón financiero de Londres. Cinco minutos más tarde otra explosión sacudía un subte de la línea Piccadilly, cerca de la estación de King’s Cross, una de las principales arterias que comunica a la ciudad con los suburbios y las afueras de la capital. Por prudencia, pánico, ignorancia, incredulidad o censura, las autoridades hablaron en un primer momento de un simple desperfecto técnico que había causado el colapso total del sistema de subterráneos de Londres. Cuando unos 20 minutos más tarde se registró una tercera explosión, en la estación de Edgware Road, y poco después hubo una cuarta, en el autobús 30 que cruzaba la Tavistock Square, muy cerca de la zona universitaria y del Bloomsbury de Virginia Woolf, la realidad se volvió innegable. En una mañana, en el espacio de una hora y en la misma ciudad era imposible que ocurrieran cuatro desperfectos técnicos de esta envergadura.
A partir de ese momento, aún sin mencionar públicamente la palabra “terrorismo”, la policía empezó a hablar de un “serio incidente”. Se suspendió el servicio de autobuses. El operativo de seguridad, planeado y ensayado en varios simulacros en los últimos dos años, fue inmediatamente activado. Hospitales, servicios de ambulancia, personal de subterráneo y bomberos iniciaron los procedimientos de extrema alerta ampliamente practicados. Se clausuró el acceso a los alrededores de posibles objetivos como el Palacio de Buckingham y la embajada de Estados Unidos. Se solicitó al público que evitara las zonas céntricas o que saliera de los lugares de trabajo. En menos de dos horas la ciudad era un caótico espectro. El testimonio de sobrevivientes y testigos no dejó margen para dudas sobre la naturaleza real del desperfecto técnico. Especialmente escalofriantes fueron las palabras de los que sufrieron el atentado en el subte y tuvieron que saltar de los vagones al túnel que conducía a la estación y la salida. “La gente rompía con los puños las ventanas, buscaba una salida como podía. Había gente rezando, gente desmayada, gente gritando, boqueando por aire”, dijo conteniendo el llanto uno de los sobrevivientes de la explosión del subte de la Piccadilly Line.
Sólo al mediodía reconoció el gobierno británico que se trataba de varios atentados terroristas realizados de manera coordinada. Un pálido y sombrío Tony Blair emergió de las conversaciones de los G-8 para emitir un breve comunicado. “Es importante que los terroristas sepan que vamos a defender nuestros valores y nuestro estilo de vida más que nunca contra su determinación de provocar muertes y destrucción a gente inocente en su deseo de imponer al mundo su extremismo. Hagan lo que hagan no se impondrán a las naciones civilizadas”, dijo Blair. En su segunda aparición, rodeado de los líderes más poderosos del planeta, el primer ministro reiteró el mismo mensaje. “Este es un acto barbárico ejecutado en un día en que estamos intentando resolver los problemas de pobreza en Africa y de cambio climático y medio ambiente”, dijo Blair. La presencia de los ocho dirigentes políticos más importantes del mundo subrayaba tanto la convicción como su impotencia ante los atentados.
Un poco más tarde una oscura organización secreta de Al Qaida en Europa —de la Jihad– emitió un comunicado lleno de un imbricado lenguaje religioso y político. “En nombre de Dios el misericordioso y compasivo, que la paz sea con el animado e indomable combatiente profeta Mahoma, que la paz divina sea con él. Naciones islámicas y árabes: disfruten de este acto de revancha contra el cruzado sionista británico por las masacres que ha cometido en Irak y Afganistán. Gran Bretaña está ardiendo con miedo, terror y pánico, al norte, sur, este y oeste. Les advertimos a los gobiernos de Dinamarca e Italia y a todos los gobiernos de los cruzados que serán castigados si no retiran sus tropas de Irak y Afganistán”, dijo alertando sus nuevos objetivos militares. Citando fuentes de seguridad, la BBC abrió un signo de interrogación sobre la confiabilidad de este comunicado. El atentado podrían haber siodo obra de musulmanes británicos en vez de una organización internacional “plantada” en el país por el método de las “células durmientes”.
A media tarde, Londres era un pálido reflejo de la ciudad que sólo 24 horas antes estaba de fiesta por haber ganado la sede de los Juegos Olímpicos del 2012. Después de un día de lluvia había salido el sol, evento que los británicos suelen celebrar con primitivo fervor (como en el Here Comes the Sun de Los Beatles), pero nadie estaba para festejos. Todavía quedaba por delante la travesía de vuelta a casa en una ciudad sin subte, con escasos autobuses y un servicio más que irregular de trenes. Algunos decidieron que no era el mejor día para usar el transporte público. Otros, como los dos ingleses que se sentaron enfrente de este cronista en un tren al sur de la ciudad, lo tomaron con cierto estoicismo. “No se puede parar la vida. Hay que seguir. Es lo que nos toca a nosotros. En la Segunda Guerra Mundial tuvieron los bombardeos o el Día D. Nosotros tenemos esto”, decía un pelirrojo cuarentón con pinta y vocabulario de abogado. El otro se refugiaba en las estadísticas. “Lo cierto es que al 99,99 por ciento de los pasajeros que viajaron hoy no les pasó nada.” Magro consuelo para un día de terror. Pobre esperanza para un futuro incierto.
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