Vie 08.07.2005

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINION

Bombas

› Por Horacio Verbitsky

Primero Estados Unidos, enseguida España, ahora el Reino Unido. En los tres casos la característica central de los ataques cuyas víctimas se cuentan por decenas, centenas o miles es su precisa indiscriminación. Población civil no beligerante es elegida como blanco, en su lugar de trabajo o en un medio de transporte público colectivo. Quienes reivindican estos atentados terribles suelen celebrar la muerte con el júbilo y los adjetivos de la venganza. La racionalidad que los guía busca poner condiciones a los gobiernos definidos como enemigos o aterrorizar a su población, para que ésta a su vez paralice la mano de sus autoridades, cuyas políticas se objetan.
El asesinato colectivo de personas ajenas a cualquier conflicto es éticamente injustificable. Esto vale tanto para agentes estatales como no estatales (ya sea el bautismo de fuego de la Aeronáutica y la Marina sobre la ciudad abierta de Buenos Aires hace medio siglo; los campos de concentración de Hitler o Videla; las masacres israelíes de Sabra y Shatila; los bombardeos de Estados Unidos sobre Afganistán e Irak; el atentado contra la AMIA o los ataques de Al Qaida, Hamas, las AUC o las FARC contra población civil). La selección de las víctimas es tan arbitraria que hasta puede incluir a quienes simpaticen con los objetivos políticos de los atacantes. El único sobreviviente del trolebús bombardeado el 16 de junio de 1955 era un empecinado antiperonista, y en los próximos días las agencias noticiosas contarán los casos de los muertos y heridos en el subte y el ómnibus de Londres que rechazan el alineamiento automático del gobierno de Tony Blair con Estados Unidos. Ninguno de estos actos pueden compararse con los de las organizaciones político-militares argentinas de la década de 1970 que, como parte de una escalada que no iniciaron, atacaron a oponentes también armados salvo contadas excepciones a una regla general explícita, pero no ejercieron en forma indiscriminada el terror, como deja en claro hasta la pobreza de ejemplos ofrecidos por quienes pretenden lo contrario. Funcionarios y propagandistas de la dictadura defendieron el empleo de la tortura por la necesidad de llegar a un colegio con centenares de niños antes de que estallara una bomba ya colocada. La falacia consiste en que ninguna organización revolucionaria argentina puso una sola bomba en un colegio, ni en un subte, ni en un tren, ni en un ómnibus, ni en un edificio de oficinas.
Los avionazos del 11 de septiembre de 2001 fueron el fundamento empleado por George W. Bush para anunciar la doctrina del empleo preventivo de la fuerza y ponerla en práctica sobre países que poseen grandes reservas energéticas. Incluso llegó a sospecharse sobre la verdadera autoría de esos atentados, dados los viejos nexos entre los mujaidines afganos y los organismos estadounidenses de inteligencia y entre las familias Bush y Bin Laden. Estas dudas se acrecentaron con la oportuna aparición del ubicuo Osama en la semana culminante de la campaña reelectoral de Bush. También han detonado un retroceso espantoso en la vigencia de derechos y garantías que las sociedades más avanzadas conquistaron en dos siglos. La onda expansiva retrógrada se propaga luego, desde los temas propios de la seguridad en la denominada guerra contra el terrorismo hacia otros que sólo forzando la realidad pueden vinculárseles, y desde Estados Unidos hacia el resto del mundo. Dos ejemplos recientes son la decisión de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos que ordenó el encarcelamiento de periodistas por negarse a revelar las fuentes de una información no vinculada con Al Qaida sino con los argumentos falaces invocados por Bush para invadir Irak y el documento del Pentágono que postula enmendar la ley Posse Comitatus que, desde 1878, garantiza las libertades de los ciudadanos estadounidenses al separar la esfera de acción de las Fuerzas Armadas (cuya tarea es destruir de inmediato a un enemigo externo) y las fuerzas de seguridad, cuyos funcionarios deben minimizar el uso de lafuerza y proteger los derechos de todos. A ello aludió ayer José Luis Rodríguez Zapatero, al expresar su deseo de que la acción policial y judicial y la cooperación internacional derrotaran al terrorismo y demostraran la superioridad de la democracia.
De este modo, el efecto de golpes ciegos como los de ayer en Londres es el opuesto al que se declama y sólo conviene a quienes teóricamente se repudia.

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