EL MUNDO › OPINIóN

Una victoria inscripta en una historia

 Por Gabriel Puricelli *

Ante la elección de José Mujica y Danilo Astori es necesario rechazar cualquier análisis que descarte con suficiencia la importancia de ponerlas en perspectiva histórica y se contente con sentenciar que “estaba cantada”. Por el contrario, el triunfo frenteamplista representa la superación de una valla más en la construcción de la coalición de izquierdas: la de hacer que el ejercicio del gobierno no se tradujera en desencanto y lograr que dos de sus dirigentes fueran sucedidos por otros al frente de la democracia oriental. El ciclo electoral de este año sometió al Frente Amplio a un test más exigente que el que afrontaron en su momento sus familiares ideológicos, apoyados por alianzas electorales y de gobierno que van más allá del centroizquierda, en Brasil (donde la Constitución le permitió a Lula sucederse a sí mismo) y en Chile (donde Michelle Bachelet llegó como la tercera socialista a ocupar La Moneda). Estudiando la trayectoria de casi cuatro décadas de la fuerza fundada por Líber Seregni, se podría arriesgar que el único desafío que le queda por acometer es el de pasar la consigna a un futuro candidato que inevitablemente no será parte de la generación de los fundadores de la fuerza.

Los méritos del gobierno de Tabaré Vázquez (en el que, no lo olvidemos, Mujica y Astori ocuparon ministerios importantísimos) son muchos, pero tal vez haya un aspecto que haya sido indispensable para perfeccionar la imbricación de la identidad frenteamplista con el ethos uruguayo, si se nos permite hablar de tal: la mejora de los niveles de igualdad social en un país que había perdido hace medio siglo la capacidad de promoverla. Uruguay se había asomado a la posibilidad material del igualitarismo de manera precoz bajo el gobierno de José Batlle y Ordóñez (otro Pepe al que le tocara ejercer la presidencia), pero tenía inscripta en sus genes esa aspiración desde la gesta independentista, que tuvo en el general Artigas al libertador más preocupado por la justicia social que diera su generación. Los correligionarios colorados del Pepe Batlle se encargaron de archivar su proyecto y los blancos a los que les tocó gobernar (a los mejores una historia perversa les negaría esa posibilidad) actuaron del mismo modo. En ese sentido se puede decir (con un trazo grueso que tal vez conlleve alguna injusticia) que la segunda mitad del siglo XX uruguayo fue la de la constitución de ese “Partido Rosado” que no le pudo hacer frente ayer a la mayoría que decidió votar por sus mejores tradiciones, plebiscitando al gran partido más joven del país.

La política uruguaya no puede ser declinada en clave argentina, pero sería un exceso de esnobismo omitir el empeño puesto por el derrotado Luis Lacalle en ser el Carlos Menem uruguayo. En una campaña que lo vio arrancar ya debilitado, no sólo por su segundo puesto en la primera vuelta sino por haberle hecho perder al Partido Nacional muchísimos parlamentarios, sólo echó mano del miedo como latiguillo y desempolvó un macartismo que ni siquiera tuvo la elegancia estilística del que es marca registrada del también ex presidente Julio María Sanguinetti. A contramano del nuevo consenso latinoamericano que, con matices marcadísimos, reivindica la utilidad del Estado para dinamizar la economía, Lacalle insistió en su fe neoliberal y remató su peripecia con propuestas de “mayor represión”.

Mujica y Astori tienen un desafío enorme por delante, pero reciben una herencia de buen gobierno que los pone en carrera con impulso. El definitivo eclipse de Lacalle en el Partido Nacional y la reflexión que se impone entre los colorados con respecto a la conveniencia de decolorarse en una excesiva intimidad con los blancos los ayudarán sin dudas a encarar la nueva etapa sin necesidad de preocuparse por un buen tiempo por sus adversarios.

* Co-coordinador del Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net/).

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