Lunes, 14 de noviembre de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
La idea es osada, sencilla y obvia: para terminar con el control de vastas áreas de la ciudad dominadas por pandillas de narcotraficantes, nada mejor que realizar una ocupación militar que expulse a los criminales, restablezca el orden y la ley, y luego facilite una serie de recursos hasta ahora inexistentes, con programas sociales bien estructurados, que van de la apertura de campos de deporte a puestos de salud y guarderías, además de otros instrumentos de rescate de la ciudadanía. En cada cerro ocupado se instala una Unidad de Policía Pacificadora, que convivirá con los habitantes dentro de las reglas mínimas de respeto mutuo, sin violencia, sin atentar contra la dignidad de las gentes y respetando los derechos básicos de cada uno. Una policía honesta, cuya acción será rigurosamente balizada por la ley.
Dicho así suena –al menos en las ciudades brasileñas– como algo muy cercano al paraíso. Existen en Río alrededor de mil favelas, habitadas en su totalidad por más de un millón de trabajadores. La mayor parte de ellas (52 por ciento) vive bajo el yugo de las “milicias”, es decir, pandillas paramilitares que se imponen a los moradores por la violencia absoluta. Otra parte, un 30 por ciento, vive bajo el yugo de las pandillas de narcotraficantes, cuya crueldad rivaliza con la de las “milicias”. En todas impera la omisión absoluta del Estado: sus moradores viven bajo el poder de un Estado paralelo, integrado por criminales de uno o de otro bando, es decir, la policía corrupta de las “milicias” o los bandos de narcotraficantes.
Hace poco más de dos años, el gobernador del estado de Río, un parlanchín de amistades raras y hábitos peculiares llamado Sergio Cabral, decidió implantar las UPP en los cerros de la ciudad. Con la de Rocinha van 19. Si uno observa el mapa de Río se dará cuenta de inmediato de que esas instalaciones policiales arman un cerco a los puntos principales que concentrarán actividades en el Mundial de 2014 y en los Juegos Olímpicos de 2016. Es la principal tarjeta de visitas de Cabral en sus aspiraciones políticas futuras, que no se sabe bien cuáles son pero seguramente serán muy ambiciosas. Pasado ese tiempo, la búsqueda de resultados concretos de la acción de las UPP muestra resultados más bien dudosos.
Para empezar, el tráfico de drogas no cesó, ni mucho menos. Sigue muy activo, y la mejor prueba de eso es que el precio de la cocaína y de la marihuana no subió. La novedad es la ausencia, en las callejuelas de las favelas, de muchachos fuertemente armados imponiendo su propia ley y su propia noción de orden. Otra novedad ha sido la valorización de los inmuebles vecinos a las favelas ocupadas, que en algunos casos llega a 40 por ciento en menos de año y medio. Todo lo demás no sucedió. Es decir, no hubo la instalación de instrumentos de rescate de ciudadanía, no hubo mejora en la colecta de basura, en la legalización de inmuebles, en la prestación de servicios básicos. Faltan puestos de salud, cuadras deportivas, guarderías. En una de las primeras favelas ocupadas se instaló Internet de alta velocidad inalámbrica, pero no hay computadoras en la escuela. Todo suena a vidriera vacía de contenido. Y para colmo volvió la gruesa corrupción de la policía. Se había anunciado que los contingentes destinados a las UPP serían formados por recién egresados de las academias de policía. De ser cierto, ya egresaron con todos los vicios que se intentó reprimir: en las UPP están los efectivos que reciben propina de las pandillas de narcotraficantes para que les dejen actuar en paz –eso sí, siempre que sin exhibir armas pesadas–, y para que pasen informaciones anticipadas de eventuales acciones de inspección. El paraíso sigue lejos, pero el infierno –siempre tan temido– ahora parece más suave.
De todo, una lección: entre la pantalla y la acción, a las clases medias les encanta la pantalla. Duermen en paz mientras sus inmuebles se valorizan, y en los cerros los habitantes pasan a ser atracción turística. Nada cambió de verdad, pero la vida se hizo más leve.
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