Mar 12.03.2013

EL MUNDO • SUBNOTA

Muertos más, muertos menos

› Por Ernesto Semán *

La forma en la que el gobierno venezolano manejó la enfermedad de Hugo Chávez mereció una ola de críticas, no sólo entre sus opositores sino entre amplios sectores democráticos interesados en la libertad de expresión en América latina. La materia en cuestión –la manipulación de su muerte– reactivó una metáfora abarcadora con la que se describe al chavismo y a los gobiernos denominados populistas, con o sin cáncer para ocultar: un régimen que administra la información como los totalitarismos comunistas. La nota que Santiago O’Donnell publicó en estas páginas, “No estuvo bien”, recorre ese argumento. La metáfora es poderosa. Remite al engaño de masas. Es un recuerdo del oscurantismo asociado con el terror de Estado. Y, por sobre todas las cosas, es falsa.

Hay una prevención obvia ante cualquier análisis comparativo: cuando dos regímenes políticos son parecidos “salvo” porque uno aniquila a once millones de personas y el otro no, es porque no son parecidos. De lo contrario se transforma en un razonamiento por el absurdo, que pone a Hitler y al actual alcalde de Nueva York en un mismo partido porque ambos promovieron campañas contra el cigarrillo, y al autor de esta nota en la misma liga de Carlos Tevez porque hablamos inglés igual de bien. La tentación de la metáfora comunista no sólo termina por ocultar más que lo que muestra; sobre todo, habla de los imaginarios con los que nosotros analizamos la política contemporánea.

Esa recurrencia metonímica al totalitarismo para hablar de los movimientos nacional-populares se apoya en una de las grandes tragedias de América latina durante el siglo XX. Los líderes que abrazaron el pensamiento liberal impulsaron transformaciones sociales bajo el imaginario de sociedades democráticas, pero temieron que el caos de esos cambios abriera las puertas a demagogos autoritarios que retrotrajeran la región a un pasado oscuro y opresivo. En casi todos los casos, los intentos por corregir las presuntas desviaciones autoritarias de los procesos de reforma social terminaron por eliminar la reforma social por completo, alentando al mismo tiempo un autoritarismo mucho mayor que el que buscaban combatir en primer lugar. Y por cierto, mucho más cerca del totalitarismo que habían construido en su imaginación.

La analogía va siempre acompañada de un contraste entre el comunismo y una aparente normalidad. O’Donnell describe la acción del gobierno venezolano como el seguimiento “a rajatabla del modelo totalitario propagandístico de las dictaduras china y soviética”, opuesta a lo que ocurre en el resto del mundo, donde “cuando una persona importante se enferma, ni hablar el presidente, se estila que el médico que lo trata o el jefe del equipo médico informe periódicamente sobre el estado de salud del paciente”.

La evidencia histórica sugiere una realidad muy matizada. Franklin Delano Roosevelt gobernó más de doce años con polio y tras ocho de mandato, cuando Estados Unidos entró en guerra, un 80 por ciento de los norteamericanos ignoraba por completo su enfermedad, merced a una cuidada e infinita puesta en escena del gobierno, la oposición y los medios de comunicación. Peor aún, nadie fuera de su círculo íntimo supo de los dolores de sus dos últimos años de vida, lo cual permitió disimular en público su deterioro y participar en la Cumbre de Yalta, pero evitó corregir los (más que probables) errores de su médico al no diagnosticarle la expansión de un melanoma fatal. Una interconsulta quizás habría salvado su vida. Un presidente en su plenitud quizás habría negociado otros términos para la posguerra y la mismísima división de Europa habría sido distinta.

John Fitzgerald Kennedy padecía de una multitud de dolores que lo inhabilitaron para ejercer sus funciones durante varios períodos, algo que sólo se supo años después. Si una de sus memorables lumbalgias hubiera aparecido durante la crisis de los misiles con Cuba, la negociación con la Unión Soviética habría quedado técnicamente en manos de Lyndon Johnson, que en ese momento conocía poco y nada del mundo (y que cuando por fin incursionó en la política global como presidente, lo hizo al costo de millones de vidas). Ronald Reagan gobernó buena parte de su segundo mandato con Alzheimer y negoció el fin de la Guerra Fría en esa condición, algo que se ocultó al público hasta mucho después de su partida. Frente a la idea de que los médicos informan “periódicamente sobre el estado de salud del paciente”, los datos sugieren que, en verdad, la información sólo es pública cuando no hay mucho que informar, como en el caso de Barack Obama, un presidente norteamericano con la presión sanguínea de un budista zen.

Pese al memorable cuento de Roberto Fontanarrosa sobre el camarada Feodorovich, que gobierna embalsamado mucho después de su muerte, el terror de Estado que impuso el comunismo en la Unión Soviética tuvo otro perfil. Lenin, quien concentró como pocos el poder político y militar en sus manos, sufrió tres infartos en sus últimos dos años de vida, que le produjeron una afasia y una progresiva parálisis, pero sólo quedó incapacitado para gobernar en los últimos meses antes de morir. Su fallecimiento en 1924 se conoció de inmediato. Stalin murió en 1953 tras cinco días postrado luego de lo que pudo haber sido un infarto. Durante esos días, la cadena nacional informó cada ocho horas con reportes que incluían pulso, presión sanguínea y temperatura (increíblemente, la información distribuida parece haber sido cierta).

La manipulación informativa sobre Stalin fue previa, desde que su salud empeoró tras la Segunda Guerra Mundial. La correspondencia con la camarilla soviética durante sus últimos años de vida es uno de los textos más bizarros del totalitarismo; incluye intercambio de recetas, consejos para los dolores de espalda y una retahíla de quejas por muelas corroídas, diarreas y úlceras sangrantes cuya difusión atentaba tanto contra la seguridad de Estado como contra el buen gusto. Nikita Khruschev fue eyectado de su mandato en vida, casi de milagro. La salud de Brezhnev (o la falta de la misma) fue manipulada durante todo 1982 hasta su muerte, al igual que la de Andropov en sus últimos meses. El deterioro de Chernienko se ocultó unos meses, pero el premier soviético siguió gobernando desde el hospital, más limitado por el descalabro de la URSS que por el de su propio cuerpo. Gorbachov salió del Kremlin a los tumbos, pero por sus propios medios.

Como se ve, la información sobre la salud de Chávez, que no fue transparente, pero cuyo cáncer se hizo público al menos desde su primera operación, se presta a muchas más analogías que la comunista. Pero como O’Donnell deja en claro en la segunda parte de su nota, la información sobre su salud es la metáfora de una analogía a su vez más general entre el chavismo y el comunismo como regímenes políticos. La comparación es recurrente en toda América latina y su abundancia tiene que ver, más bien, con nuestros marcos de referencias usuales, asentados en un discurso público y una teoría del conocimiento que desde los años ’40 propusieron la mirada prescriptiva de una oposición tajante entre sociedades tradicionales (comunistas, populistas, opacas) y sociedades modernas (democráticas, liberales, transparentes), cuando la evidencia sugiere realidades mucho más fluidas, diferenciaciones menos claras, sobre todo cuando se trata de la relación entre aquellos que detentan el poder y aquellos que tienen derecho a la información para tomar decisiones responsables. El mayor problema con la analogía del comunismo soviético no son “tanto” los once millones de muertos (los estudios recientes ubican a Stalin con esa cifra, en segundo lugar en una competencia improbable como el mayor genocida de la historia, detrás de Hitler con doce, aunque la cuenta no incluye las hambrunas, que colocarían a Mao por encima de los dos), como el hecho de que las falencias populistas son las propias de la expansión de la acción democrática, mientras que la lógica totalitaria supuso la eliminación de esa acción, en nombre de un destino comprensible desde el Estado a partir de hacer observar la evolución irremitente de La Historia.

Los gobiernos populistas de la región tienen varias asignaturas pendientes, entre otras, a la hora de no sólo garantizar sino promover información diversa e irrestricta. Pero la opacidad de esa parte de la vida social no es mayor en América latina que en el resto del mundo, aun si es distinta, y lo que se idealiza como contraposición, lo que se hace fuera de “Corea del Norte, Irán, Cuba y países por el estilo,” presenta problemas no menos importantes. El mayor atropello al orden jurídico internacional desde el final de la Guerra Fría recibió aprobación de las Naciones Unidas luego de que el secretario de Estado norteamericano expusiera de forma institucional, pública, democrática y televisiva algo parecido a un frasquito de mermelada conteniendo las armas de destrucción masiva que Saddam Hussein jamás produjo. Que la libertad de prensa ejercida a pleno puede ser un formidable medio para instalar el terror a escala global nunca quedó mejor demostrado.

América latina tiene una larga tradición republicana que nutre y precede a los populismos, con un énfasis en la igualdad y los derechos sociales como principios soberanos que ha enriquecido no sólo al sistema interamericano sino también las bases de la democracia liberal. La idea de libre expresión como libertad de prensa “contra” el Estado es una convicción fuertemente instalada en Occidente, inscripta en la primera enmienda de la Constitución norteamericana, y grabada a fuego en la lucha contra las dictaduras en América latina. Pero no es un concepto divino (esa parte de la primera enmienda, de hecho, se ancla en una disputa muy terrenal entre el gobierno colonial y los mercaderes de Nueva York sobre quién informaba la llegada de los barcos alrededor de 1730). Hoy, esa mirada no sólo es limitada para garantizar la libre expresión en sociedades más heterogéneas y frente a desigualdades producidas en una esfera económica que se presenta cada vez más por arriba de cualquier definición de bien común, sino además que tiende a acentuar el problema que busca solucionar. Como en tantas otras asignaturas pendientes de esta década, las respuestas a las carencias de los gobiernos populistas habrá que buscarlas en la lógica democrática y caótica de la que estos movimientos emergen, y no en la mirada normativa de la Guerra Fría con la que se los intentó combatir.

* Historiador y escritor.

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