EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Terminada la semana en que Brasil y especialmente su ciudad más emblemática, Río de Janeiro, vivieron la fiebre de la “papamanía”, un balance inicial señala una constatación preocupante y un alivio evidente. La constatación: todo lo que se refirió a la organización y a la preparación para un evento de esas dimensiones se revelaron un desastre olímpico. El alivio: no ocurrió ninguna manifestación violenta cerca del Papa de los católicos.
Hubo, en estos días, lo que los brasileños llaman “un baño de multitud”. La visita del Papa reunió en Río a alrededor de 3 millones de personas solamente ayer. Otro tanto se había reunido el sábado. Francisco ya es un Papa Pop.
Los números no están cerrados, pero los primeros cálculos indican que la ciudad recibió poco más de dos millones de turistas, de los cuales unos 350 mil llegaron del exterior. En total, los visitantes inyectaron en el comercio local unos 800 millones de dólares.
Para semejante contingente, es poco. Pero, al fin y al cabo, más que turistas fueron peregrinos. Y los peregrinos, sabemos todos, suelen tener hábitos (y gastos) muy austeros.
La organización de las Jornadas Mundiales de la Juventud primó por sus fallas. Ya en el primer día, y por una confusión entre los servicios de organización e inteligencia, ni organizados y mucho menos inteligentes, el automóvil que conducía a Su Santidad se vio atascado en un embotellamiento en pleno centro de Río. Como prueba de que Dios existe y es brasileño, no le pasó nada al Papa argentino. Pero el riesgo corrido supera los límites del absurdo.
Los tickets de alimentación no eran aceptados por los restaurantes, el transporte público entró en colapso y el tránsito se hizo una muestra de lo que será el infierno. Las comisarías de la policía registraron un robo a turistas cada diez minutos. Nada grave, dicen los responsables por la seguridad. Claro: ellos no fueron robados. Los turistas piensan diferente.
Los violentos choques entre manifestantes y policía pudieron ser mantenidos lejos de Su Santidad. Y el desfile de mujeres semidesnudas y parejas del mismo sexo besándose desaforadamente, defendiendo el matrimonio igualitario, el derecho al aborto y el uso de métodos anticonceptivos que vayan más allá de la castidad impuesta por el Vaticano como único permitido, no hizo más que asombrar a los peregrinos: el Papa ni se enteró.
Su Santidad deja, como líder espiritual, un poco de renovado aliento a los creyentes del país de mayor población católica en el mundo. Y como se trató de una visita oficial –el Papa es también jefe de Estado del Vaticano– es natural que se busquen vestigios de resultados en el campo de la política, de la economía o de las relaciones entre él y el gobierno brasileño. Dadas las peculiaridades del Estado que el papa Francisco representa –en realidad, un espacio geográfico que se resume a una plaza y algunas construcciones imponentes, y cuya población permanente no supera la capacidad de un par de estos aviones que todas las noches cruzan el Atlántico–, lo más razonable es intentar analizar las consecuencias de su visita en el ámbito político local.
El Papa llegó a Brasil en un momento delicado, con el país sacudido por una insólita secuencia de multitudinarias marchas de protesta, la economía titubeante y la presidente Dilma Rousseff enfrentando presiones de todos los lados y defecciones entre sus aliados. Una palabra de Su Santidad proferida fuera de tono podría servir de munición para la oposición y muy especialmente para los grandes medios de comunicación, que hostigan un día sí y el otro también al gobierno.
Bueno, el Papa incitó a los jóvenes a seguir protestando y creyendo en la posibilidad de cambiar la realidad. Dilma había reiterado que las protestas son legítimas, y aseguró que sabría oír la voz de las calles. El Papa exigió de los políticos que trabajen por los verdaderos intereses del pueblo, especialmente de los más necesitados. Dilma pelea con uñas y dientes para lograr una reforma política que el Congreso resiste en admitir. El Papa denunció la corrupción y demandó que sea combatida de manera cabal. Dilma advierte que seguirá atenta a cualquier desvío de conducta en su gobierno.
Es lícito suponer que el discurso del gobierno dirá que el Papa reconoce sus esfuerzos y que están juntos en su lucha, y es igualmente lícito suponer que la oposición dirá todo lo contrario. O sea, que el Papa puso en relieve los errores y las fallas del gobierno.
La verdad es que, por ahora, nada de eso tendrá mayor importancia. La cuestión será el año que viene, en la campaña electoral. Seguramente no sólo católicos sino, también, las sectas evangélicas que se reproducen a cada semana se lanzarán con ganas contra el aborto, el matrimonio homosexual o la adopción de niños por parejas del mismo sexo.
Entonces, católicos y pastores electrónicos se darán las manos, y el blanco preferencial serán los candidatos progresistas.
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