Lunes, 10 de marzo de 2014 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Jorge Wosniak *
Desde su independencia en 1991, Ucrania asumió el carácter de territorio de transición y de cruce de intereses entre las potencias occidentales y Rusia, además de ser un Estado muy frágil. En primer lugar, la existencia de una numerosa población (casi un cuarto de los 50 millones de habitantes) que se definía como étnicamente rusa, población que está concentrada principalmente en el este y sur del país, y donde en un primer momento se planteó la integración con Rusia o la independencia. Esto fue lo que ocurrió con Crimea, hasta que fue reincorporada en 1995. Además, la desintegración del mercado soviético hizo colapsar la economía: durante los noventa el PBI cayó más de un 50 por ciento.
Esta fragilidad institucional llevó a los grupos gobernantes a tomar diferentes medidas para tratar de mantener la unidad. La adopción de una constitución unitaria y la prohibición de la doble nacionalidad dejó expuesta a la minoría ucranio-rusa a la discrecionalidad de las autoridades nombradas por el gobierno central y sin la posibilidad formal de recurrir a un apoyo externo.
Para “ucranianizar” esta sociedad heterogénea se comenzó a imponer el uso de la lengua ucraniana: para ingresar a la universidad se debía primero aprobar un examen de lengua nacional; los carteles bilingües en la zonas rusófonas fueron reemplazados por otros en ucraniano y se suprimieron las transmisiones televisivas en lengua rusa. Al mismo tiempo se trató de lograr una cohesión nacional mediante la reescritura de la historia: aquellos personajes o grupos que en el pasado lucharon contra Rusia o los soviéticos pasaron a ser considerados luchadores por la liberación nacional. Así, el gobierno de Yushchenko proclamó entre 2008-2010 como héroes nacionales a reconocidos colaboracionistas nazis sólo porque habían combatido a los soviéticos.
Sin embargo, estos proyectos de ingeniería social fueron duramente cuestionados desde el principio. En los noventa, el Partido Comunista de Ucrania se había convertido en la principal fuerza política del país, aunque sin el número suficiente para formar gobierno: su proyecto de recrear una federación con Rusia y otras ex repúblicas soviéticas parecía comprometer la recién lograda independencia. Además, su propuesta de otorgarles autonomía cultural y administrativa a las regiones también chocaba con el proyecto que se había realizado.
La estabilización económica a principios del siglo XXI dio nuevos aires a los grupos nacionalistas y fue acompañada por un rápido descenso electoral del Partido Comunista. Sin embargo, los disconformes pronto se nuclearon en el Partido de las Regiones, que coincidía con algunas de las propuestas del PC. El triunfo de su líder Yanukovich a fines de 2004 dio lugar a una masiva movilización en Kiev y otras ciudades occidentales bajo acusaciones de fraude, con la ocupación de plazas y calles por semanas enteras; la llamada Revolución Naranja, que fue financiada por ONGs extranjeras, concluyó con nuevas elecciones y el triunfo del candidato opositor. La victoria de Yushchenko implicó una ruptura con la política pendular entre Rusia y Occidente de todos los gobiernos anteriores, que permitía la obtención de concesiones o ayudas por parte de una de las partes cuando parecía que había un excesivo acercamiento hacia la otra.
Yushchenko buscó una integración plena en Europa Occidental, incluyendo el ingreso en la OTAN, que sólo fue dejada de lado frente a la posibilidad de un referéndum desfavorable. La sistemática política antirrusa de Yushchenko generó profundo rechazo en las regiones del sur y este del país, pero fue muy popular en las provincias del centro y oeste. La crisis internacional iniciada en 2008 desprestigió a los grupos gobernantes y permitió el triunfo del Partido de las Regiones en 2010. Esto significó el fin de la sistemática discriminación cultural hacia los ucranianos que se identificaban como rusos; se restableció el bilingüismo a nivel regional, aunque no cumplió con su promesa electoral de establecerlo a nivel nacional. Sin embargo, en otros aspectos la administración de Yanukovich implicó una vuelta a la política pendular de los gobernantes anteriores, rechazando profundizar un acercamiento a la OTAN pero aceptando la posibilidad de una integración al mercado eurooccidental, al mismo tiempo que se buscaban concesiones para un mejor ingreso al mercado ruso y un menor precio por el gas. Sólo la persistencia de la crisis económica y la falta de apoyo occidental puso punto final a la ambigüedad: la concesión de 15 mil millones de dólares por parte de Moscú implicó la adopción, finalmente, de una clara política prorrusa por parte de Yanukovich. La rebelión de los sectores ultranacionalistas, incapaces de ganar las elecciones, logró destituir al presidente, violando todas las disposiciones establecidas en el artículo 111 de la Constitución. La acusación de corrupción presidencial pierde credibilidad, además, cuando la ex primer ministro Timoshenko, condenada por comprobados actos de enriquecimiento ilícito pero partidaria de una total integración con Occidente, fue liberada poco después del golpe.
El conflicto en Ucrania, además de factores internos, responde al cruce de los distintos intereses de las potencias vecinas. Por un lado, la incorporación de Ucrania a la Unión Europea permitiría la llegada de cientos de miles de inmigrantes que se convertirían en un factor de presión sobre los sindicatos para poder aplicar mayores medidas de corte neoliberal, ajuste imprescindible si la crisis se mantiene en Occidente. Además, permitiría el acceso a un mercado consumidor potencialmente importante si crece el poder adquisitivo de la población ucraniana. Para la OTAN, sería acortar la distancia a los principales centros urbanos de Rusia; la mayor cercanía aumentaría la precisión de un ataque y disminuiría las posibilidades de intercepción en caso de un conflicto. Este último punto es precisamente el que más inquieta a los mandos militares rusos. La supuesta promesa de no extender la OTAN a los territorios de Europa Oriental luego de la disolución del bloque soviético nunca fue cumplida, pero su extensión a Ucrania es particularmente preocupante. Hay que tener presente que Rusia posee únicamente dos bases navales extraterritoriales, una en Siria y la otra en Ucrania, y ambas en países con graves conflictos internos.
Por otro lado, la caída demográfica rusa y su expansión económica a principios del siglo XXI implicaron absorber crecientes cantidades de inmigrantes de los países vecinos. Se calcula que el 10 por ciento de la mano de obra son inmigrantes ilegales, la mayoría proceden de los países musulmanes de Asia Central, lo que podría agravar los problemas con la minoría turca y musulmana si se establecen definitivamente en el país. Nada similar ocurriría con la llegada de inmigrantes ucranianos, la mayoría fácilmente asimilables. Además, Ucrania podría absorber la producción industrial rusa poco competitiva y garantizar la provisión de trigo y otros alimentos.
Para Ucrania, la integración con cada una de las partes es contradictoria. Para pertenecer a la Unión Europea habría que adecuar la infraestructura a las normas occidentales, lo que implicaría un desembolso de miles de millones de euros que difícilmente sean aportados en el corto plazo. Además, una parte significativa de la mano de obra joven migraría en busca de mejores salarios, lo cual encarecería los precios en la propia Ucrania, sumado al cierre de numerosas producciones que no podrían soportar la competencia. Sin embargo, la integración podría garantizar una protección legal a la población rusa en las cortes y en el Parlamento europeo, algo que no suelen ver los grupos nacionalistas.
Por otra parte, la integración con Rusia podría garantizar a la brevedad un salvataje financiero, aunque también podría absorber una cuota creciente de la población económicamente activa; al mismo tiempo, garantizaría un mercado para las exportaciones primarias y de una industria obsoleta. Sin embargo, significaría para los gobiernos ucranianos una tutela sobre las políticas que puedan comprometer a la población rusófona.
Frente a esta situación, queda por ver cómo cada una de las partes externas valora sus objetivos y qué tanto están dispuestos a arriesgar en una escalada del conflicto. Salvo que una de las potencias ceda frente a la otra, quedan varios escenarios posibles: el primero, una guerra civil, tal vez al estilo yugoslavo; el segundo, una partición territorial, como ocurrió con la población ruso-ucraniana que se separó de Besarabia y proclamó la República de Transnistria, y tercero, una neutralidad permanente garantizada por ambas partes. Esta última opción no contempla cómo reaccionarían los grupos derechistas más radicalizados ni aquellos sectores de la población que consideran que la integración en Europa Occidental aportaría una mejora inmediata en su nivel de vida.
Independientemente de cuál sea la forma de resolución del conflicto, lo que parece cierto es que el éxito de la política pendular de los gobiernos ucranianos siempre dependió no de la capacidad de los propios gobernantes ucranianos sino de cuánto valoraban las potencias impedir el acercamiento de Ucrania a su rival. Queda por ver cuánto están dispuestos a hacer para tratar de incorporarla definitivamente a su área de influencia.
* Docente Facultad de Ciencias Sociales (UBA), investigador del Centro de Estudios sobre Genocidio (Universidad Nacional de Tres de Febrero).
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