Jueves, 2 de julio de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Martín Granovsky
Cuba se transformó en uno de los pocos temas que un limitado Barack Obama puede desplegar sin el Congreso, sin la Corte Suprema y sin los megacomités de acción política que articulan mayorías legislativas para cercarlo. Y lo está haciendo mediante el aprovechamiento de las facultades del Poder Ejecutivo. El anuncio de que el 20 habrá una embajada cubana en Washington y una embajada de los Estados Unidos en La Habana es parte de esa política de la Casa Blanca que comenzó el 17 de diciembre pasado, con el anuncio de un diálogo entre los dos países, y tuvo su punto más alto en la Cumbre de las Américas de Panamá el 11 de abril último, cuando Obama y el presidente cubano Raúl Castro compartieron el encuentro y mantuvieron una reunión bilateral.
Después de la Cumbre de las Américas, Obama quitó a Cuba de la lista negra de países acusados de patrocinar el terrorismo. Podía hacerlo sin el Congreso. Ayer anunció otra medida para la que sí necesita mayoría parlamentaria: el fin del embargo que, según dijo, “impide que los estadounidenses hagan negocios en Cuba”. Terminar con el bloqueo debería incluir también la derogación de la ley Helms-Burton promulgada por Bill Clinton en 1996. Permite castigar a las compañías de terceros países que comercien con Cuba.
Hillary Clinton, la figura más popular entre las precandidaturas demócratas para las presidenciales de 2016, publicó ayer un tuit. Dice: “Una embajada en La Habana ayuda para comprometernos con el pueblo cubano en la construcción de esfuerzos que respalden un cambio positivo. Buen paso para los pueblos de los Estados Unidos y Cuba”.
En las palabras de Hillary puede advertirse una idea. Si la ausencia de relaciones no sirvió para cambiar el régimen político de Cuba, probemos teniendo relaciones.
John Kerry, el secretario de Estado, dijo que la reapertura de embajadas es “un importante paso en el camino de restaurar plenamente las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba, que llega un cuarto de siglo después del fin de la Guerra Fría y reconoce la realidad de que las circunstancias han cambiado”.
El argumento del anacronismo es interesante pero no agota un análisis que se entiende mejor con una breve cronología.
El 1ª de enero de 1959 se produce la Revolución Cubana, encabezada por Fidel Castro.
Ya al año siguiente el presidente republicano Dwight Eisenhower ordena un embargo sobre el comercio entre los Estados Unidos y Cuba.
El 3 de enero de 1961 los dos países rompen las relaciones que reanudarán el 20 julio próximo.
El 17 de abril de 1961 Estados Unidos produce la invasión de Bahía Cochinos, que fracasa.
Recién en 1962, tres años después de la revolución, la OEA expulsa a Cuba, el presidente demócrata John Kennedy ordena ampliar el embargo y Washington casi entra en guerra con Moscú por el descubrimiento de misiles soviéticos en Cuba.
Antes de su prosovietismo –si por necesidad o por convicción es otro tema– los cubanos protagonizaron una revolución social y nacional. Es obvio que si ese movimiento se produjo a 144 kilómetros de Miami conformaba un desafío a una de las dos superpotencias en el marco de la Guerra Fría. Pero no representaba aún la asunción de un polo de esa Guerra Fría como propio por parte de los barbudos de Sierra Maestra.
Quizás esa revolución nacional originaria explique que ayer mismo el gobierno cubano pidiera el restablecimiento de la soberanía sobre Guantánamo, la colonia que los Estados Unidos tiene en Cuba no desde la revolución sino desde 1903, cuando el flamante Estado independiente cubano debió aceptar la ocupación. Estaba prevista por la Enmienda Platt, impuesta por los Estados Unidos a la constituyente cubana para limitar la soberanía política del país que recién se separaba de España.
Puesta la historia en esa perspectiva, para el resto de los países de América Latina la apertura de embajadas significa un cambio de tono importante. En ese marco de mayor realismo sonarán más extemporáneas definiciones como las que este año lanzó el propio Obama cuando definió a Venezuela como una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos.
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