EL MUNDO • SUBNOTA › OPINION
› Por Miguel Bonasso
Antenoche recibí un llamado de La Habana que me dejó sin aliento. Un compañero argentino me avisaba: “Parece que Fidel está mal”, y de inmediato la conversación se cortó, generando un insoportable suspenso. A los pocos minutos la CNN informaba que Fidel Castro había sido operado y que por primera vez en 47 años transfería transitoriamente sus responsabilidades de Estado a su hermano Raúl.
De inmediato comencé a llamar a todos los amigos de La Habana sin resultado. Las líneas estaban saturadas. Recién a las doce de la noche logré establecer contacto telefónico con uno de los colaboradores más cercanos del Comandante.
“Las cosas son así –me dijo– como se ha informado. Tú conoces nuestra ética y la del Jefe: jamás le mentiríamos ni le ocultaríamos nada al pueblo.”
Es cierto. Recordé a Fidel, sentado en una silla, aguantando el dolor de su terrible caída al finalizar un acto, cuando anticipó el diagnóstico de los traumatólogos y le explicó al pueblo cubano (y al mundo) que se había fracturado la rodilla y el hombro derecho.
Antenoche, en el comunicado que leyó su secretario Carlitos Valenciaga, resplandecía la misma seriedad, la misma responsabilidad política, la misma precisión al hablar de radiografías, endoscopías y hasta filmaciones del inquietante sangrado que lo llevaba al quirófano. Era el estilo inconfundible del hidalgo que ha cedido transitoriamente la jefatura del Estado cubano.
El colaborador de Fidel agregó que la operación había sido exitosa y que comenzaba un proceso de recuperación. Sus palabras y el tono de su voz me tranquilizaron. El episodio era serio, grave, pero el amigo confiaba, como yo, en la fortaleza del paciente, en ese dominio extraordinario que ejerce sobre la realidad su cerebro privilegiado.
Pensé: “Fidel se va a morir cuando él lo decida y todavía no lo ha decidido”.
Recordé una conversación que habíamos tenido en el Palacio de Convenciones, hace siete u ocho meses. Parecía abstraído, lejano, pero súbitamente me miró como si regresara del futuro y confesó:
“Lo que necesito es tiempo”.
Tiempo para completar lo que él llama “la revolución energética” y le va a significar a la isla un ahorro anual de dos mil millones de dólares; tiempo para que “Cuba sea económicamente invulnerable, como ya lo es militarmente”; tiempo para reconstruir el movimiento de Países No Alineados; tiempo para operar de cataratas y pterigium a seis millones de latinoamericanos en los próximos seis años; tiempo para que los educadores cubanos del programa “Yo sí puedo” ayuden a desterrar el analfabetismo de toda América latina; tiempo para que prospere la integración latinoamericana y el ALBA.
Tiempo, en suma, para consumar una gigantesca empresa humanística que parece descomunal, imposible, para una pequeña isla sitiada de once millones de habitantes y ciento diez mil kilómetros cuadrados, que sobrevive a fuerza de dignidad, a noventa millas náuticas del monstruo. Que nadie espere encontrar aquí una “nota objetiva”: tengo el extraordinario privilegio de contarme entre los amigos personales del Comandante Fidel Castro. Es un honor que me concedió hace poco más de tres años. Antes lo miraba como todos los de mi generación desde una respetuosa distancia. Lo veía instalado en la cima de la historia mundial, pero ignoraba sus rasgos de humor, sus provocaciones y travesuras, su fidelidad de fidel hacia los amigos, su desbordada curiosidad por todo lo humano, su imaginación de navegante y sus hábitos inveterados de conspirador. Su real ternura por los desvalidos.
Una madrugada charlábamos en la sala de reuniones del Palacio de la Revolución y empezó a pronosticar lo que ocurriría a causa del gran terremoto que acababa de producirse en Pakistán. “Pronto vendrán los grandes fríos –me dijo– y los habitantes de los pueblos destruidos comenzarán a vagar sin destino en la ladera de las montañas. Habrá fracturas expuestas, gangrenas, y dolor, un indecible dolor humano. Tenemos que hacer algo.”
Pocos días después, médicos y paramédicos cubanos comenzaban a viajar a Pakistán hasta completar una generosa brigada de 2500. Que en cuatro meses atenderían a 700 mil pacientes. Que permanecerían con temperaturas bajo cero cuando los Médicos Sin Fronteras y los médicos de todas las ONG de este extraño mundo hubieran liado ya sus petates.
En febrero, diez días antes de que mi compañera Ana de Skalon muriera de cáncer en La Habana, él la visitó, como lo hacía con frecuencia.
Se iba ya, cuando se dio vuelta en la sala y le dijo inesperadamente:
–Yo sé que tú luchas, Anita, y me parece muy bien que lo hagas, porque tú y yo pertenecemos a la misma clase de seres humanos.
Ana, desde su agonía, le devolvió una sonrisa.
El día de sus funerales, cuando la condecoró post mortem como “amiga de Cuba”, me llevó a comer con él. No habló de Ana durante el almuerzo, pero mientras me acompañaba a los ascensores, me dijo con una voz inaudible.
–Imagínate lo que sufres tú, lo que sufrió Anita y multiplícalo a nivel universal por los millones que sufren.
Entendí, entonces, lo que le había dicho alguna vez a su amigo Hugo Chávez, que él no creía en la trascendencia del alma, pero aceptaba que el presidente venezolano lo incluyera entre los cristianos.
Hace pocos días estuve con él aquí, en Córdoba, en la Cumbre del Mercosur. Lo acompañé en el acto, en la visita a la casa familiar del Che en Alta Gracia y en un almuerzo tardío el mismo día de su partida.
Hablamos de todo un poco, junto con otros amigos cubanos y argentinos. Hasta de vinos. De tintos que él saboreó con nosotros.
No soy clínico, pero lo vi bien. Animado, optimista. Contento porque a sólo 24 horas de finalizada la Cumbre ya le había comprado a nuestro país cereales y alimentos por 100 millones de dólares. En el palier del hotel saludó a todos los miembros de la embajada cubana y a los policías federales y de Córdoba que lo habían custodiado y querían retratarse con él.
Luego se fue, envuelto como siempre en multitudes. Así lo quiero ver, muy pronto, arropado en el cariño y la admiración que se merece.
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