Jue 11.01.2007

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINION

La misma historia

› Por Robert Fisk *

Así que a la tumba de Irak, George W. Bush, su comandante en jefe, mandará otros 20.000 soldados. La marcha de los tontos continúa.

Habrá plazos, topes, objetivos tanto para Estados Unidos como para los sátrapas iraquíes. Pero la guerra contra el terrorismo todavía se puede ganar. Venceremos. Victoria o muerte. Y será muerte.

El anuncio del presidente Bush hizo sonar todas las campanas. Un billón de dólares de ayuda extra para Irak, a cuenta del éxito futuro, mientras el poder chiíta en Irak –todavía debemos llamarlo “el gobierno democrático”– marcha al unísono con los mejores hombres y mujeres de Estados Unidos a restaurar el orden e infundir miedo a los corazones de Al Qaida. Llevará tiempo –o sí, años, por lo menos tres, dijo esta semana el comandante de Washington en el terreno de operaciones, general Raymond Odierno–, pero se cumplirá la misión.

Misión cumplida. ¿No fue ésa la muletilla, hace casi cuatro años, en el solitario portaaviones por el que se paseaba Bush en su mameluco de aviador? Sólo unos meses después, el presidente les envió un mensaje a Osama bin Laden y la insurgencia iraquí. “¡Los estamos esperando!”, gritó. Y se le vinieron encima.

Pocos prestaron atención a fines del año pasado cuando el liderazgo islamista de la más feroz de las rebeliones árabes proclamó a Bush como criminal de guerra pero le pidió que no retire sus tropas. “No hemos matado suficientes soldados”, anunciaron en su video.

Bueno, ahora tendrán su oportunidad. Qué irónico que el despreciable Saddam, dignificado en medio de su linchamiento, se atrevió a decir una verdad que Bush y Blair nunca pronunciaron: que Irak se había convertido en un “infierno”.

Es de rigor en estos días invocar la memoria de Vietnam, las falsas victorias, el conteo de cadáveres, la tortura y los asesinatos, pero la historia está plagada de hombres que pensaron que podían arrebatarle una victoria de las fauces de la derrota. Napoleón se me viene a la cabeza; no el emperador que se retiró de Moscú, sino el hombre que creyó que los guerrilleros salvajes de la España podrían ser liquidados. Los torturó, los ejecutó, armó un gobierno local con Al Malikis. Acusó a sus enemigos, a los señores Moore y Wellington, no sin razón, de apoyar a los insurgentes. Y ante la inminencia de la derrota, Napoleón decidió “relanzar la maquinaria” y avanzar con la recaptura de Madrid igual que ahora Bush pretende recapturar Bagdad. Por supuesto, la aventura terminó en desastre dos años más tarde. Y George Bush no es Napoleón Bonaparte.

No, yo me fijaría en otro político, menos histriónico y mucho más moderno, un norteamericano que entendió justo antes de que Bush lanzara su invasión ilegal de Irak en el 2003, el precio de la arrogancia del poder. Por su relevancia hoy, las palabras del ex republicano Pat Buchanan: “... pronto lanzaremos una guerra imperial contra Irak con toda la fanfarria de ‘hasta Berlín no paramos’, con que los franchutes e inglesitos marcharon en agosto, 1914. Pero esta invasión no será el paseo que predicen los neoconservadores... los ataques terroristas que habrá en Irak liberada parecen tan inevitables como los de Afganistán liberada. Los militantes islámicos nunca aceptarán que George Bush dicte el destino del mundo islámico... si hay una tarea en la que se destacan los islámicos es la de expulsar poderes imperiales a través del terror y la guerra de guerrillas. Echaron a los británicos de Palestina y Aden, a los franceses de Algeria, a los rusos de Afganistán, a los norteamericanos de Somalia y Beirut, a los israelíes del Líbano... Emprendimos el camino del imperio y del otro lado de la colina nos encontramos con aquellos que habían seguido el mismo derrotero”. Pero George Bush no se atrevería a mirar a esos ejércitos del pasado, a los fantasmas tan palpables como los fantasmas de 3000 soldados estadounidenses –no nos olvidemos de los cientos de miles de iraquíes– muertos en esta guerra obscena, y los futuros muertos entre los 20.000 hombres y mujeres que Bush está mandando a Irak.

En Bagdad, se moverán entre los bastiones sunnitas y chiítas, a diferencia de dedicarse exclusivamente de los sunnitas, como hicieron vanamente este otoño boreal, porque esta vez, y vuelvo a citar al general Odierno, es crucial que el plan de seguridad sea “equilibrado”.

Esta vez, dijo, “tenemos que tener una estrategia creíble, tenemos que tirarnos en contra de los extremistas sunnitas y chiítas”.

Pero una “estrategia creíble” es lo que Bush no tiene. Los días de opresión equilibrada desaparecieron hace tres años, con la invasión. “Democracia” debió ser introducida al principio –y no demorada hasta que los chiítas amenazaran con sumarse a la insurgencia si Paul Brenner, el segundo procónsul estadounidense, no llamaba a elecciones– tal como los militares norteamericanos debieron prevenir la anarquía de abril, 2003. La matanza de 14 civiles sunnitas a manos de paracaidistas en Fallujah esa primavera –un extraño paralelismo con la matanza de 14 civiles católicos en Derry, en 1972, cometida por paracaidistas británicos– sellaron la insurgencia.

Sí, Irán y Siria podrían ayudar a Bush. Pero Teherán forma parte del fantasioso “Eje del Mal”; Siria es apenas un satélite. Eran los próximos blancos, después del éxito del Proyecto Irak. Después llegaron la vergüenza de nuestra tortura y nuestros muertos y la limpieza étnica masiva y la carnicería en la tierra que proclamamos haber liberado.

Entonces más tropas estadounidenses deben morir, sacrificadas en nombre de aquellas que ya murieron. Por supuesto que es una mentira. Los hombres desesperados siguen apostando, preferentemente, con las vidas de otros.

Pero los Bush y los Blair han experimentado la guerra sólo a través de la televisión y de Hollywood; ésa es la ilusión y la coraza de ambos. Pues bien, los historiadores se preguntarán algún día si la ceguera con que Occidente se lanzó a la catástrofe de Medio Oriente no fue producto de que ningún miembro de ningún país de Occidente –con la excepción de Colin Powell, que fue removido del escenario– alguna vez peleó en una guerra.

Los Churchill ya no están, sólo son usados como ropaje por un primer ministro británico que le mintió a su gente y un presidente norteamericano quien, ante la oportunidad de pelear por su país, decidió que su misión en la guerra de Vietnam era custodiar los apacibles cielos de Texas. Pero todavía habla de victoria, tan ignorante del pasado como del futuro.

Pat Buchanan cerró su profecía con palabras inolvidables: “La única lección de historia que aprendemos es que no aprendemos las lecciones de historia”.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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