EL PAíS › OPINION
› Por Mario de Casas *
La realización de un proyecto político para la emancipación nacional necesita un poder popular organizado y relativamente fuerte. Su construcción no puede concretarse sin establecer sólidos vínculos entre distintas expresiones político-culturales que se vienen manifestando a favor de tal proyecto.
Las frustraciones experimentadas por nuestro pueblo en los sucesivos intentos emprendidos no son sólo prueba de aquella necesidad, son también fuente de analogías con el presente. En particular la primera de ellas, consumada con la interrupción violenta del largo proceso conducido por Hipólito Yrigoyen.
Es ampliamente conocida la reacción que el yrigoyenismo produjo en los sectores conservadores y retardatarios, pertenecientes o no al radicalismo –esos radicales dejaron retoños como el actual oficialismo de la UCR–, en cambio, se conoce menos la resistencia que le opuso buena parte de la izquierda.
El Partido Comunista no dudó en calificar de “fascista” a Yrigoyen. Salvando distancias, lamentable antecedente del exabrupto de la pitonisa del bronceado eterno, profeta del Apocalipsis, cuando calificó de “fascista” al ex presidente Kirchner. No era extraño que Yrigoyen provocara la ira de aquellas conducciones dominadas por la idea fija de que la no admisión del modelo soviético equivalía al fascismo. La soberbia de los asesores rusos, que creían saberlo todo porque su país era el lugar de la primera revolución socialista, se combinaba con la conciencia colonial de quienes miraban América latina con ojos soviéticos.
Por su parte, los socialistas –salvo excepciones– habían iniciado sus actividades en la Argentina como críticos implacables del conjunto de organizaciones preexistentes, a las que denominaron peyorativamente “política criolla”, sin dar importancia a las contradicciones de esas fuerzas: las consideraban parte de un todo inferior, no civilizado, bárbaro. Excluían de ese encuadre general a la generación del ’80, cuya cultura admiraban y aspiraban continuar, y en los momentos críticos se sintieron tan solidarios con la oligarquía ilustrada como alejados de las masas radicales. Habían asimilado las ideas liberales dominantes en Europa y Estados Unidos, lo que explica su afinidad con el idealismo progresista de esa oligarquía y sus denuncias de la táctica insurreccional del yrigoyenismo.
Cuestionaron a Yrigoyen, que había abierto al pueblo las puertas del Estado oligárquico, por “falta de respeto a las instituciones” y “personalismo”: son los antecesores de algunos que en estos días reclaman en el vacío “calidad institucional” y “seguridad jurídica”. En efecto, la zoncera se repite: cuestionan la universalización de un sistema solidario de jubilaciones, aunque ese bastión se haya recuperado con la intervención plena del Congreso nacional.
Asimismo, hoy no faltan voces de la izquierda y de radicales “progresistas” que en lugar de “política criolla” dicen “populismo” y proponen reemplazarlo por una “socialdemocracia moderna”, cometiendo el mismo error que aquellos que hace cien años sólo sabían mirar al país desde Europa. Los ideólogos de la “civilización” de la “política criolla” y el “populismo” se agruparon y se agrupan según dos variantes: eligen en el muestrario internacional doctrinas y estructuras partidarias de acuerdo con valores y categorías que consideran indiscutibles o suponen que es inexorable y deseable el tránsito de la política argentina hacia un esquema abstracto de lo que debería ser la democracia. Los destinos elegidos o ineludibles y elogiados son las prácticas democráticas anglosajonas y las de los partidos socialdemócratas europeos.
Parece una constante de nuestra historia: grupos que expresan su compromiso con los sectores populares eluden el necesario punto de partida para entender y eventualmente promover la emergencia de los partidos políticos, es decir, las causas histórico-sociales que la condicionan y contribuyen a su continuidad. El desprecio de esas causas y la búsqueda fronteras afuera de partidos equivalentes o afines con vistas a establecer juicios de valor y prototipos a los que debería ajustarse nuestro sistema político explican la falta de arraigo de esos grupos en las mayorías populares, su desvinculación de la dinámica social argentina y, finalmente, su coincidencia, en los momentos críticos, con la reacción oligárquico-imperialista o, con otras categorías, del capital concentrado/centralizado-transnacionales-Estados capitalistas de países desarrollados.
Pero el yrigoyenismo y el movimiento popular que le sucedió rechazaron patrones extraños y no respondieron a ningún molde prefabricado. El atractivo que ejercieron sobre las masas tenía sus raíces en la honda necesidad sentida y compartida de una acción que emancipara y elevara a toda la Nación, es decir, en la certidumbre –más intuida que razonada– de que la liberación y el desarrollo de cada clase de la sociedad se conquistarían cuando toda la sociedad destruyera las relaciones de dependencia que la enajenaban a la oligarquía de cada época y sus socios-patrones en la/s metrópoli/s de turno. Tanto el yrigoyenismo como el primer peronismo hicieron suyos muchos de los objetivos que las izquierdas agitaban sin posibilidad de alcanzar. Pero el hacer justicia a las leyes sociales, a la cultura política y a la organización del pueblo que la Argentina debe en buena medida a las izquierdas, no autoriza a olvidar lo fundamental: que en las coyunturas de los cambios impulsados por la movilización popular se alinearon en contra y colaboraron de hecho en la preparación de golpes reaccionarios.
En nuestro país, el objetivo central de las luchas políticas ha sido y es el control del Estado. En el yrigoyenismo confluyeron y se superaron en una nueva unidad las tendencias políticas democrático-burguesas anteriores al ‘90 del XIX, mientras la oligarquía no sólo controlaba sino que se había enquistado en el Estado: había que luchar para dar un primer paso hacia su control popular. En ese contexto y en esa lucha había que ser intransigente: la abstención fue la herramienta y expresión de aquella intransigencia. Hoy, si los sectores dominantes no lo controlan, quieren controlarlo, como se vio claramente a través del conflicto desatado por la aplicación de retenciones móviles. Nuevamente es necesario ser intransigentes para asegurar el control popular del Estado, aunque los medios para materializar esa intransigencia sean otros, y deben ser otros, intentando siempre el diálogo tan pregonado y tan poco practicado.
Si hubo quienes pusieron los dos partidos mayoritarios de la Argentina al servicio de los intereses contra los que esos partidos –con sus más y sus menos– habían luchado construyendo así su identidad y quienes conduciendo otros partidos del campo popular no comprendieron el problema nacional, deberíamos ser capaces de rescatar las mejores tradiciones del radicalismo y del peronismo e integrarlas con otras expresiones populares en el desafío que implica el proceso emancipatorio que despunta en la región.
* Presidente del ENRE; fue uno de los redactores del documento de la Concertación Plural por parte de Julio Cobos.
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