EL PAíS › OPINION
› Por Oscar R. González *
Un indio, un tornero, un cura, dos mujeres y un militar mulato y socialista se han convertido en un quebradero de cabeza para muchos analistas y algunos politólogos que sufren de vértigo al advertir la drástica reconfiguración del mapa político sudamericano, un fenómeno que genera una ola de cavilaciones para encuadrar administraciones tan diversas como las de Bolivia, Brasil, Paraguay, Chile, Argentina, Venezuela, Ecuador, Uruguay y otros países del subcontinente.
Es que, con distintos estilos y matices, esos gobiernos comulgan tanto en su alejamiento del fundamentalismo de mercado de los ’90 como en la decisión de confluir regionalmente, un proceso apenas iniciado pero que ya ha dado frutos importantes: preservar la institucionalidad en Bolivia, acercar posiciones entre La Paz y Santiago, encauzar el conflicto tras la irrupción colombiana en territorio ecuatoriano.
Esos logros, sin embargo, no alcanzan para evitar que, desde un lugar de supuesto saber, se invoquen ciertas categorías canónicas de la ciencia política convencional –populismo, progresismo, socialdemocracia– en un intento de simplificar esa inédita y rica realidad. Y, para peor, con clara intencionalidad política, sectores del poder global inoculan la idea de que al sur del río Bravo conviven una izquierda razonable y sensata –en la que militarían Chile, Brasil y Uruguay– con otra perdularia y extrema, en la que estarían Bolivia y Venezuela, quizás Ecuador y, para algunos audaces, hasta la propia Argentina.
Según esta interpretación, la izquierda moderada preserva la seguridad jurídica, en tanto que la otra, imprevisible y transgresora, ahuyenta a inversores y resigna aliados poderosos. Aparece entonces la definición de populista, entendiéndose como lo opuesto a institucionalista. Ese razonamiento conduce a considerar que la legitimidad de la izquierda buena, hija de las mediaciones políticas tradicionales, es mayor que la del populismo –la izquierda mala– que, aquejado por el caudillismo, debilitaría el sistema político.
Ocurre que varios de los gobiernos populares y progresistas de América latina se gestaron en procesos históricos protagonizados por colectivos muy diversos –de indígenas, campesinos, mujeres, religiosos– que son, a la vez que fuente de legitimidad, órganos de control popular de sus gestiones. Esta complejidad de representaciones directas que se entrelazan con el sistema político formal resulta inquietante para quienes están más interesados en la condena anticipada que en la comprensión de esos procesos políticos peculiares de resistencia a las dictaduras y de recuperación de la democracia en contextos económicos sumamente difíciles, signados por la deuda y la crisis.
En la Argentina de hoy, con un paisaje de representaciones partidarias fragmentadas, el variado arco de la oposición –el centro y la derecha– basa centralmente su estrategia de acumulación política en el mero rechazo a las iniciativas del Gobierno, incluso antes de conocer su diseño definitivo, lo que esteriliza cualquier capacidad de constituirse en alternativa.
De ese modo, la más importante divisoria del escenario político se trazó a partir de las sucesivas iniciativas del gobierno de Néstor Kirchner, primero, y del de Cristina Fernández, ahora, medidas que recuperan la centralidad de la política y el rol estatal y que, por ende, tensaron las relaciones con sectores del establishment afectados no sólo en sus intereses de mercado –como las AFJP– sino también en otros aspectos: la sorda resistencia a la renovación de la Corte Suprema y al juzgamiento de los crímenes del terrorismo estatal son un ejemplo de ello.
En este contexto, la heterogénea corriente social y política progresista, popular y democrática que conforma la izquierda argentina contiene desde agrupamientos que acompañan las iniciativas oficiales cuyos objetivos comparten aun cuando provengan de una administración que no sienten como propia, hasta sectores que ejercen una crítica ritual: la que surge de confrontar las realidades cotidianas con la letra muerta de programas imaginarios.
El verdadero desafío de la izquierda está en su capacidad para aportar al despliegue de una perspectiva política y social que la excede, pero que a la vez es condición necesaria de su propio desarrollo. En recientes debates parlamentarios –la recuperación de Aerolíneas Argentinas, el restablecimiento del sistema provisional solidario–, una visión compartida que privilegia las políticas públicas progresistas logró coincidencias superadoras entre el progresismo oficialista y el opositor.
Consolidar una izquierda democrática plural que no abandone sus respectivas tradiciones –tanto la socialista como la nacional-popular del peronismo, u otras– aparece ahora no sólo como una oportunidad sino también como un desafío frente a las consecuencias de la crisis del capitalismo globalizado y es un instrumento apto y necesario para fortalecer un gobierno progresista y para garantizar la profundización de un proyecto aún inconcluso de crecimiento con inclusión social y autonomía nacional.
* Dirigente socialista, secretario de Relaciones Parlamentarias de la Jefatura de Gabinete.
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