EL PAíS › OPINION
› Por Cledis Candelaresi
Después de dieciocho años de opaca gestión privada, Aerolíneas Argentinas vuelve a la órbita pública erigiéndose en un emblema de privatización fracasada. A los desquicios oficiales que se sucedieron desde que el ministro de Obras Públicas menemista Roberto Dromi promovió su venta en condiciones desventajosas, se sumó la probada ineficiencia de los otros, la estatal Iberia primero, la privada Marsans después, para gestionar la línea de bandera que, junto a su hermana Austral, el Estado recupera ahora forzado por las circunstancias más que movido por cualquier presunta vocación de apropiación.
De alguna manera, se recupera un despojo de lo que fueron estas empresas, cuando ya estaban a punto de colapsar. A pesar de que Aerolíneas y Austral cuentan en conjunto con una atractiva caja millonaria, que a los detractores del Gobierno les hace pensar que fue el anzuelo para asumir el desafío de administrarla. El pasivo, estimado hoy en 1000 millones de dólares, es un lastre importante, aunque en gran parte se trate de deudas a favor del propio Estado y no todas exigibles en el corto plazo. Y aunque una parte pueda ser discutida por “fraudulenta”, como sugiere la ley. La calamidad de su flota fue claramente reflejada en una presentación del Tribunal de Tasación, cuando evaluó que más del 58 por ciento tenía el rango de “chatarra”. Los males no terminan ahí.
Como parte de la herencia de la privatización, Aerolíneas está fuera del clearing internacional. Hoy no tiene convenio con otras empresas que le permita derivar pasajeros para ampliar sus rutas complementándolas con las de otras compañías, un derecho que será difícil reconquistar. Los esquivos viajeros al exterior emigraron hacia otras líneas extranjeras, mientras que el cabotaje retrocedió un cuarenta por ciento en los últimos años. La oportunidad tampoco es la mejor. La crisis amenaza restringir el turismo interno y externo, alimento natural de las líneas aéreas.
El buen ánimo de sus empleados, alentados con la vuelta al Estado, quizás no sea suficiente para compensar en lo inmediato el daño de los vejámenes que los adjudicatarios cometieron con la anuencia de los gobiernos de turno. Pocos ya recuerdan el pecado original cometido hace casi dos décadas cuando se cargó sobre el propio balance de la privatizada las deudas contraídas para comprarla. Se resignó el derecho de veto a cambio de que el adjudicatario hiciera inversiones que retaceaba. Se consintió el despojo de sus activos, algo de lo que la pérdida de simuladores es un ejemplo testigo. Y se avalaron balances con cosméticas contables que muchas veces encubrieron aviesas maniobras en detrimento de las cuentas de la privatizada.
Ni siquiera el posible favoritismo del Gobierno parece garantía suficiente para levantar al gigante alicaído. Aerolíneas y Austral en manos del Estado, más que prerrogativas pueden conservar la obligación de honrar el estatus de servicio público cubriendo la totalidad de los destinos del país, de los cuales sólo dos o tres resultan rentables. Un desafío económico de envergadura, que puede terminar llevando agua al molino de competidoras tan agresivas como LAN, que consiguió morder hasta cerca del 30 por ciento del mercado doméstico.
El rescate de Aerolíneas en sí y su modalidad fueron en parte una imposición de las circunstancias, las cuales el Gobierno no administró con mucha destreza. Quiso evitarse la quiebra para garantizar la operatividad de las compañías aéreas, aunque no está claro si ésta hubiese estado efectivamente comprometida en ese caso. La onerosa salida para las arcas públicas se alumbró después de que se descubriera imposible un acuerdo con Marsans sobre un precio a pagar por las acciones: los algo más de 600 millones de dólares de valor negativo que cotizó el Tribunal de Tasación de la Nación pulverizan cualquier pacto en ese sentido.
La partida no termina aquí y el costo de recuperar la vapuleada línea de bandera todavía no puede precisarse. Quizás sea mayor si prospera el pedido indemnizatorio que los españoles tramitan en tribunales internacionales. Tal vez disminuya si algún fallo reconociera que parte del dinero que el Estado español aportó para sanear la empresa concursada por Iberia sufrió un desvío por culpa de los empresarios hispanos, con el guiño de los funcionarios madrileños.
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