Lunes, 1 de junio de 2009 | Hoy
EL PAíS › LA NACIONALIZACIóN DE EMPRESAS EN VENEZUELA Y SU UTILIZACIóN ELECTORAL EN LA ARGENTINA
El derecho soberano a expropiar empresas en sectores estratégicos y el origen históricamente socialdemócrata de estas medidas. Las diferencias entre la economía nacional y la venezolana hacen imposible que tome forma en el país un proceso de “chavización”, como insisten sectores opositores.
Opinión
Por Atilio A. Boron *
En los últimos años la relación argentino-venezolana ha registrado un significativo crecimiento en el terreno de la economía a la vez que una importante profundización en materia política. Es por eso que la cada vez más reaccionaria derecha argentina puso el grito en el cielo ante las nacionalizaciones dispuestas por el gobierno bolivariano dando cumplimiento a un plan largamente anunciado, ratificado electoralmente y congruente con el proceso de transformaciones en curso en Venezuela.
La histérica reacción de la derecha da lugar a varios comentarios. En primer lugar, ¿cómo objetar el derecho incuestionable del gobierno venezolano –en realidad, de cualquier gobierno– a disponer la expropiación de empresas consideradas estratégicas para un proyecto de desarrollo nacional y cuyo desempeño no puede ser librado a la dictadura del capital y su insaciable afán de ganancias? Contrariamente a lo que piensan los hombres de Neanderthal que comparten su caverna con Mario Vargas Llosa y sus acólitos, la nacionalización de empresas no fue un invento de los populismos latinoamericanos sino de los flemáticos gobiernos socialdemócratas y laboristas del período de entreguerras y, sobre todo, del que se abriera con posterioridad a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, y tuvo resultados extraordinarios. De hecho, los logros de esas políticas de nacionalizaciones sobrevivieron en muchos países europeos hasta nuestros días. ¿Por qué prescindir de semejante herramienta?
Segundo, la formidable expansión de la intervención estatal en los mercados puede asumir diversas formas. Las nacionalizaciones son una de ellas; otras son las políticas de rescate empresarial dispuestas por gobiernos tan “revolucionarios e izquierdistas” como los de Barack Obama y Gordon Brown, que destinaron cifras cercanas al billón de dólares para salvar a bancos, financieras y compañías industriales introduciendo a cambio un cierto grado de control público en sus operaciones. Los publicistas de la derecha, siempre tan obsesionados por preservar el funcionamiento de los mercados de toda injerencia extraña como la que puede ejercer un Estado democrático, acudieron en tropel a Caracas para criticar a Chávez por sus nacionalizaciones y denunciar públicamente su curiosa dictadura –curiosa porque triunfó en 14 de las 15 elecciones habidas desde 1998 y también porque permite que los ultramontanos desgranen su prédica destituyente sin ninguna clase de restricciones, siendo incluso invitados a debatir con otros intelectuales nada menos que en el Aló Presidente–. Rechazaron el convite porque los ideólogos de la derecha son buenos para pontificar ante los medios del establishment pero “arrugan” invariablemente a la hora de debatir con los intelectuales de izquierda. En su insanable incongruencia, estos celosos custodios de la libertad son “socialistas” a la hora de socializar las pérdidas de las empresas, mientras que hacen profesión de un cerril individualismo cuando hay que embolsar ganancias. Este doble standard de la derecha no es novedoso: denuncia con tono apocalíptico las amenazas a la libertad y los derechos humanos en países como Venezuela, Bolivia o Ecuador pero ni las torturas ordenadas por la Casa Blanca, ni los “vuelos clandestinos” para trasladar prisioneros, ni las atrocidades de Guantánamo o Abu Ghraib suscitan en ella la menor preocupación. Lo mínimo que se puede concluir es que la derecha es moral e intelectualmente deshonesta.
Tercero: el furor antichavista, exacerbado al ritmo de la actual campaña electoral, no alcanza a ocultar que la Argentina y Venezuela son dos economías altamente complementarias, lo que facilita su creciente integración. No ocurre lo mismo entre nuestro país y el Brasil, por ejemplo, que está desplazando de los mercados internacionales a la languideciente presencia de nuestros productos agropecuarios. Por eso, el intercambio comercial con Venezuela ha crecido sensiblemente y está en el mejor interés de la Argentina fortalecer esta relación y, además, urgir a Brasilia para que de una vez por todas haga posible la plena incorporación de Venezuela al Mercosur. Con esto se cerraría un triángulo de oro integrando tres países con perfiles macroeconómicos altamente complementarios en materias alimentaria, industrial y energética, lo que no sólo robustecería a cada uno de ellos sino a la región en su conjunto en momentos en que arrecia la crisis capitalista. Con un agregado: la incorporación de la Venezuela bolivariana dotaría al Mercosur de una imprescindible visión geopolítica que brilla por su ausencia en un proceso de integración dominado todavía por la lógica y los valores del neoliberalismo. Todo esto, por supuesto, es mala noticia para el imperialismo, que lo último que desea es una América latina económicamente fortalecida. De ahí los denodados esfuerzos de la derecha para mantener a Venezuela fuera del Mercosur.
Finalmente, no puede desconocerse que en todos los casos en que se han producido nacionalizaciones Caracas siempre se ha mostrado dispuesta a resarcir con indemnizaciones a las empresas afectadas. Empresas que, como antes Sidor, violaban la legislación laboral vigente e incumplían compromisos contraídos con el gobierno, lo que añadía nuevos elementos para justificar su expropiación. Pese al coro desafinado que unificó voces tan discordantes como las de la UIA, el titular de la CGT (que asombró al mundo al declarar ¡que las nacionalizaciones no eran lo que había enseñado Perón, gestor de las más importantes jamás ocurridas en la historia argentina!) y el emporio massmediático –verdadero intelectual orgánico que articula el fragmentado, incoherente y desunido espacio de la derecha argentina– el promisorio camino abierto por la creciente vinculación entre la Argentina y Venezuela no será clausurado por la gritería de ayer.
* Doctor en Ciencia Política, profesor de Teoría Política (UBA).
Opinión
Por José Natanson
Lo primero que conviene distinguir, para al menos saber de qué hablamos, son los diferentes tipos de nacionalizaciones en Venezuela. La primera oleada se inició en mayo de 2007, luego de que Chávez arrasara en la campaña por su reelección, con el anuncio de la estatización de las empresas privadas que operaban en los campos petrolíferos de la Faja del Orinoco, los más grandes de Occidente, con reservas estimadas en 316 mil millones de barriles. Todas las compañías –salvo la estadounidense Exxon Mobil, que litigó y perdió en los tribunales internacionales– llegaron a acuerdos con el gobierno: o recibieron compensaciones al estilo Techint o aceptaron seguir operando en las nuevas condiciones. En estos casos, la nacionalización terminó en una redefinición de los contratos.
Esta primera oleada nacionalizadora es clásica: un Estado monoproductor apropiándose de su casi único recurso económico, como sucedió con la nacionalización del gas de Evo Morales en 2006 o, más atrás en la historia, con la estatización de la minería por parte de la Revolución Nacional boliviana en 1952, con la chilenización del cobre iniciada por Eduardo Frei Montalva en 1964 y concluida por Salvador Allende en 1970, o con el primer impulso nacionalizador del petróleo venezolano bajo el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez en 1975.
Pero fue sólo una primera etapa, pues Chávez avanzó después sobre la siderurgia, el cemento, las telecomunicaciones, la electricidad, unas pocas empresas alimentarias que aumentaban los precios y algunos bancos, entre ellos la filial venezolana del Santander, con el objetivo proclamado de tomar el control de las “industrias fundamentales”. La estrategia de esta segunda oleada nacionalizadora, inspirada en el industrialismo de los ’50, consistiría en apropiarse de estos “resortes estratégicos” como supuesta forma de asumir el control de la economía y reafirmar la soberanía nacional (hay en esta visión evidentes reminiscencias de la posguerra). Y aunque pudo haber dado resultados en los ’50, parece un poco demodé en la actualidad, con economías, incluso la venezolana, más complejas, heterogéneas y transnacionalizadas que las del siglo pasado.
Si el objetivo es influir en la orientación económica, existen herramientas más sofisticadas y sutiles, aunque también más difíciles de aplicar, que la simple estatización de empresas. El mejor ejemplo es por supuesto el Bndes brasileño, con un capital de 70 mil millones de dólares y últimamente orientado a apoyar la internacionalización de las empresas nacionales; en mayo del año pasado se conoció la asombrosa noticia de que el grupo brasilero JBS-Friboi había comprado, con créditos del Bndes nada menos que la empresa estadounidense Swift & Company, convirtiéndose en el mayor procesador de carne del mundo.
Otro ejemplo, menos conocido pero también notable, es el de la Fundación Chile, institución orientada a la promoción de exportaciones. A principios de los ’80, la Fundación Chile llegó a la conclusión de que el país era ideal para producir salmón, ya que posee lagos de agua dulce y fiordos sobre el Pacífico que no se congelan en invierno (como sí ocurre en No-ruega, hasta aquel momento el líder mundial). La Fundación Chile creó su primera granja de salmón en 1982 y luego la vendió a una empresa privada. Más tarde buscó incorporar tecnología, contrató a especialistas internacionales y lanzó una campaña de marketing. El año pasado, Chile exportó 2500 millones de dólares de salmón y hace ya cuatro años que es el primer exportador mundial.
Más allá de las valoraciones sobre la estrategia económica de Chávez, lo central es que la economía de Venezuela tiene muy poco que ver con la Argentina. Más parecida a la de Nigeria o Arabia Saudita, es una economía rentista que exporta básicamente un solo producto (petróleo) a básicamente un solo país (Estados Unidos), que no fabrica prácticamente nada y que importa casi todo lo que necesita (el 70% de los alimentos que consume) básicamente desde sus dos rivales ideológicos (Estados Unidos y Colombia).
En suma, una típica estructura monoproductora enferma de rentismo que no ha cambiado en absoluto desde el inicio de la Revolución Bolivariana. De hecho, en los últimos diez años la primarización se ha consolidado, tanto como resultado de la errática política oficial como por efecto de los altos precios del petróleo, que cancelan cualquier iniciativa más o menos productiva. La mejor síntesis es la del editor Rafael Peloe: “En este país no hay buenos y malos gobiernos sino buenos y malos precios del petróleo”.
Teniendo en cuenta estas diferencias, ¿es sensato pensar en un proceso de chavización en la Argentina? Contra lo que desean los nacionalistas del siglo pasado y temen algunos distraídos, la respuesta es no, pero menos por un defecto de bolivarianismo de Kirchner que como resultado de las particularidades de la estructura económica local. Ocurre que, afortunadamente, la economía argentina se encuentra mucho más diversificada que la venezolana. Por eso, incluso en el improbable caso de que, como propone el cineasta Pino Solanas, el Gobierno decida nacionalizar el petróleo y el gas, obtendrá el control de apenas un resorte económico entre muchos otros, que no alcanzará para orientar el rumbo general de la economía (como sí sucede cuando el Estado venezolano o boliviano o chileno se apodera del petróleo, el gas o el cobre).
En rigor, lo más parecido al petróleo que tenemos aquí son los alimentos y, sobre todo, los granos o las cuasi commodities elaboradas con ellos (aceite de soja sin refinar, por ejemplo) que en total representan 51 por ciento de las exportaciones, según los números de 2008 de la Fundación Export.Ar. Si descartamos de entrada el delirio soviético de nacionalizar toda la tierra cultivable, lo más parecido a una nacionalización a la venezolana que podría aplicarse en la Argentina sería la estatización del comercio exterior a través de un nuevo IAPI, decisión que el gobierno kirchnerista descartó en su momento.
En otros términos: Kirchner tuvo la oportunidad de avanzar por un camino más radical en pleno conflicto por el campo pero, a pesar de los gritos de De Angeli, prefirió no hacerlo, y optó por un más moderado intento de aumentar los impuestos a las exportaciones. No es el único que sigue esta estrategia: Rafael Correa tampoco apostó a la nacionalización del petróleo y prefirió crear nuevos impuestos a las ventas de petróleo (las retenciones ecuatorianas).
¿Hay margen para un cambio en esta política? Parece difícil. Hoy, en medio de la campaña electoral y ante la evidente necesidad oficial de pactar con los sectores tradicionales del peronismo y la CGT –fueron sugestivas las declaraciones de Hugo Moyano contra la nacionalización venezolana–, la posibilidad de una chavización es mucho menor que en el pasado.
En cuanto a las estatizaciones, las decididas por Kirchner han sido pocas y dispersas, en general ante evidentes incumplimientos contractuales (Thales Spectrum, Aguas Argentinas) o ante la necesidad de garantizar la prestación de un servicio considerado esencial (Aerolíneas, Correo Argentino). En algunos de estos casos, como el Correo, la empresa privada parecía más bien deseosa de sacarse un negocio ruinoso de encima.
La excepción a esta norma es la estatización de las jubilaciones, con la gran diferencia de que no se trata de un resorte productivo sino financiero y, para colmo, más bien esotérico (las AFJP no son bancos). En términos del TEG, las nacionalizaciones argentinas no son estratégicas sino tácticas (recuérdese por ejemplo que la intención original del Gobierno no era quedarse con Aerolíneas sino ordenarla y reprivatizarla, y que la decisión de mantenerla en manos oficiales fue consecuencia, curiosamente, de las presiones opositoras).
A diferencia de Venezuela, donde la ola estatizadora es parte de un plan definido y explícito, en la Argentina no se observa un retorno del Estado empresario de los ’50, cosa que tampoco sucede en Brasil o en Chile, y que notablemente está ocurriendo en algunos países ultraliberales como Estados Unidos, aunque como resultado de las presiones de la crisis y no como consecuencia de una decisión voluntaria del gobierno.
La decisión de Chávez de estatizar las filiales de Techint sin aviso previo generó un proceso similar al desatado por el gobierno de Evo Morales el 1º de mayo de 2006, cuando anunció la nacionalización del gas. Con dos diferencias. La primera es de fondo: Evo no nacionalizó bienes de una empresa privada sino de una compañía estatal, Petrobras, que controlaba los dos principales campos gasíferos bolivianos. La segunda diferencia es escenográfica: como Chávez, el líder del MAS anunció su decisión de manera sorpresiva, pero además se trasladó personalmente al pozo de San Alberto, en Tarija, y leyó el decreto rodeado por militares vestidos de fajina.
En aquel momento, la oposición brasileña también presionó a Lula para que endureciera su posición frente al líder boliviano. Lula respondió: “Hay personas que creen que hay que ser duro para resolver el problema; creo que se resuelve mejor siendo cariñoso”. En todo caso, la reacción K ante la decisión de Chávez fue similar a la del brasileño, sin guerra a la vista. Una vez acallado el fragor de la campaña, todo indica que con Tavsa, Matesi y Comsigua sucederá lo mismo que con Sidor: largas negociaciones y un acuerdo con compensaciones.
Finalmente, el último episodio que le agrega un matiz más al asunto: la decisión de Techint de depositar los 400 millones de dólares del primer pago por Sidor en un banco alemán y no en uno argentino. Las quejas del gobierno argentino son razonables, aunque la decisión de la compañía también: las empresas buscarán siempre resguardar sus intereses acudiendo a un refugio considerado seguro, tal como en su momento hiciera Kirchner con los famosos fondos de Santa Cruz. El episodio, en todo caso, revela las contradicciones del tiempo en que vivimos: sólo el Estado-nación puede defender ciertos intereses, pero la globalización ha creado reglas de juego que le permiten a un holding presentarse como argentino algunas veces y como transnacional muchas otras, complicando aún más una discusión oscurecida por la estridente kermesse de campaña.
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