Martes, 23 de marzo de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
Ciertas entidades políticas son muy ensordecedoras aunque no tienen nombre, no poseen siglas ni banderines. O bien, tienen un nombre insípido, volátil, intrascendente. Como pertenecen al espíritu de la época, parecen casi inexistentes. Son etéreas, aceptan ser denominadas por esquemas rápidos, descripciones de apariencia casual. Para darse nombre se inspiran en situaciones momentáneas, el lugar en que se reunieron por primera vez, una calle, un día, una palabra casual apenas borroneada, lo primero que se tiene a mano. Grupo Esmeralda, Grupo Talcahuano, Grupo de los 20, Grupo de los 8. Las contingencias del nombre, un mero préstamo del abecedario, del nomenclador urbano, de la aritmética, de la numerología, no obsta para que algunos de ellos hayan perdurado más allá de la urgencia de su nacimiento ni que su destino histórico haya sido en su momento pertinente.
El grupo A fue el nombre de urgencia que recibió hace un par de meses una escueta mayoría parlamentaria. Según parece, inspirada en el rápido espíritu catalogador de la diputada Bullrich. Posee la aparente inocencia de una distribución espacial parlamentaria. Las mayorías y minorías se otorgan nombre, a veces con esas mismas palabras que surgen del vocabulario técnico parlamentario. Otras veces se buscan nociones topológicas que se convierten en alusiones ideológicas: recordemos “la montaña” que, según es fama, eran los diputados de la convención francesa ubicados en la parte de arriba del recinto parlamentario. Izquierda y derecha, como se sabe, fueron nociones espaciales que luego la historia cargó de contenido.
Una imaginación administrativa necesitada de denominaciones no comprometedoras divulgó el nombre de cierto Grupo A, esas nuevas mayorías parlamentarias operando el día específico de apertura de la Cámara baja. Se dirá que no existe ahora tal grupo A, que no encaja dentro de las tradiciones y prácticas parlamentarias, que han sido superadas las circunstancias de su surgimiento y que cada sector parlamentario reasume ahora su nombre. Pero no es así, el Grupo A –tal cual, con su nombre inocente, nombre de mercería, de juego escolar– es una fuerte malla coercitiva, una razón de época invisible pero tiránica, un armazón que domina conciencias a la distancia, desde un no-lugar. Pero, en verdad, es un tejido cultural poderoso, traduce intereses sociales que son más homogéneos que lo que se piensa, aunque las divergencias ideológicas son más visibles de lo que a veces se percibe. No obstante, por encima de todo, con el fácil pretexto de una mal explicada hipótesis republicanista y moralizante, expresan una alianza cultural fundada en un impreciso malestar social que es una disconformidad difusa, ni ilegítima ni incomprensible, pero terreno de operaciones de un estado mayor clasista de las derechas recicladas en medio de graves culturas mediáticas y sus taumaturgos de turno.
El Grupo A actuó en el tribunal atroz que se levantó contra Marcó del Pont, en las reivindicaciones videlistas de Duhalde, en la presunta alianza de Carrió y Solá, en la vendetta sobradora de alterar las proporciones de las comisiones del Senado, en el reaccionarismo encubierto de los despreciativos chistes de laboratorio de Luis Juez, en la creencia de que proseguir la tarea de citar judicialmente a los represores de antaño serían “jugadas del Gobierno”. Actúa también el “grupo A” en los editoriales en comandita de los grandes medios de comunicación, en el sarcasmo vertiginoso de los movileros, en el ocasional diálogo en un taxi, en los anónimos comentarios de la prensa digital, en los libros de ocasión con investigaciones inquisitoriales, en los melosos salmos de muchos presentadores de televisión. No es omnisciente ni excelsamente ubicuo. Pero es una realidad social en parte artificial y en parte fundada en oscuras corrientes emocionales de la sociedad, que nadie debe eximirse de examinar acudiendo a la imaginación política y el siempre válido estremecimiento intelectual.
En su concisión simultánea de realidad y entelequia, “grupo A” es el nombre de fantasía con el cual se persignan los usufructuarios de una extraña hegemonía cultural –el “enigma argentino”– que goza de sus penumbras pero origina un vocerío estentóreo, la ronca lengua de los sacristanes del poder real. Tiene muchas ramificaciones y sectores, estilos personales y rencillas internas, juega con izquierdas y derechas. Vive quizás de la ilusión de que en otro momento podrán recuperar lo que fue la identidad de cada uno o lo que cada uno imaginó para sí. ¿Cuándo? Concluida la misión común que un marginal maestro de ceremonias del suburbio definió como “sacarse de encima al loco”. Entonces todos volverían a sus casilleros. El crítico por derecha volvería a sus casamatas visibles tanto como el crítico de izquierda retomaría sus recoletas tribunas. Pero son derechas e izquierdas sobredeterminadas por el espectral “grupo A”. No son libres, no son emancipadas, son prisioneras de los dictámenes de la fuerza sin nombre, sin neologismo ni cucarda, son los oprimidos por el embrujo del Grupo A, ese cuerpo sin órganos.
Claro que en cualquiera de esas denominaciones hay hombres y mujeres dignos, que siguen actuando por ideas y saben ver con lucidez la enorme fuerza abusiva que se ha forjado, esgrimiendo intereses oscuros –es cierto que muchas veces se muestran a la luz–, aprovechando errores de las políticas públicas, incluso la de las más progresistas. Todos somos responsables de nuestras opciones, pero también del derecho a preguntar: ¿es más cómodo ese invisible hilo conductor que desemboca en una obstinada derecha irascible que sumergirse en el arduo laberinto del que puede resurgir una sólida política popular? Cierto, el ágora comunicacional y estratégica del grupo A no deja de tener sutiles publicistas (aunque enceguecidos de odio, a veces refinado, a veces grotesco) y aceptan asombrosamente recrear su propia “ala izquierda” a la que escuchan con fingido interés. Total, es la izquierda del Grupo A, arrastrada como furgón quisquilloso de una época ya definida como la del fin de los derechos humanos. Estos estarían destinados en los cálculos futuros de los miembros espectrales del G-A, a ser un nomenclador administrativo soportable y no como lo son hoy, una tribuna de recomposición del pasado, de reflexión sobre las injusticias producidas por sanguinarias máquinas insociales y un concilio social de reparación por medio de meditaciones siempre abiertas sobre la condición humana. En el monolingüismo de esa letra A, ¿caben realmente las añejas creencias emancipatorias?
No es fácil nombrar y descifrar este entresijo de la Argentina contemporánea que lleva a crear un nombre operativo que es en verdad un nonombre. Sin embargo, el grupo A falla. Ya ha fallado. Pero su voz de socavón, retrasos y cerrazones está aliada a los grandes poderes de la época, los taumaturgos del pánico colectivo, de la teoría bursátil de la existencia, el subibaja refinadamente cruel de los valores de la vida. Para que no prosperen, faltan pedagogías innovadoras, palabras revisitadas, nuevos conceptos, esto es, la reconstrucción de la vieja alianza entre hechos y palabras. Muchos ciudadanos que son portadores de un itinerario de demócratas genuinos, ligados a las transformaciones del país, comprensiblemente molestos por demoras, desvíos o errores, han permitido que confisque sus pensamientos esa letra A del nomenclador de los operadores de miedo y el desmantelamiento cívico. ¿Vale más la pena estar en el cinturón de la Gorgona con su ristra de serpientes, aunque haya momentáneos lucimientos, que en el lugar contradictorio y doloroso donde aún se halla la posibilidad de proseguir viejas tareas libertarias?
Es que en los del grupo que ha articulado la letra A debe percibirse que, en nombre de la república, atentan contra ella; en nombre de la democracia, la debilitan; en nombre del procedimiento, lo convierten en bizantinos pretextos; en nombre de la ética pública, la transforman en una amenaza al anfiteatro donde se revelan las vidas que surgen del hangar moral de la historia.
Muchos quisieran evadirse de la fuerza fantasmal del Grupo A o no atinan a identificar el origen retrógrado de su imán, esos refinados hilos que teje una época en la que se escuchan los cánticos que preparan el gigantesco retroceso. A ellos nos dirigimos. Lo actuado por este gobierno y cualquier otro debe ser objeto de crítica y éstas deben tener audibilidad legítima. No debe existir gobierno que no desee esas críticas. En verdad, un gobierno es y debe ser algo que vive inmerso en ellas. Pero a quienes el Grupo A los arrastra con sus cabellos de Medusa –¿qué hace allí un Giustiniani encadenado, rebotando contra los arrecifes?– los llamamos a que se desembaracen de la tela de araña inasible que los sujeta, esa impalpable pero estruendosa maraña serpenteante, casi una inocencia de manual académico, pero en verdad grado cero de la brutalidad institucional: el glutinoso Grupo A. La arenga o la conversación de los hombres dignos, justamente insatisfechos, puede y debe estar en otros lados.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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