EL PAíS › LUZ Y SONIDO SOBRE LA FACHADA DEL HISTóRICO EDIFICIO
El anunciado show frente al Cabildo fue una proyección de la historia argentina sobre su fachada. Desde la Revolución de Mayo hasta la actualidad, una multitud interactuó con aplausos, silbidos y respetuosos silencios.
› Por Facundo García
La Plaza de Mayo es un buen termómetro para medir los momentos del país, y el Cabildo concentró toda la temperatura del presente argentino en una noche que lo tuvo entre sus sitios fundamentales. El edificio más emblemático de los festejos por el Bicentenario lució colorido como nunca, sin fallas que empañaran la alegría. Sobre sus muros se proyectaron animaciones de un despliegue y calidad similar a las que se habían mostrado en el Teatro Colón el día lunes; pero la gran diferencia estuvo en el contenido político del mensaje y, sobre todo, en la alta participación de los que eligieron esa explanada tan rica en recuerdos para celebrar el nacimiento de la patria.
Nadie se atrevía a moverse mucho, porque entre la masiva algarabía el simple acto de caminar adquirió status de quimera. Evita, Perón, el Che, Discépolo: las banderas daban la pista de quiénes eran los que habían tolerado varias cuadras de caminata entre apretujones para fundirse por un rato en el acontecimiento. Ese deseo de participar en un hito histórico se traslucía en algunas remeras que llevaban leyendas del estilo “yo estuve ahí”; y también en el tono que adquirían las conversaciones. Quien parara la oreja descubría que niños, jóvenes, adultos y viejos conversaban de sus vidas en clave nacional, aunque acabaran de conocerse. Por entre el murmullo flotaban reflexiones sobre asuntos colectivos, errores recientes y opciones de futuro. A minutos de que se largara el show, Micaela, una nena de once años, le preguntaba a su mamá quién fue Rosas, qué fue el Club del Trueque y por qué cuando ella era chiquita existían los patacones. La madre se rió de la mezcolanza y de los ojos de plato que le ponía la chica. “Es que para ella, la historia es casi todo”, comentó.
Para desgracia de los que habían planeado hacer una fortuna vendiendo los “paraguas del veinticinco” que ilustraba el Anteojito, el atardecer del martes fue limpio y tibio, ideal para dar un paseo. Tal es así, que antes del inicio oficial de la película, la mirada de los espectadores no reconocía ejes únicos: cualquier rincón era una galería de tipos humanos, y la diversidad de orígenes alimentaba la curiosidad. Las fuentes –que se mantuvieron encendidas– interrumpían la aglomeración, aunque a pesar del amontonamiento se mantuvo un orden sorprendente. Hasta que a las 19.10 la música hizo que las banderas de las agrupaciones se bajaran y sobreviniera el silencio. Los muros del Cabildo habían sido cubiertos con unos paneles que optimizaban las condiciones para el video mapping, una técnica especialmente adecuada para ese tipo de eventos. De golpe, la construcción se convirtió de borde a borde en un antiguo mapa del Río de la Plata, en el que se desarrollaba la lucha contra los invasores ingleses y más tarde contra los españoles. Las alusiones a la gesta que comenzó en 1810 encendieron los aplausos, y la palabra revolución –tan vituperada– ocupó un espacio privilegiado en la escena.
A esa ovación siguió el silencio ante los retratos de algunos representantes de la generación del ’80. Ahí, delineadas sobre el frente, estaban la elegancia y las “campañas del desierto”, los sirvientes de a montones y la pretendida “identidad europea” de la perla austral. El primer centenario siguió en esa tónica, con hombres y mujeres de alta alcurnia ocupando –por obra de los proyectores– las ventanas del Cabildo, en tanto que una música simpática iba virando hacia las disonancias. Evidentemente, no todo andaba bien en aquel “granero del mundo”. Y luego el voto universal, y sobre el pucho Hipólito Yrigoyen, que como ocurriría minutos después con Alfonsín, recibió un homenaje respetuoso. Ver cómo la reacción ante el golpe de 1930 era unánime llenaba de esperanza a quien se hubiera despertado sensible.
Pero el ritmo de la jornada no dio treguas. Más que una recorrida narrativa, lo del Cabildo fue una sucesión de símbolos que resumían sentidos. Desde el fondo, como si viniera del Río de la Plata, brotó un cantito que hizo girar la cabeza a unos cuantos de los que estaban adelante. “Pe-rón/Pe-rón/Pe-rón”, voceaba la ola sonora. La consigna se extendió igual que un impulso eléctrico, y un collage que combinaba a Evita con palabras como “bienestar” e “YPF” quedó congelado por varios segundos en la fachada, para dar paso a postales del bombardeo del ’55. La sucesión de las décadas sonaba así, aplausos y silbatinas, con silencios de dolor entre ambas. En ese aspecto, lo de ayer en la plaza fue más abierto e “interactivo” que lo que se vio en el Colón. No hubo, por ejemplo, voces en off que intentaran cerrar las interpretaciones.
Los ’70, con su sucesión de figuras muertas y desaparecidas, elevaron todavía más la intensidad de sentimientos. Podrá decirse lo que se quiera del oficialismo, pero es difícil negar que haber ubicado los retratos del padre Mujica y de Rodolfo Walsh en medio del Cabildo, a la altura de los próceres, es una apuesta legible en clave progresista. El retrato del último golpe militar fue a fuego y sangre, y la respuesta de los presentes no se hizo esperar. Tras el ya clásico “Madres de la plaza/el pueblo las abraza” vinieron los insultos más creativos de la velada, dirigidos a Videla, Massera y Agosti. Acaso por eso fue que el surgimiento de Raúl Alfonsín en los muros trajo algo de aire antes de que le llegara el turno al menemato y al coletazo neoliberal de De la Rúa. Llegado este punto, llamó la atención que no se hiciera hincapié en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Aquellos días –que como cualquiera que participa en movimientos sociales sabe, se mantienen en la memoria del pueblo– parecieron licuarse en la interpretación de los dos siglos de Independencia.
Más que una sucesión de figuras individuales, la caracterización de la etapa democrática estuvo signada por la multiplicidad de protagonistas. Néstor Kirchner y Cristina Fernández se mezclaron con otros muchos retazos visuales ocupados por presidentes de la región. Poco después, el tapiz se hizo más complejo, y las caras ya no podían distinguirse. No habían perdido su contorno individual y a la vez formaban parte de una figura más amplia, metáfora de una democracia y un continente más plural.
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