EL PAíS › UN VECINO DE LA VILLA 31 MURIó DESPUéS DE QUE EL SAME SE NEGó A ENTRAR CON ESCOLTA POLICIAL
Sufría epilepsia y tuvo un ataque el martes por la mañana. La familia pidió una ambulancia, pero después de un par de horas llegó y se negó a entrar, incluso con escolta policial. Los vecinos lo cargaron, pero la ambulancia ya no estaba.
› Por Horacio Cecchi
Aunque el certificado de defunción diga que Humberto Ruiz, “Sapito”, murió de un paro cardiorrespiratorio luego de un ataque de convulsiones provocado por epilepsia, no fue así. Sapito murió de discriminación. Mejor dicho, lo mató la discriminación. Fue el 5 de abril. Dos días más y hubiera llegado vivo al Día Mundial de la Salud aunque, pensándolo bien, no le hubiera cambiado nada. La ambulancia del SAME no hubiera entrado en el barrio Comunicaciones, en el extremo norte de la Villa 31 de Retiro; la médica se hubiera negado de todos modos a caminar dos cuadras con custodia policial, que la tenía al lado, y atenderlo o trasladarlo a la ambulancia; y el chofer hubiera ladrado de todos modos como le ladró a Patricia, cuñada de Humberto, quien hacía tres horas que corría de una punta a la otra de la villa, que no es poco, buscando ayuda, y luchaba contra el miedo y la mitología encastrados en las neuronas de ese hombre que burlón y despectivo le recomendaba: “Traételo en una carretilla”. Sapito se murió sin atención y ni siquiera ahí terminó su calvario, porque así como estaba de muerto descansó en la morgue hasta que recién al día siguiente su familia supo que Desarrollo Social de la Nación ayudaría para que pudieran trasladarlo a su casa para velarlo porque la familia no quería que sin más y de golpe desapareciera de allí. Por eso, Patricia insiste: “No es que se quería morir. Lo dejaron morir”.
Isabel nos acompaña por la calle 5, desde el Centro de Acceso a la Justicia, en la manzana 16, dando vuelta por la canchita esplendorosa que puso Macri, con ese piso sintético color verde nuevo y rozagante que lastima entre tanta pobreza. Isabel es delegada de una de las manzanas, era amiga personal del Sapito y está ayudando a Patricia en lo que puede, igual que Rafael, marido de Patricia, todos compungidos caminan entre las calles abigarradas de chicos, de mujeres que cruzan de un lado a otro. Humberto murió porque la ambulancia no accedió, pero Isabel cuenta que son muchos los casos de disciminación con delantal del SAME. Llama la atención el camión de gaseosas parado en medio del barrial, junto al almacén. ¿Es de acá? Contesta que no, Isabel. ¿No tiene miedo? No, esa camioneta tampoco es de acá.
Isabel da la vuelta a la calle y voltea por otra, levantada por el medio. Hay una excavación, están abriendo una zanja para colocar cloacas. No es que la cloaca haya sido un acto de gobierno, me aclaran, sino que los vecinos le ganaron en juicio a la ciudad y consiguieron que la Justicia obligara a Macri a colocarla. Allí nomás vive Patricia, Rafael y Alberto, los hermanos de Humberto, los hijos de Patricia y Rafael, Ailén, chiquitita de dos años, en brazos de la jovencita Jaqueline, hijos de Patricia y Rafael. Familia extendida que le dicen. Allí, hasta hace dos días, vivía Humberto.
Y Patricia empieza a hablar, mezcla de indignación, dolor y no querer hablar porque hablar la ubica en ese lugar en el que no hubiera querido estar. “Desde las 6 empecé a llamar al SAME. Le expliqué lo que le pasaba a mi cuñado, que había tenido un ataque de epilepsia y que estaba con convulsiones hacía rato y que los medicamentos no le hacían efecto. Me dijo que en 5 o 10 minutos llegaba la ambulancia.” ¿Sabía que era en la villa 31? “Por supuesto. Le dije y ella me contestó que vaya alguien a esperar la ambulancia a algún punto fuera de la villa. Quedamos en el Correo Viejo.” Es el edificio antiguo del correo, sobre la continuación de la bajada de la autopista que entronca con la Ramón Castillo. Está fuera de la villa.
Desde las 7 menos cuarto, Patricia esperó la ambulancia. Pensó, con la desesperación, que habían ido a la 46ª, la comisaría con jurisdicción en la villa y que está sobre la otra punta, cerca a la entrada de la Terminal de Retiro, esto es, a unas 25 cuadras. Antes llamó al 911. Contó el caso. y a los pocos minutos la llamó la operadora del SAME “que por qué no estaba en el lugar, que hacía veinte minutos que me esperaba, a los gritos”, dice Patricia. “Señora, tiene que llevar al paciente hasta allí”, le grita la operadora. “Pero cómo quiere que lo lleve, está con convulsiones”, dijo Patricia, qué iba a ponerse a discutir su derecho de que vaya a la casa, no había tiempo. “Búsquese algún vecino que la ayude”, escuchó que le decía. Desde allí, se tomó un colectivo a la comisaría donde se encontró con un “por acá nunca vinieron”. Un policía llamó al SAME y a los cinco minutos volvió la operadora a decirle que la ambulancia estaba en el destacamento, esto es, ni el lugar fijado de encuentro, el Correo Viejo, ni la comisaría, sino un destacamento internándose en la villa. Patricia no lo creyó. “¿Por qué se iban a internar en la villa si no querían entrar a dos cuadras por miedo?”
El maltrato siguió. A las dos horas y media, Alberto, el hermano menor de Humberto, que había ido al Correo Viejo con la esperanza de encontrar a la ambulancia, avisó que el SAME finalmente había llegado. “Pero no quería entrar”.
–Mi cuñado se está muriendo –dijo Patricia, que recorrió las dos cuadras desde su casa, en segundos.
–Tengo órdenes de no entrar –respondió Marcela Tella sentada sobre el móvil 296 del SAME.
–¿Para qué hizo el juramento de salvar vidas si lo está deja tirado?
Fue demasiado para el chofer, que indignado desató su versión de la realidad: “Ahí no entro ni con veinte patrulleros –espetó–. ¡Qué te pensás, quiénes se creen que son. Con la inseguridad que hay, ya me pusieron un caño otra vez. Traételo en una carretilla!”. Y concluyó repitiendo lo que años atrás (ver aparte) se lo había escuchado decir al propio Alberto Crescenti, director del SAME: “La gente de acá solamente pide ambulancias para hacer de taxi para llevar a mujeres embarazadas”. “Ahí siguió –dice Patricia – diciéndome que su esposa había tenido no sé cuántos embarazos y nunca había pedido una ambulancia.”
“Aunque sea la camilla”, dijo Patricia y contó con una ayuda inesperada: “Es acá nomás”, acotó el uniformado que veía la situación.
No hubo forma. En esa situación (la ambulancia como montaña y el pobre Humberto como Mahoma) Patricia y Alberto fueron a la casa. Humberto era gordo y pesado. Unos muchachos que estaban cavando la zanja para la cloaca ayudaron, lo colocaron sobre una puerta de madera que usaron como camilla. Ayudamos pero hasta la esquina. Temían que se les muriera en el camino y quedar responsables. En la esquina la familia desesperadamente buscó hasta que un vecino lo subió a su autito y lo llevó una cuadra más hasta donde estaba la ambulancia. Estuvo, porque ya no estaba. Se había ido. Allí, mientras la desesperación avanzaba, Alberto empezó a darle respiración boca a boca, mientras un vecino le hacía masajes. ¿Sabían cómo? “El vecino le iba diciendo.”
Habían pasado más de tres horas cuando el pobre Humberto llegó desfalleciente a un destacamento de Prefectura, donde el médico de la institución intentó resucitarlo. No lo logró. En el ínterin, llegó la ambulancia e intentó a como sea (que no fue) recuperar el cadáver. La familia, desorientada, acudió a la oficina de Acceso a la Justicia, donde recibió una rápida y certera información. Por la tarde estaba presentando denuncia en la 46ª. La causa quedó calificada como “abandono de persona seguido de homicidio” y se inició trámite en el Juzgado Contravencional 7 de Daniela Dupuy.
Al día siguiente, los vecinos y amigos, indignados cortaron la autopista Illia durante siete horas. “Basta de discriminación” fue la consigna. En la autopista, por encima de la 31, la versión era distinta. Bocinas, malhumor, televisión, y titulares anunciando que la ciudad era un caos por un corte en la autopista. El corte se levantó cuando llegó Néstor Pérez Baliño, jefe de Gabinete del ministro de Salud porteño, Jorge Lemus. ¿Qué les dijo? Se comprometió a que las ambulancias entrarán con escolta policial y que si no lo hacían, los vecinos se debían comprometer (de deudor pasó a dar un crédito) a tomar los datos y enviárselos por mail, para lo que les ofreció su propio correo.
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