Jue 07.04.2011

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

La espera y la privación

› Por Mario Wainfeld

El tiempo de los más humildes es diferente del de otras personas. Por ejemplo, del de los porteños que se “sacan” porque una protesta genuina y pacífica de los pobladores de la Villa 31 quilombifica durante horas el tránsito de su ciudad.

El tiempo de los más humildes, sus rutinas vitales, está acompasado por lo imprevisible, por la falta de reglas o procedimientos. Dos de los contados sociólogos que se han internado con rigor y sensibilidad en el mundo de la pobreza, Javier Auyero y Denis Merklen, abordan el tema. El cronista los parafrasea, confiando en no traicionarlos. Auyero explica que la espera es consustancial a la vida de los sectores más castigados. Nada llega en el momento debido, todo exige una carga de paciencia y de ansiedad, que agrava sus privaciones. Merklen, en su libro Pobres Ciudadanos, comenta su propia vivencia, al hacer un trabajo de campo en barrios populares o villas. Los trámites más simples pueden insumir días, los servicios o las personas llegan tarde o no llegan, los colectivos discontinúan sus servicios sin avisar. En las “salitas” o en los tribunales se espera de más (a menudo en vano) el arribo del médico, de los medicamentos, de eso que algunos llaman “justicia”.

Los humildes se adaptan a esas imposiciones, como estrategia de supervivencia. Se habitúan a amansadoras vejatorias, a aceptar prestaciones inferiores a las debidas, a trajinar para que se les dé, tan siquiera, menos de lo que son sus derechos, con mucho mayor esfuerzo. A veces esa pragmática sumisión (la contradicción de los términos es sólo aparente) rinde ciertos frutos. Por ejemplo, según se cuenta con detalle en la nota principal, Humberto Ruiz pudo sobrevivir malamente durante años con su enfermedad. Sus parientes, sus vecinos, eran avezados en la asimétrica negociación (por llamarla de algún modo) con el SAME y con la policía. Tratativas tensas, en momentos límite, en los que rebelarse suele ser un error táctico. Hay que llamar, hay que pedir, hay que insistir, hay que hacer de nexo entre los federales y el SAME, hay que aceptar condiciones arduas.

En este caso, no alcanzó. El SAME negó un servicio básico, pese a contar con el apoyo policial que suele exigirse para entrar (o arrimar) a las villas. Según informa la crónica de Horacio Cecchi, hasta se habla de una orden “de arriba”, directivas que seguramente nadie pone por escrito pero que algunos, bien predispuestos, acatan como si fueran textos sagrados.

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El horrible caso que glosamos no es novedad, los vecinos se enardecieron porque ya hubo varios. No es monopolio de la Villa 31, más vale. El juez en lo Contencioso administrativo Roberto Gallardo ya en 2007 impuso en una sentencia al Ministerio de Salud porteño la obligación de hacer entrar ambulancias a la Villa 21-24. Los vecinos informados, los profesionales de la salud diligentes, los referentes barriales saben, en ese territorio, que si alguien rehúsa enviar una ambulancia hay que llamar a Su Señoría. La obligación, desde luego, no es un privilegio de ese paraje, sino una regla que debería ser acatada en toda la Capital.

En un sistema informativo donde la indignación es norma, cuesta encontrar adjetivos novedosos para calificar lo ocurrido. A cuenta, señalemos hechos. Todo indica que hubo violación del juramento hipocrático, incumplimiento de los deberes de funcionario público, abandono de persona. Esas conductas calzan como un guante con la ideología PRO. No hablamos de un problema de gestión, sino de cosmovisión. El cronista no cree que nadie sea tan sádico como para dejar morir adrede. Pero sí debe resaltar que el modus operandi divide aguas, de un modo acaso no perjudicial para las ambiciones políticas del macrismo. Veamos. O leamos.

El diario La Nación interpela en su edición on line a sus lectores “si fue afectado por el corte en la autopista Illia, envíe su testimonio”. A las víctimas, sus amigos o sus vecinos no se les habilita una vía de entrada similar. Los comentarios de la mayoría de los lectores de la Tribuna de doctrina se ensañan con los manifestantes o, más bien, con los pobres. Varios ingeniosos, como “Feel is busters” los exhortan a liberar las calles para que puedan trabajar los que los mantienen con sus impuestos. Son los más piadosos. Otra vertiente se inclina por el exterminio: “fumigar” mociona uno. Otro recuerda que tenía un amigo que proponía sacar a los chicos de menos de diez años de las villas y quemar al resto de sus pobladores. En algún tiempo, sincera su debilidad, la iniciativa le chocaba, ahora la mira con cariño. “Hugojun” clama “por un patriota que les pase por encima”. “Mejor que se mueran” se pone explícita Marianne 2, que describe como “bestias inhumanas” a sus conciudadanos, sin mirarse al espejo. Hay quien se encoleriza porque los villeros “hacen hijos a escala geométrica”.

Hay barbarie y desaprensión de funcionarios tanto como de un par de profesionales de la salud. Esa actitud dista de ser piantavotos para una masa de ciudadanos. Con esa ideología aciaga, Mauricio Macri ganó por goleada las elecciones en 2007. Podrá decirse, con tino, que la maquillaba, usando al eficientismo como cosmético. Ahora, a cuatro años de mandato, su fuerza ya desesenmascarada entrará al ballottage, posiblemente punteando en primera vuelta. Lo del SAME lastima y da bronca. Lo del PRO da qué pensar en cuánto queda pendiente en eso de la disputa ideológica.

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