EL PAíS › PANORAMA POLíTICO

Revisionismo y Celac

 Por Luis Bruschtein

Mientras Hugo Chávez leía en Caracas Memorias de la Nación Latinoamericana, un clásico del revisionismo histórico de izquierda, en la Argentina se creó un instituto que agrupa a los historiadores enrolados en esa corriente. Insólitamente, la creación del Instituto Dorrego levantó tanta espuma e hirió tantas susceptibilidades que dio la impresión nuevamente de que se estaba discutiendo algo más y que ese revisionismo que muchos de sus críticos habían dado por muerto sigue siendo mala palabra en las universidades y en la academia que administran el conocimiento.

La idea de la Patria Grande Latinoamericana y la negación o el énfasis sobre el impacto que tuvieron los imperialismos en el desarrollo de la historia de América latina han sido grandes divisores de aguas que generaron partidos políticos o los dividieron o les dieron forma. Sin maniqueísmos, esas líneas se cruzaron y encimaron, hubo un desarrollo inarmónico pero, aunque algunos lo niegan, esos lineamientos fueron algunas de las coordinadas de esa movilidad en la historia. Hubo quienes prefirieron ver en Estados Unidos un modelo de organización democrática y otros que lo vieron como una amenaza expansionista.

Lo real es que, más allá del modelo que necesariamente planteaba la primera revolución independentista y republicana del continente, desde el comienzo de la doctrina Monroe en el siglo XIX, Estados Unidos desarrolló una política de patio trasero con América latina. Se apropió de la mitad de México, invadió varias veces Nicaragua, Cuba, El Salvador, Honduras y Panamá y, ya en el siglo XX, Guatemala, Santo Domingo, Granada, Panamá, absorbió a Puerto Rico, creó la siniestra Escuela de las Américas, promovió golpes militares en toda la región y expulsó a Cuba del concierto institucional de la región.

La idea de la Patria Grande Latinoamericana estaba en la cabeza de San Martín y Bolívar y de los próceres independentistas como algo natural y fue también la bandera de los últimos caudillos montoneros como Felipe Varela y Ricardo López Jordán. Sin embargo, América latina desarrolló su historia en forma compartimentada. Surgieron los países y durante dos siglos, esas naciones se mantuvieron distanciadas. En esos dos siglos prácticamente no se crearon flujos comerciales intrarregionales. Cada país encaró sus relacionamientos hacia el exterior sin mirar a los costados. La configuración de esas relaciones fue la de un embudo, ya que la mayoría de ese flujo fue entre cada país y los Estados Unidos.

Esa configuración, donde todo confluía en Washington, implicaba también que la capacidad de tomar decisiones políticas, económicas y de todo tipo se concentrara de la misma manera y por lo tanto el entramado de las instituciones regionales como la OEA, organismos financieros y tratados militares, terminaban también por reflejar ese mecanismo. Esa estructura de las relaciones económicas, militares y políticas en el continente, tan dependiente de los Estados Unidos, hizo que se hablara de la necesidad de una segunda independencia, lo que implicaba guerras insurreccionales, guerrilleras y grandes revoluciones en el pensamiento del siglo XX.

Ese cuadro cambió y comenzó a descongelarse con la globalización a principios de los ’80. Sin que se produjeran esas grandes revoluciones y con una épica de lucha callejera y contienda electoral como marco, comenzó un incipiente intercambio comercial entre los países vecinos. Washington trató de interponer entonces los Tratados de Libre Comercio (TLC), como el ALCA, para controlar y encuadrar esos flujos comerciales. Al mismo tiempo comienzan a aparecer en forma muy volátil el Mercosur y los primeros roces con los TLC.

Pero las tendencias políticas reactivas no aparecieron con fuerza a nivel institucional hasta la crisis regional de las economías neoliberales a fines del 2000. Aparecen entonces gobiernos que confrontan con el modelo hegemónico de los Estados Unidos en la región, como venía haciéndolo en soledad el cubano desde mediados del siglo XX.

Se llegó así a la reunión del ALCA en diciembre de 2005 en Mar del Plata. Allí hubo tres presidentes que tenían claro lo que estaba en juego: Hugo Chávez, de Venezuela; Lula da Silva, de Brasil, y Néstor Kirchner, de Argentina. Los tres provenían de procesos muy diferentes así como de orígenes políticos e ideológicos distintos. Pero tuvieron la inteligencia de apartar esas diferencias para trabajar sobre lo que podía significar un giro total en la historia de América latina. Se opusieron al ALCA y lograron frustrar ese proyecto hegemónico de Estados Unidos. Y al mismo tiempo priorizaron como nunca antes los procesos de integración regional. También estaban allí Tabaré Vázquez, de Uruguay; y Nicanor Duarte Frutos, de Paraguay, que se sumaron al rechazo al ALCA, pero lo hicieron un poco por la presión de sus socios del Mercosur. Tabaré nunca descartó la posibilidad de un TLC propio con Washington.

Otros gobiernos se fueron sumando al impulso que le dieron los tres conjurados a esa nueva realidad que se iba plasmando primero a nivel de la región, con el Mercosur; después en el plano de subcontinente, con la Unasur, y que acaba de culminar ayer con la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), con la participación de los mandatarios de 33 países, menos Estados Unidos y Canadá. El proceso que iniciaron Lula, Chávez y Kirchner produjo un vuelco total de la carga histórica de la región. De aquel paraguas hegemónico y la dispersión se pasó a una organización en la que coinciden todos los gobiernos latinoamericanos y caribeños, por primera vez en la historia, para organizarse –incorporando a Cuba, que había quedado fuera del sistema regional– y sin la tutela omnipresente de Washington.

Lo que hasta los años ’80 parecía que iba a ser un camino de guerras y revoluciones fue transitado en cambio con el tranco más lento pero más democrático y menos sangriento de las protestas callejeras y la conformación de grandes consensos populares que consolidaron sus proyectos en las urnas. Fueron acompañados también por un proceso económico donde las burguesías necesitaron ampliar sus negocios hacia los países vecinos para encontrar mercados a escala. Y al mismo tiempo surgieron dirigentes como Lula, Chávez y Kirchner y más tarde Evo Morales, Rafael Correa, José Mujica, Fernando Lugo y otros que supieron entender y orientar esos nuevos fenómenos. Ningún proceso es lineal, sin que se produzcan avances y retrocesos, pero a partir de ahora, Washington tendrá que cambiar todo su esquema de relacionamiento con la región.

Es impresionante el cambio del escenario regional producido en los últimos siete u ocho años. Es un cambio que estaría en línea con gran parte de la discusión histórica planteada por el revisionismo, que siempre fue tratado con desdén y desprecio por la academia y la universidad. La última guerra de independencia fue la cubana y por lo tanto su prócer, José Martí, fue el de ideas más modernas con relación a las demás independencias. Martí sentía una gran admiración por Sarmiento, pero cuando se publicó Civilización y Barbarie, el prócer cubano, con mucho respeto y con mucha inteligencia, publicó a su vez un pequeño libro, un opúsculo, que se llamó Nuestra América, que fue la contracara del texto sarmientino. Más allá de lo literario, en el contenido, la comparación no es buena para ese gran pensador y educador argentino.

Siempre fue estúpida la actitud paternalista y furiosamente despectiva de un sector de la academia y la universidad hacia un revisionismo histórico al que hay que reconocerle que puso el foco crítico sobre muchos aspectos de la historia que hoy están asumidos por todo el mundo. Y en ese sentido el revisionismo dio una clase de historia a muchos de los historiadores más renombrados entre los seudocientíficos de la actualidad. Estos historiadores “científicos” aseguran que el revisionismo y sus polémicas están perimidos, pero la histeria apenas contenida con la que reaccionan está diciendo lo contrario. Lo que se puede entrever de esa furia es que otra vez la historia es usada por ellos como excusa para discutir la política del presente (en realidad siempre es así) y sería bueno, entonces, que se blanqueara esa metadiscusión.

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Imagen: EFE
 
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