Lunes, 22 de octubre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Miguel F. Lengyel *
Como en las décadas de 1950 y de 1990, muchos países de América latina y el Caribe están buscando hoy nuevos senderos de desarrollo. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió en esas coyunturas críticas, carecen actualmente de un cuerpo de ideas robusto y plenamente articulado de cuño propio o adquirido “llave en mano” (como la teoría de la dependencia o el Consenso de Washington en su momento) al que recurrir como hoja de ruta. Lo que está ocurriendo, en cambio, es que estos países están experimentando pragmática y heterodoxamente con nuevas opciones de políticas, instituciones y prácticas en un momento en que pilares fundamentales del desarrollo –la relación entre Estado y mercado, el rol del desarrollo rural y la industria, el impacto de los flujos de comercio e inversión internacional, el peso del progreso tecnológico, la preservación del ambiente, entre otros– requieren una mirada renovada. La severa y duradera crisis financiera, económica y política en el mundo desarrollado –inimaginable una década atrás– pone dramáticamente en evidencia otra crisis, la de los paradigmas dominantes, haciendo imperioso reevaluar ideas cristalizadas, imaginar nuevas opciones de desarrollo y “descubrir” reglas, instituciones y políticas para alcanzarlas.
En América latina, la idea de un paradigma neo-desarrollista con eje en la inclusión y la equidad social viene ganando fuerza como la opción de estos tiempos; simultáneamente –más allá de la renovación de líderes, discursos y actores– este paradigma tiene contenidos programáticos aún difusos y una heterogeneidad considerable en la práctica política y económica regional. En este sentido las certezas son pocas: que el desarrollo inclusivo y sustentable requiere inexorablemente del Estado –un postulado que hoy parece una verdad de perogrullo pero que hace poco más de una década tenía ribetes heréticos–, y que éste debe cumplir su rol de agente inductor del desarrollo en un contexto crecientemente heterogéneo y volátil. En este contexto, la experimentación resulta inevitable, tanto como la creatividad para plasmarla en respuestas efectivas resulta un activo crecientemente estratégico.
Argentina es uno de los países de la región que vive este proceso históricamente singular y políticamente fascinante de resignificación y búsqueda de una nueva configuración del Estado para el desarrollo –proceso en el cual se generan nuevos disensos pero también se crean nuevos horizontes de posibilidades–. La reemergencia de un Estado decidido a intervenir estratégicamente y la reconstrucción de su legitimidad como agente político en la última década es un primer paso vital en ese proceso. Algunas iniciativas y definiciones de política pública en los años recientes denotan la búsqueda de alternativas novedosas y tendencias promisorias en varios sentidos.
Un primer aspecto es el del Estado “regulador”, tanto del mercado como de los actores sociales. Es sin duda remarcable en esta esfera el tránsito de un Estado esencialmente tomador de reglas –provengan éstas de organismos internacionales, corporaciones u otros estados– a otro que busca generarlas. Iniciativas tales como la legislación en materia de medios de comunicación, la política de “desendeudamiento”, y el activismo en diversos foros y en la construcción de nuevas alianzas para la revitalización de la cooperación Sur-Sur son ilustrativas de ese proceso.
Un segundo aspecto es el del Estado “seleccionador” que, bajo el paraguas del desarrollo inclusivo, privilegia la promoción de actividades que requieren una carga importante de valor agregado, conocimiento incorporado e innovación. Dos ejemplos contundentes son la política de ciencia y tecnología, con su fuerte hincapié en la aplicación de I&D, y la posibilidad de incursionar en el desarrollo de hidrocarburos no convencionales desde una nueva YPF, colocando a la empresa pública a la vanguardia –como lo fue en otras etapas– vía su inserción en tareas con un fuerte contenido de tecnologías “de punta” en materia energética. Se trata de correrse de la lógica de “reprimarización” anclada en una rica dotación de recursos naturales para situarse en actividades “de frontera”.
Un tercer aspecto es el del Estado “articulador”, en tanto factor clave en la emergencia y desarrollo de redes de actores de distintas disciplinas y ámbitos (públicos y privados) que se destacan local e internacionalmente por la calidad, diferenciación e innovación con que producen y/o proveen bienes y servicios. Los ejemplos involucran una diversa gama de actividades que suelen tener un anclaje regional o local y un positivo impacto social, tales como la producción de arroz en Entre Ríos, la de maquinaria agrícola y la agrobiotecnología en la “pampa gringa”, la de vino en Cuyo o la de contenidos de televisión en Buenos Aires.
Una cuestión estratégica esencial para el país es consolidar y expandir iniciativas como las mencionadas, articulándolas plenamente en un nuevo, audaz e innovador corpus de ideas y arquitectura estatal para impulsar el desarrollo de largo plazo. Se trata nada más y nada menos que de hacer política en su sentido más transformador, creando nuevas opciones, ampliando el espacio de decisiones y dándole el debido sustento desde la acción pública.
* Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).
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