EL PAíS › OPINION
Un papa distinto, sus primeras señales. La alegría, las euforias, las dudas. La gravitación de la Iglesia en el sistema político argentino, su poder fáctico y legal. El accionar de la jerarquía en dictadura y en democracia. La oposición y sus ilusiones. La respuesta del Gobierno. La condición peronista, matices. Un futuro abierto, con riesgos imaginables.
› Por Mario Wainfeld
La llegada del primer papa jesuita, no europeo, latinoamericano y argentino acumula novedades extraordinarias. La magnitud del cambio es inmensa, lo que fuerza a ser cauto en todo vaticinio sobre el porvenir. El papa Francisco eligió una presentación que entusiasmó a los fieles de la Iglesia Católica y a varios que no lo son. Habló en italiano y no en latín, se vistió con sotana blanca, esquivó las joyas, anduvo en bondi, usó la palabra “pueblo” en su primera aparición. Su mensaje alude a una Iglesia caminante, dora austera, cercana a los pobres, no a una ONG misericordiosa. Así dicho, sería una revolución respecto de la Iglesia de Roma, real y existente, arraigada desde hace cerca de medio siglo.
La euforia renovadora cundió entre los críticos de la jerarquía de las últimas décadas y en especial de los dos anteriores pontífices. Juan Pablo II y Benedicto XVI fueron los que armaron el padrón del Cónclave que ungió a quien fuera hasta entonces el arzobispo Jorge Mario Bergoglio. Es un dato que, acaso, tenga más relevancia que la que se le asignó, en promedio.
También se extasían los que colmaron de elogios esa etapa reaccionaria, filointegrista. Son reconvertidos, vaya a saberse si de buena o de mala fe.
En la Argentina la alegría es la emoción dominante y palpable. Su causa central es que Francisco está haciendo una promesa venturosa, de difícil concreción. Algunos la dan por ya cumplida con sus primeros gestos, hábilmente mediatizados. Puede haber algún ingrediente banal (parangones con la reina Máxima de Holanda) pero sería una necedad pensar que ése es el núcleo de la masiva buena onda.
Entre los que se regocijaron están los curas villeros de esta etapa, que pisan el barro y están cerca de los humildes. Los que se baten (con sus herramientas y criterios) por la dignidad de los pobres, los que luchan contra la proliferación del paco. El portal Mundo villa.com lo llama “el Papa villero” y pone muy en alto su condición de peronista.
La euforia también se expresa en los medios dominantes, incluyendo a La Nación, que siempre abominó de (y batalló contra) esos sectores y esa ideología.
Los líderes de nuestra región se suman a la alegría. El ecuatoriano Rafael Correa, de formación cristiana militante, es apologético. El vicepresidente venezolano Rafael Maduro, en un alarde de misticismo caribeño, vincula al recientemente fallecido presidente Hugo Chávez con la llegada de Francisco. El gobierno brasileño adopta otro estilo pero confluye con el tono de exaltación.
Esas voces suscitan el respeto y la atención del cronista, tanto como el beneplácito de tantas personas de a pie. Sobre la fe, nada debe decir quien es ajeno a la grey católica, solo respetarla en el marco de la libertad de creencias. Cabe, sí, puntualizar que la creencia católica, aunque mayoritaria, es una entre tantas en una república que, para ser democrática, debe ser laica.
La eventual incidencia en el escenario coyuntural de la Argentina y, sobre todo, la posibilidad de virtuales impactos en el sistema democrático sí atañen más a esta columna, que hará centro en esos tópicos.
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Primus inter pares: Hombre de cuna humilde, Bergoglio supo ascender peldaño a peldaño la jerarquía en la Argentina, llegando a ser el primero entre sus pares, sin desentonar entre ellos. Esto lo conecta a casi cuarenta años (una cifra irrisoria comparada con la eternidad, pero sensible en términos terrenales) de deplorable conducta de la cúpula eclesiástica. Llamarla “Iglesia” contradice el propio lenguaje católico, que incluye en el vocablo a los curas rasos y a todos los creyentes. La mención vale porque hubo una puja entre sectores, avivada al calor del Concilio Vaticano II, en la que triunfó la facción que Juan Pablo II y Benedicto XVI expresaron con rudeza y coherencia. Esa facción siempre fue mayoritaria. Fue instigadora, cómplice y ulterior encubridora de la última dictadura militar. No se habla acá especialmente de las acusaciones específicas contra Bergoglio, sino del comportamiento de la jerarquía.
Los grupos hegemónicos de la jerarquía no revisaron su conducta durante el período democrático, que va a cumplir 30 años. Tardaron décadas en hacer reconocimientos muy módicos. “No haber hecho lo suficiente contra...” es un planteo falaz, porque su responsabilidad es, caramba, haber hecho demasiado a favor. No se conoció autocrítica profunda, no se vio acto de contrición de los purpurados, mucho menos se reveló la frondosa información que, sin duda, poseen. El flamante Papa sumó su reticencia a la del conjunto, aun cuando declaró en juicio.
Ya en la etapa democrática, la jerarquía se opuso tenazmente a cualquier iniciativa de ampliación de derechos, de secularización de respeto a costumbres socialmente implantadas. El divorcio, el matrimonio igualitario, la designación de una jueza de la Corte partidaria de la interrupción legal del embarazo, el intento de veto a un ministro del gobierno del presidente Raúl Alfonsín por ser ateo... Los ejemplos son muchos y van en un solo sentido.
Bergoglio no desentonó jamás. Su verbo respecto del matrimonio igualitario fue tonante, discriminatorio e integrista. También fue puntal en el pedido de censura a la exposición de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta.
La jerarquía patea con dos piernas, lo que no es admisible en la esfera democrática: discute con todo derecho pero (sin él) se vale de la superioridad divina de su mensaje para imponer sus criterios, estética, ética y dogma a quienes no los comparten. Grupo de presión, lobby calificado, he ahí el rol que es forzoso limitar al máximo.
Un argumento socorrido es que Bergoglio pertenecía al ala moderada y que estaba forzado a hacer concesiones a los halcones como el obispo Héctor Aguer. Las internas existen, aliados de Aguer definieron alguna vez al ahora papa Francisco como “el obispo del silencio”, frente al kirchnerismo. La réplica frecuente, por ejemplo en el “caso Ferrari”, fue plegarse al mensaje más brutal.
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Leyes con historia: La gravitación de la Iglesia (digámosle así, para acortar) en el sistema político tiene una larga tradición, mal antecedente en un país con tantos desvaríos autoritarios. No opera sólo de facto, como se aludió en el apartado anterior. Legalmente, goza de una serie de prerrogativas exorbitantes. Si se las examina de a una, son inusuales en los países democráticos más arraigados. Si se las mira en combo, ranquean alto (y mal) a la Argentina.
El discurrir de la sociedad civil, afortunadamente, ha sido en pos de la libertad de cuerpos y mentes, de la diversidad, del ecumenismo y del mejor posicionamiento de las minorías. No se ha hecho lo suficiente pero sí mucho. No ha sido merced al poder privilegiado de la Iglesia sino dejándolo de lado o confrontando, cuando vino a cuento.
Recordemos algunas de las potestades reconocidas a la Iglesia Católica.
Una de las más gruesas es el intenso apoyo estatal y económico a su subsistema de educación privada. Las protestas de docentes que paralizan la iniciación normal de las clases en tantas provincias usan ese argumento, entre otros, como base de sus reclamos. El interés de la cúpula no es menor. Cuando Carlos Custer presentó sus credenciales de embajador argentino al papa Juan Pablo II se sorprendió por el interés del pontífice en discusiones salariales docentes en Argentina. El presupuesto propio depende de ellas. La anécdota es llamativa, para quienes piensan que es clavado que el papa Francisco no será un activo gestor en la Argentina.
Otra canonjía, mucho menos justificable, es que el Estado paga sueldos de obispos, seminaristas, párrocos de frontera y capellanes castrenses.
La ley que los regula rige desde tiempos de la dictadura. Los sueldos de capellanes de las Fuerzas Armadas son una rareza en la legislación comparada. Existen en Chile, donde la herencia del pinochetismo es potente.
Los obispos retirados por razones de edad o de salud perciben también un sucedáneo de jubilación, presentado como “asignación mensual y vitalicia”. No es exactamente una jubilación, porque no cobran aguinaldo y porque jamás hicieron aportes. Tampoco pagan el tan zarandeado Impuesto a las Ganancias.
Son muy escasos los países no integristas que reconocen esos privilegios. Desde luego que ni por las tapas existen en Uruguay, Francia y Estados Unidos, regímenes democráticos diversos que gozan de buena prensa.
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Reacciones: La presidenta Cristina Fernández de Kirchner viene actuando con lógica institucional. Ordenó a la Cancillería redactar velozmente un mensaje de salutación, conciso y respetuoso. El borrador estuvo a cargo del secretario de Culto Guillermo Olivieri y del ministro Héctor Timerman. La mandataria lo aprobó, se remitió. Cristina preparó el viaje acompañada por funcionarios y legisladores oficialistas y opositores. También será de la partida el presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti.
Tras un par de días de encomiable silencio, muchos dirigentes, legisladores o funcionarios kirchneristas incursionaron en el ditirambo elogioso al papa Francisco. Su condición de peronista y su presunta convergencia con las políticas socioeconómicas son la base del entusiasmo. Al cronista, cuya historia inscribe en esa pertenencia y cultura, le parece que la condición de peronista abarca demasiados significados y trayectorias. Peronistas fueron los presidentes Kirchner, Isabel Perón y Carlos Menem. Los dos ministros Taiana y Oscar Ivanissevich. José López Rega y John William Cooke. Carlos Ruckauf y el cura Carlos Mugica. Los que chocaron en Ezeiza. ¿Chicanea este escriba? Un poco, apenas, con fines ilustrativos. Pero sostiene que la garantía de calidad peronista peca de exceso de simplismo o fantasía. Y que durante la dictadura y el gobierno de Isabel, el peronismo estuvo en los dos extremos de la picana.
La dirigencia opositora se sintió en estado de gracia. La política doméstica adolece de exceso de vecinalismo, todo se lee en clave kirchnerismo-céntrica. Atisban en el papa Francisco la nueva gran esperanza blanca. Nadie lo dijo con tanto énfasis ni erudición como el sociólogo Eduardo Fidanza ayer en La Nación. “En términos sociológicos la Iglesia franciscana le disputará capital simbólico al kirchnerismo. Tiene con qué. Se inspira en los pobres. Sabe de pueblo y de política.” Y vaticina, feliz: “Francisco anuncia un nuevo tiempo. Laclau tendrá que confrontar con Ignacio de Loyola. Y me parece que el santo tiene todas las de ganar”. No se refiere a San Lorenzo de Almagro, que desde ayer adora la imagen del Papa modesto.
Festejos en las dos tribunas: por lo menos una se equivoca. Habrá que ver qué pasa en el corto plazo en la política doméstica. El cronista es avaro con las predicciones, cree que el futuro es sinuoso, incluso superando las decisiones de los grandes protagonistas.
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El riesgo: El mayor riesgo de un argentino empoderado súbitamente como papa, insiste este escriba, trasciende al oficialismo, aunque lo interpela. Consiste en que, al calor del nuevo clima, la Iglesia recupere espacios político-institucionales que se le han achicado. El alfonsinismo hizo esfuerzos para reducirlos, algo consiguió. De ahí que se lo motejara como “sinagoga radical” desde las filas de la derecha, que el alto clero también integra. El kirchnerismo constriñó más ese poder corporativo, entre varios. En parte por su gran intuición acerca de la imperiosa necesidad de fortalecer el poder político. En parte por contingencias coyunturales como fue la simpática iniciativa del obispo Antonio Baseotto de arrojar al mar a quienes piensan distinto.
La regresión, cuya primer área sensible podría ser la lucha por los derechos humanos, tiene tierra sembrada desde el vamos. Enlaza con la aciaga tradición local. Subsiste en muchos gobiernos provinciales, muchos de ellos de la escudería K. Se nota en las áreas sociales, educativas y de salud. Se palpa en la dificultad de aplicar el fallo de la Corte Suprema sobre aborto no punible, por mentar solo un ejemplo cercano.
Todo se dice en potencial, se repite. El cambio tremendo deja al analista sin precedentes a los que recurrir. ¿Qué esperar entonces sobre promesas de confluencia entre el movimiento popular más numeroso y Francisco? ¿O sobre las promesas de regeneración de la Iglesia carcomida por sus desvaríos, su intolerancia, la pedofilia y el lavado de dinero? Habrá que ver para saber. Y, aun, mociona el cronista, para creer.
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