Dom 17.03.2013

EL PAíS • SUBNOTA

Anatema

› Por Mario Wainfeld

Las denuncias sobre abusos sexuales cometidas por sacerdotes católicos motivaron un abroquelamiento de la Curia. Se las encasilló como parte de una campaña mundial de “descristianización”, se demonizó a los denunciantes. En términos prácticos y aun doctrinarios, la reacción promovida desde el Vaticano fue un abroquelamiento sectario. Cerrar filas, aun a costa de perder fieles. Se supone, se espera y hasta (con exceso de premura) se da por hecho que el papa Francisco viene para desandar todos esos pasos. No sería sencillo, sería promisorio.

El comunicado del portavoz vaticano, Federico Lombardi, desmintiendo las denuncias de este diario y en especial de Horacio Verbitsky contradice el tono pacificador de los primeros mensajes del papa Francisco. Y parece reincidir en la desviación intolerante. Esta vez, referida a otra temática.

Las investigaciones de Verbitsky volcadas en sus libros, en artículos publicados en Página/12 (incluso en esta edición) no son opiniones. Acumulan documentos y testimonios rotundos, muchos develados por primera vez. En conjunto, son irrefutables. Tratar de desmentirlos con fundamentos y no con eslóganes exigiría un esfuerzo que Lombardi no ha hecho y seguramente no hará, porque quedaría en offside.

Su reproche está formulado en una terminología arcaica, que combina retórica propia de la Guerra Fría y ecos inquisitoriales. El vocero aduce que no hay condena penal contra Jorge Mario Bergoglio. Hombre leído e informado (los jesuitas siempre lo son), Lombardi sabe que en la Argentina hubo un contexto de impunidad que (con la breve interrupción del Juicio a las Juntas Militares) duró más de veinte años. Lo que está en debate son conductas y no sentencias, a las que recién ahora se está llegando.

La incoherencia del anatema se duplica porque el vocero acusa a este diario de realizar “campañas calumniosas y a veces difamatorias”. En algunos países (por ventura, no ya en la Argentina), esos hechos son delitos penales. En la Argentina son ilícitos civiles, por los que ni Página/12 ni Verbitsky han sido condenados.

Podría añadirse que no son las condenas las que mueven la aguja en la Curia, que sigue tutelando a delincuentes probados como el represor Christian von Wernich o el abusador Julio Grassi. Para las ovejas descarriadas del propio rebaño rige, por lo visto, un doble estándar.

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Las denuncias motivaron polémicas en la Argentina. Luchadores por los derechos humanos adujeron la inocencia del actual Papa. El Premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel fue uno de ellos, aunque puntualizó que “le faltó coraje para acompañar nuestra lucha”. Alicia Oliveira fue más enfática, por conocer de cerca al actual Papa.

En cambio, Estela de Carlotto subrayó la falta de compromiso de la jerarquía eclesiástica durante la dictadura y después.

Ese punto, formulado con la autoridad moral de Carlotto, desnuda una debilidad de quienes alegan que Bergoglio salvó muchas vidas, incluyendo las de los desdichados Yorio y Jalics. Si contaba con tanta influencia (no era pavada lograrlo en esos tiempos) y tanta información, no se explica por qué no denunció luego a los autores de las violaciones de derechos humanos. Ni suministró información, ni tuvo trato con los familiares de las víctimas, ni se esforzó para que hubiera sepultura digna para los desaparecidos. Tamañas pasividades no distinguen especialmente a Bergoglio, ya que estuvieron muy extendidas entre sus pares. Lo que da un contexto adecuado, pero no lo dispensa de responsabilidades.

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¿Influirá ese pasado cuestionable en el pontificado que viene? Quizá la magnitud de su nueva responsabilidad, el cambio cualitativo de su rol produzcan una mutación en el papa Francisco. No es imposible, casi nada lo es en la condición humana. La historia de la Iglesia es pródiga en ejemplos de hombres falibles (o cosas peores) que devinieron santos o ejemplos valiosos. Agustín de Hipona es el más clásico.

La Iglesia es una institución poderosa, que combina tradición e instituciones sólidas con la continua creación de figuras carismáticas. Cada papa que adviene llega con una promesa de cambio, que incluye el de su propio nombre. En este caso, como en tantos otros, se atribuyen virtudes excelsas al nombre elegido. Este papa llega con la promesa de ser un profeta que desbaratará mucho del pasado. La transición no es sencilla en términos terrenales, ya que requiere una sofisticada estrategia discursiva.

Un texto clásico de la sociología (La construcción social de la realidad, de Peter Berger y Thomas Luckmann) explica que quien se convierte debe “producir nuevas interpretaciones particulares del pasado (y) su significación”. Agrega que lo ideal para el individuo en cuestión sería que se olvidase todo por completo. Como olvidar por completo es muy difícil, lo mejor es “una reinterpretación radical... de la propia biografía pasada”. “Inventar cosas que no sucedieron resulta relativamente más fácil que olvidar las que sucedieron. Se pueden urdir e insertar hechos donde quiera que se necesiten para armonizar el pasado que se recuerda con el que se reinterpreta”.

Ese tipo de reconstrucción, no ya de la trayectoria del ahora papa, sino de la saga en la Iglesia durante la dictadura, puede ser funcional a varios fines. Hasta puede imaginarse alguno fenomenal como abrir sus archivos, realizar una autocrítica franca y extendida, pedir perdón a las víctimas. Es lo que proponen algunos obispos que se haga con quienes padecieron abusos sexuales. En ambos casos, muchas de las víctimas fueron integrantes de la propia comunidad católica.

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