EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
“Conducida por una tendencia que privilegia el lucro y estimula la competencia, la globalización sigue una dinámica de concentración de poder y de riquezas en manos de pocos, no sólo de los recursos físicos y monetarios, sino sobre todo de la información y de los recursos humanos, lo que produce la exclusión de todos aquellos no suficientemente capacitados e informados, aumentando las desigualdades que marcan tristemente nuestro continente y que mantienen en la pobreza a una multitud de personas.” Esta frase no forma parte de ningún documento populista, redactado por personajes siniestros siempre obsesionados por sembrar conflictos y enfrentamientos internos en las sociedades en las que viven y, lo que es mucho peor, en las que a veces gobiernan. Pertenece al documento conclusivo de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinomericano y del Caribe, realizada en la ciudad brasileña de Aparecida, en mayo de 2007. Al tomar el texto de ese documento –una parte de ese texto, elegida de modo deliberadamente provocador– como punto de partida de un comentario sobre los significados políticos de la asunción del cardenal Jorge Bergoglio como nuevo papa puedo imaginarme a algún lector de inclinaciones críticas encogiéndose de hombros y pensando: “¿Y eso qué tiene que ver con la práctica real de la Iglesia Católica?”.
Curiosamente, entre personas que hacen del tráfico de palabras su modo de vida, suele anclar una poderosa sospecha sobre el valor de las palabras. Falsa conciencia, manipulación, simulacro, demagogia, se ofrecen, entre muchos otros, como principios explicativos del distanciamiento de la acción humana de sus reales o imaginarios propósitos. Desde ese punto de vista, volviendo a nuestro tema, no vale demasiado la pena leer atenta e interesadamente el documento de Aparecida para acercarnos a la comprensión de este verdadero tsunami vaticano que desemboca en la elección del primer papa no europeo de la historia, latinoamericano y argentino por añadidura. Lo que nos garantizaría una correcta intelección de este fenómeno sería la observación estricta de la “Iglesia realmente existente”, la que suele identificarse, de modo reduccionista, con la conducta política de eventuales cúpulas eclesiásticas. Esta reflexión se sitúa en un punto de vista distinto: considera que en la vida colectiva las palabras se autonomizan relativamente del propósito de uso individual de quien las pronuncia. Crean expectativas, construyen campos de alianzas y adversarios, sustentan identidades, disputan sentido. La misma infertilidad tiene la interpretación de los primeros movimientos de Francisco como simple demagogia, que la que describe el así llamado “relato kirchnerista” como el desenvolvimiento de un simulacro nacional-populista dirigido a manipular a las masas. Con frecuencia la palabra demagogia termina aniquilando la sustancia misma de la palabra política, que no puede ser sino un arma de persuasión y movilización, tanto como una apelación a los resortes comunes de la emotividad.
De manera que el documento de Aparecida tiene mucha importancia en estos días. Allí se habla de un “cambio de época” en la región, en significativa sincronía con el modo en que el presidente de Ecuador, Rafael Correa, define la realidad sudamericana. Claro que el uso episcopal difiere del uso político. Todo el documento está atravesado por la tensión entre el extraordinario salto del desarrollo de la ciencia y la técnica –particularmente las de la manipulación genética y la comunicación social– y lo que llama una “crisis de sentido” de la civilización humana. Ciertamente, según los obispos, la llave de la recuperación de un sentido universal, aun en el reino de la diversidad y la pluralidad, está en manos de la religión y, claro está, de su religión. Tampoco puede ignorarse que la reflexión sitúa al desarrollo de las cuestiones de libertad de género y de elección sexual en uno de los principales tópicos ejemplificadores de la profundidad de la crisis de sentido. Tampoco pueden ignorarse las referencias descalificadoras como “neopopulismos” y “regresiones autoritarias en democracia” a los nuevos gobiernos posneoliberales de nuestra región. Sin embargo, el texto está penetrado de una mirada agudamente crítica del proceso de globalización y de sus consecuencias sociales y culturales. Haría bien cierto liberal-progresismo, que hoy celebra la asunción de Francisco pretendiendo reducir su significado a “la importancia del diálogo en la actual realidad argentina”, en acercarse a esta visión crítica del mundo global.
Después de la renuncia de Ratzinger, rodeada por un denso clima de matufias financieras y escándalos sexuales, cabría preguntarse si la crisis de sentido de la que habla el documento no incluye a la Iglesia Católica, a partir de sus propias jerarquías. Es un momento interesante para pensar si el evidente debilitamiento del catolicismo en muchos de los países de la región –visiblemente en el nuestro– no tiene sus raíces en un proceso en el que el nexo pragmático con el poder debilitó los vínculos de la institución con los sectores más vulnerables de nuestra sociedad y con el pensamiento crítico que pretendía expresar políticamente a esos sectores. Inevitablemente, la fecha de hoy, 24 de marzo, asalta nuestra memoria. Nos lleva a evocar el martirio de tantos fieles, de tantos sacerdotes y laicos asesinados por el terrorismo de Estado así como la vergonzosa complicidad de buena parte de la cúpula eclesial de aquella época con el régimen dictatorial.
El nuevo papa asume sus funciones en una época de profundas turbulencias y transformaciones regionales y mundiales. Los creyentes católicos no viven hoy en el “mundo feliz” del neoliberalismo que no tardaría, según sus ideólogos, en derramar prosperidad y felicidad hacia todos los confines del planeta. Buena parte de su feligresía forma parte hoy de nuevos movimientos sociales que no solamente ejercen y educan en la solidaridad sino que también son formadores de una nueva ciudadanía, original y conflictiva, orientada hacia nuevos modelos de convivencia social. El Papa está en un mundo en el que se desarrollan procesos de transformación social, con el cristianismo como emblema y sustento ideológico. Y ese proceso ocurre en el “distrito” de donde viene el Papa, de ese “fin del mundo” que él mismo mentó el día de su elección; ocurre en América del Sur. El mundo en el que actúa Francisco está atravesado por la crisis del paradigma capitalista bajo el que se desarrolló durante las últimas cuatro décadas. Hay nuevas masas de desempleados y excluidos; y no vienen, solamente ni en lo fundamental, de las zonas tradicionales del atraso y la dependencia, sino de muchos de los países europeos que, hasta ayer nomás, se presentaban como el horizonte para nuestros pueblos.
Francisco tiene que gobernar la Iglesia Católica en este mundo. No se trata de un gobierno estatal, “terreno”, más allá de las fronteras del Estado vaticano. Se trata de un liderazgo espiritual, del poder de un mensaje cuyo léxico no es el de la decisión política sino el de la apelación a una fe. Sin fe no hay iglesia, aunque pueda haber y hay masivamente una fe que no forma parte del catolicismo y, en muchos casos, de ninguna otra institución eclesial. Durante dos mil años, la Iglesia Católica tejió una complejísima trama con los hilos de la creencia popular y los de una relación progresiva y pragmática con los poderes mundanos. Todo indica que esa trama atraviesa momentos críticos. Se entiende muy claramente por qué el signo de toda la gestualidad desplegada por Francisco desde su elección está dirigido a la humildad y al acercamiento con los pobres.
No es arbitraria la conexión de esa presentación pública del nuevo papa con el siguiente texto del documento al que nos estamos refiriendo: “La afirmación de los derechos individuales y subjetivos, sin un esfuerzo semejante para garantizar los derechos sociales, culturales y solidarios, resulta en perjuicio de la dignidad de todos, especialmente de quienes son más pobres y vulnerables”. Hay, sin embargo, quienes celebran la asunción del nuevo papa, sin dejar de despotricar contra la Asignación Universal por Hijo ni de considerar que la libertad de comprar y vender dólares y de viajar todos los años a Punta del Este constituyen pilares espirituales del Estado de derecho en la Argentina. Por momentos da la impresión que tan poderoso brote de espiritualidad cristiana entre sectores muy acomodados de nuestra sociedad tiene menos que ver con los cambios que insinúa Francisco que con la expectativa de que el Papa se dedique a cambiar el signo predominante de la política argentina y regional.
Está claro que la agenda de Francisco –que es también el primer papa, en más de quinientos años, que asume después de la renuncia de su antecesor– estará atravesada por la tarea de reubicar a la Iglesia en el mundo actual, condición básica para invertir la tendencia declinante de su influencia social. Habrá que ver qué parte del patrimonio de la experiencia de Jorge Bergoglio le resulta útil para intentar esa tarea y qué parte demanda ser superada para enfrentar el nuevo desafío.
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