Miércoles, 3 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › TESTIMONIO CONTRA LOS REPRESORES QUE ACTUARON EN LA PERLA
Lo brindó José Solanille, un peón rural que vivía a 500 metros del centro clandestino de detención cordobés. Hizo un pormenorizado relato de las atrocidades que allí se cometieron. Contó de los fusilamientos y de las fosas comunes.
Por Marta Platía
El arriero José Julián Solanille, de 83 años, sólo encontró en su vocabulario de campesino insultos y descalificaciones para retratar a los autores de las torturas y el asesinato de cientos de personas; para describir los hedores de los cuerpos quemados, las fosas repletas de cadáveres y los aullidos de los prisioneros de La Perla. Un sitio que distaba, según precisó al dar su testimonio en el juicio por los crímenes cometidos en ese centro clandestino de detención, “a unos 500 metros” de donde se encontraba su propia casa.
“A principios de 1976 –arrancó– yo vivía ahí con mi mujer y mis seis hijos ahí cerquita de la cárcel de La Perla. Desde el 24 de marzo lo que ya venía viendo empeoró: se llenó de gente la cárcel y empezaron los gritos todas las noches. Desgarradores gritos todas las noches, señor juez. Mi mujer tenía miedo, se quería ir de ahí. Pero yo no sabía dónde ir, dónde si ahí tenía trabajo. Ahí es cuando empecé a ver lo que estos atorrantes, sinvergüenzas, hijos de mala madre estaban haciendo.”
Entre los imputados, Solanille reconoció a Luciano Benjamín Menéndez, a quien dijo haberle “tenido aprecio alguna vez”, ya que le calzó uno que otro caballo; al “Nabo” Ernesto Barreiro; al “capitán (Exequiel) Acosta”, alias “Rulo”; a Pedro Vergez, alias “Vargas”, y a Luis Manzanelli.
Recordó cuándo escuchó por primera vez el apodo de Barreiro: fue por boca de la mujer de un paracaidista de apellido Baigorria. “Me acuerdo que el marido tenía un Chevy amarillo. Venían y este señor dejaba a la señora, que era muy linda, en mi casa. Una vez ella salió al campo con un termo y estaba cerquita de la cárcel. Se sentían gritos. Se escuchaban muchos gritos de chicas. Entonces los dos vimos pasar a Barreiro como a unos ocho metros. Ella me dijo entonces ‘ahí va el Nabo. Vas a ver cómo se va a acabar el griterío de las putas ésas’.”
Barreiro se rió como si hubiese escuchado el mejor de los chistes. Pero su mano izquierda lo traicionó con un movimiento hiperkinético sobre su rodilla. El otro que no pudo con su propio cuerpo fue nada menos que Menéndez. Su pose impertérrita, pétrea, sostenida durante los seis juicios que lleva por delitos de lesa humanidad, estalló en añicos durante el testimonio de Solanille: estuvo sentado de lado en su butaca, el torso hacia adelante, el pecho casi tocándole los muslos en dirección al arriero. No quiso perder palabra de lo que dijo Solanille. Se molestó y masculló insultos por lo bajo en algunos pasajes, y varias veces levantó la mano para replicar. El juez le ordenó silencio. Sólo le admitió una queja: que el declarante “no debe calificar a los represores”. Pero ni eso lo tranquilizó: Solanille lo vio al frente de un fusilamiento masivo y dio cuenta de ello.
“Estaba con otro compañero en la Loma del Torito. Habíamos visto la fosa cavada. Unos cuatro metros por cuatro. Tenían a toda la gente en dos filas. No sé, eran muchas personas. Como cien. Algunos vestidos, otros totalmente desnudos. Estaba Menéndez. El había llegado en un (Ford) Falcon blanco. Yo lo había visto. Sabía que se venía algo grande. Y ahí estaba, con su fusil. No lo vi disparar. Pero él dio la orden. La gente estaba encapuchada o vendada o tenían unos anteojos... Los que no tenían nada, los que podían ver, gritaban. Unos hasta corrieron. Pero los mataron por la espalda. Ahí nos rajamos con mi amigo. Estábamos cagados de miedo. Nos habíamos arrastrado hasta arriba de la loma, pero bajamos corriendo. Después se ve que los quemaron. Tiraron explosivos. El humo con ese olor espantoso se vino para mi casa. Era insoportable. Mi mujer y mis hijos se quejaban. Era horrible.”
Solanille contó que días después pasó por el lugar y vio que habían tapado la fosa: “Se ve que estaba muy llena, porque sobró mucha tierra”. También recordó cuando una perrita que tenía comenzó a llevar a la cucha “huesos chiquitos, cabecitas muy chiquitas...”. Allí se quebró. Se cubrió los ojos celestes con una de sus manos y sollozó: “Perdónenme abuelas, pero la perrita traía manitos, bracitos, batitas celestes y rosas...”
Solanille recordó también la vez que uno de sus terneros cayó en un pozo y lo rescataron con otro campesino y unos soldados: “Tenía más de 18 metros. El animalito estaba parado. Pero alrededor había muchos cuerpos. Era espantoso. Salía un olor horrible. Había mucha gente muerta. Cabezas, piernas, brazos retorcidos, una chica con el pelo despeinado, para adelante... Sacamos el ternero. Un olor bárbaro tenía... Cuando volvimos después con los jueces y la Conadep, costó encontrar ese pozo, porque le habían hecho una loza de material arriba, y habían construido una casa cerca. Pero yo sé bien que ahí abajo estaba el pozo donde se cayó el ternero”.
El hombre dijo haber contado “más de doscientos pozos”, algunos grandes, otros más chicos. Todas tumbas. “Eran tumbas porque tiraban a la gente adentro y siempre sobraba tierra. A veces los enterraban tan mal que las lluvias lavaban el terreno y salían los huesos... Entonces los animales los agarraban. Los llevaban a mi rancho... Además el olor. Quemaban los pozos y, cuando había viento norte, el humo con ese olor de cristianos quemados llenaba mi casa. Con mi mujer discutíamos. Yo me había vuelto casi loco. Tanto que me fui a dormir a un rancho más adentro del campo para no tener tantos problemas. Ni una sola noche desde que vi todo eso me he podido olvidar de La Perla”, soltó. Y de nuevo los insultos “a estos vándalos, atorrantes, asesinos”.
Contó, además, de “la primera y única vez” que vio pasar un helicóptero por La Perla. “Fue el 3 de mayo de 1976. Iba a caballo y vi que tiraron como dos bolsas de papas. Eran dos chicas.”
Según Solanille, “algunas mujeres la pasaron muy mal, fueron muy maltratadas antes de que las mataran”. Dijo haber presenciado “una fiesta donde habían llevado a algunas chicas y las hacían chupar vino, se las tiraban unos con otros. Era espantoso”. Y también recordó un día que vio a “muchos jóvenes al sol, todos con los ojos vendados, las manos y los pies atados y, a un costado, llorando, a un chiquito de unos cuatro, cinco años”.
Solanille dejó casi sin preguntas a la defensa. Tan contundentes fueron sus dichos, a pesar de que, como era previsible, se intentó aducir “su pérdida de memoria por la edad”. Una afirmación que hizo sonreír a más de uno en la sala, considerando la minuciosidad de su relato.
Antes de terminar su declaración, memoró cuando una bala perdida casi lo mata a él: “Pero le dio a la yegüita en la que yo iba montado. Cuando me bajé, me manché con su sangre”. Furioso, volvió a darse vuelta y miró a los imputados. “Mire señor juez, los tengo acá, atrás, en mi espalda. Cuídeme, porque son capaces de cualquier cosa. Yo los he visto. De cualquier cosa.”
Antes de levantarse de su silla, el arriero pidió que “el juez y los periodistas” tomaran nota de algo: “Quiero decir que donde todos murieron, yo resucité. El año pasado, el 24 de marzo, cuando fui a La Perla, me infarté. Y si no fuera por los chicos de HIJOS, no estaría acá. Ellos me salvaron y no me morí por diez minutos, me dijo el médico. Emiliano Fessia (encargado de ese espacio de la Memoria) y los chicos me salvaron. Tanta gente que murió ahí y ahí yo resucité”, repitió, ya casi como para sí mismo.
Menéndez lo contemplaba, aún, doblado sobre sí mismo. La cara descompuesta, escuchando al único testigo que lo vio haciendo lo que todos saben que hizo y que el ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército no niega: dirigir y ordenar la tortura y la matanza de cientos de personas en el campo de concentración más grande que ha existido en Córdoba. El de Solanille ha sido uno de los testimonios más terribles y definitivos de los que se han escuchado en lo que va de este juicio.
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