EL PAíS

El dedo del emperador

La desestabilización de Chávez en Venezuela y la ofensiva militar sobre la guerrilla en Colombia exhiben el cambio de la posición de Estados Unidos sobre las democracias latinoamericanas. ¿Cómo afectará ese cambio a la Argentina?

 Por Miguel Bonasso

¿Apoyaría Estados Unidos un “fujimorazo” en Argentina? Algunos observadores calificados de la diplomacia europea piensan que si no lo propicia activamente, al menos no está realizando grandes esfuerzos por evitar un eventual colapso del sistema democrático. Siempre, claro está, que el pabellón cubra la mercancía y el presidente vista saco y corbata. Nunca gorra. Washington, según estos observadores, presta crecientes oídos a banqueros y gurúes de los inversionistas que piden a gritos “parar la anarquía”.
Hasta ahora se suponía que los militares argentinos no volverían a los primeros planos porque nunca obtendrían la venia de Washington. Pero las cosas han cambiado bastante desde los tiempos de Bill Clinton a los de George W. Bush. Si no hay apoyo explícito por lo menos podrían hacer la “vista gorda”. Y, en cualquier caso, su poca predisposición para sacar la billetera puede aparecer a los ojos de eventuales conspiradores como el pulgar inclinado del emperador.
Una reciente anécdota lo ilustra dramáticamente. Bush y el presidente chileno Ricardo Lagos parecen haber entablado una relación bastante estrecha y cada tanto se llaman por teléfono. Para el norteamericano, además del beneficio informativo, esas charlas le sirven para practicar castellano. Hace pocos días Lagos participó de una reunión del Mercosur en Buenos Aires, a la que también fueron invitados otros países sudamericanos –como Chile– que no integran el organismo regional. De regreso en Santiago recibió un llamado telefónico del “amigo Bush” que, en su agreste español texano, le preguntaba cómo le había ido en la problematizada Argentina. Lagos le transmitió lo que había visto y reiteró lo que ha dicho en diversos foros públicos: “Hay que ayudarlos”. Para su sorpresa, la respuesta del amigo texano, llegó seca, como un balazo: “Ni hablar. Ellos se la buscaron. Si se quieren libanizar que se libanicen”.
A quienes duden de la veracidad de la anécdota (recogida por este cronista en una sólida fuente diplomática) bastaría recordarles una ristra de definiciones públicas de funcionarios norteamericanos del área económica y altos dirigentes del Fondo Monetario Internacional, que coinciden en fondo y forma con la lavada de manos del presidente Bush.
El 21 de febrero pasado, el secretario del Tesoro, Paul O’Neill, dijo después de entrevistarse con Jorge Remes Lenicov, que fue a verlo con la gorra en la mano: “Remes me gusta un montón, pero los argentinos se metieron solos en la crisis y tendrán que salir solos de ella”. Y, por si alguien no lo había entendido, agregó: “lo que pasa en Argentina es la definición de una sociedad desorganizada”. (El Wall Street Journal lo había precedido en los calificativos de manera más transparente: “es una república bananera”.) O’Neill respaldó su dureza en la reiterada negativa del FMI a negociar con el gobierno de Duhalde hasta que no le presenten un programa económico “sustentable”.
El jueves último, el titular de la Reserva Federal, Alan Greenspan, añadió su cuota personal de desprecio al comentar, pragmático: “La crisis argentina no ha provocado un efecto contagio en los mercados financieros globales”. O sea que no hay porqué alarmarse.
Sin embargo, esa cruel indiferencia no implica que Washington no se interese, de la peor manera posible, en la suerte que correrá el desdichado país que hace poco más de cincuenta años controlaba el 50 por ciento del mercado mundial de carnes, producía un tercio del PBI regional y figuraba séptimo en el ranking mundial de naciones. El 6 de febrero pasado, en una audiencia en la Cámara de Representantes, el director de la CIA, George Tenet, encendió tres focos rojos en el mapa hemisférico: Venezuela, Colombia y Argentina. Por una extraña casualidad, pocos días después las palabras se convirtieron en hechos: comenzaron en Venezuela los pronunciamientos golpistas de diversos militares en contra del gobierno constitucional de Hugo Chávez; en Colombia el presidente Andrés Patrana ordenó el fin de las negociaciones con la guerrilla y el bombardeo de la zona desmilitarizada y en Argentina regresó el fantasma del golpe militar.
Tenet dijo textualmente: “En la Argentina el presidente Duhalde está tratando de mantener el orden público mientras establece los fundamentos para una recuperación del colapso económico, pero su base de sustento es estrecha”. (¿Habrá cambiado de opinión con la manifestación duhaldista del viernes? Es para dudarlo.)
A la misma audiencia concurrió John Taylor, subsecretario del Tesoro de los Estados Unidos que, en un momento dado y rompiendo la supuesta neutralidad que en materia cambiaria debe mantenerse frente a un país formalmente soberano, se permitió opinar que “la dolarización hubiera sido buena para Argentina”.
Algunos observadores franceses y alemanes y, de modo muy especial, algunos preocupados dirigentes del Brasil, observan que la dura jugada de la Casa Blanca sería a varias bandas, como en el billar: un presidente civil de centro derecha apoyado por las bayonetas podría “disciplinar” a la población y “prepararla” para esa dolarización que las autoridades monetarias de Estados Unidos están proclamando como receta hemisférica, en un paso previo al ALCA. La “dolarización”, que colocaría a la Argentina en el mismo equipo que Ecuador y Panamá, se llevaría a cabo cuando el valor de la divisa norteamericana en el mercado libre se situara por encima de los tres pesos. Tal vez cuando estuviera en el cuatro a uno. Por entonces la renta per cápita argentina que ya descendió –por la devaluación– de 8 mil a 4 mil dólares se estaría situando en los dos mil o dos mil quinientos dólares por rapada cabeza. En ese momento la compra de activos nacionales por parte las grandes empresas norteamericanas resultaría una ganga. También el valor de la mano de obra habría quedado dramáticamente reducido al sabroso nivel de las maquiladoras del norte mexicano.
No es una simple especulación: el mes pasado Página/12 reveló que el banquero Emilio Cárdenas, alto ejecutivo del HSBC y ex embajador de Carlos Menem en la ONU, le propuso reservadamente al presidente Eduardo Duhalde que dejara caer el peso hasta llegar a 3 a 1, momento en el cual ellos traerían al país divisas frescas para imponer la dolarización. Las mismas divisas que se llevaron, seguramente, antes de que se estableciera el “corralito”. Cárdenas fue mencionado esta semana como uno de los banqueros que maneja el diálogo secreto con los militares. Otro sería el inefable Pedro Pou, ya señalado por el autor de esta nota en el destape del encuentro entre el teniente general Ricardo Brinzoni y el banquero Adrián Werthein, que ha sido tan ineficazmente desmentido por el Ejército y el ministerio de Defensa.
Reunión clandestina a la que se sumaría después la del fujimorizable Mauricio Macri con el capo de la Armada, almirante Héctor Stella, también destapada por Página/12. Para no hablar del encuentro entre el embajador James Walsh y el gobernador de Santa Fe, Carlos Reutemann, que puede ser perfectamente normal, pero que en estas circunstancias realimentó las usinas de rumores.
Un importante diplomático teutón que acompañó al canciller Gerhardt Schroeder en su reciente visita a la Argentina logró espantar a su interlocutor, un secretario de Estado del gobierno Duhalde, dibujando esta sombría profecía: con una Argentina achicada, “ecuadorizada” y sin capacidad de conducir su política monetaria, se quebraría el Mercosur y Brasil quedaría aislado, sin su socio más importante en la región. El ALCA pasaría a regir desde Alaska hasta la Patagonia sin molestos subbloques regionales. Quienes coinciden con ese vaticinio inquietante son los brasileños. Y no solamente los del PT que tratarán –a pesar de atentados y amenazas crecientes– de llevar a Luiz Inazio “Lula” Da Silva a la presidencia, en las elecciones de octubre próximo. También lo ha registrado con alarma el actual presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, que el 25 de febrero último lanzó una dramática advertencia en la Cumbre de la Gobernabilidad Progresista, que se celebró en Estocolmo con la presencia de diez jefes de estado de orientación (más o menos) socialdemócrata entre los que se contaban el francés Lionel Jospin, el inglés Tony Blair y el ya nombrado Schroeder.
Allí Cardoso dijo sin ambages: “El sistema democrático argentino está en riesgo”. Y subrayó: “Frente a la parálisis económica y del gobierno no se puede excluir el riesgo de ruptura de las instituciones en el país”. El primer magistrado del Brasil no ignora que “una ruptura de las instituciones” es impensable sin alguna forma de venia o tolerancia por parte de los Estados Unidos. Aunque fuera un guiño secreto, como el que regaló en su momento Henry Kissinger al entonces canciller de la dictadura militar, contraalmirante César Augusto Guzzetti, para exterminar a los guerrilleros de cualquier manera, pero sin ruido y en un lapso corto. En la noche y en la niebla.
Como parte de su preocupación, Fernando Henrique Cardoso dedicó encendidos (y sin duda desmedidos) elogios al presidente argentino Eduardo Duhalde, el mandatario vecino al que más apoyó en sus ocho años de gestión. Y no se limitó a la retórica: hizo lobby a favor de Argentina ante los líderes europeos y ante poderosos empresarios que asistieron al foro de Estocolmo.
Tantos esfuerzos podrían verse defraudados si el gobierno profundiza, como parece, su subordinación absoluta respecto del esquivo FMI que nos visita esta semana y de esos Estados Unidos que siguen emitiendo señales despectivas y no hacen ademán de sacar la cartera.

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