EL PAíS › EL GOBIERNO DISCUTE QUE HACER CON LAS RETENCIONES MIENTRAS NOS VISITA EL FMI

Dale tu mano al indio, dale que te hará bien

Las retractaciones presidenciales, ayer y hoy. Las plegarias atendidas de Economía. Un indio en la torre de Babel. Todos contra todos, una escena diaria. Los debates que ya vienen.

 Por Mario Wainfeld

Carlos Menem se desmentía a sí mismo con taimado desparpajo. “Io nunca dije eso”, solía expresar negando lo ostensible, lo probado, lo grabado.
Fernando de la Rúa usaba el lenguaje como un medio capcioso para esconder lo que pensaba, suponiendo que pensara. Una red de lugares comunes de plomizas reminiscencias balbinistas o seudotécnicas (“el llamado de la hora,” “la salud de la República”, “la mesa de los grandes consensos”) servían para proponer tanto un barrido como un fregado y antes que nada para escamotear definiciones.
Eduardo Duhalde se refuta a sí mismo tanto como sus predecesores. Pero, dado que su retórica propende a ser clara y llana, sencillamente dice un día una cosa y otro, otra. Reconoce el error de apenas ayer y emprende otro camino. Ya reconoció que no se devolverán dólares a quienes antaño depositaron (argen)dólares. La intransigencia de los hechos lo obligó a retractar una promesa exorbitante de su discurso inaugural, una desmesura que casi todos sus allegados, amigos y asesores le aconsejaron, en vano, evitar. En estos días prometió –a plazo fijo– una pronta reactivación que casi nadie percibe, salvo algunos informes asombrosos de José Ignacio de Mendiguren. Y, entusiasmado, la dató: será el 9 de julio.
¿Habrá que esperar hasta esa fecha para que, en lenguaje comprensible y coloquial, se desmienta? Tal vez deba hacerlo aún antes.
La economía es estúpida
“Técnicamente es una devaluación exitosa –dice el funcionario de Economía comentando los índices de precios–, no se trasladó ni por asomo totalmente a precios. Y el impacto es menor en los precios al consumidor que a los mayoristas.” El hombre no es un cínico, ni un necio: sabe que las cosas están horribles y que nada funciona. Apenas explica, a su modo, que los libros de texto se incendian ante la realidad argentina.
Se ha obrado una devaluación pro exportadora de manual. El peso perdió el cincuenta por ciento de su valor y los salarios permanecen intactos, cuando hay suerte. La revaluación feroz del dólar excede en mucho lo que se suponía necesario para dar competitividad a las exportaciones argentinas. El dólar no vale el dislate que vale porque encontró su equilibrio, antes bien está sobrevaluado por evidentes componentes especulativos. Y, sin embargo, las exportaciones no se disparan como dicen los manuales, en su bolilla uno.
Ocurre que ninguna paridad cambiaria, por favorable o astronómica que fuera, alcanza para paliar la ausencia de crédito, de moneda, de mercado interno, de contratos inteligibles, de política estatal predecible, de escenarios que trasciendan una semana.
El gobierno aliancista menoscabó la importancia de la recesión como núcleo de la crisis nacional. Fijó su mirada en los equilibrios fiscales y trabajó, casi siempre infructuosamente, del lado del gasto. El resultado es conspicuo: el gasto algo menguó pero los ingresos fiscales sencillamente se pulverizaron.
El gobierno actual sabe, curtido por la experiencia ajena, que la recesión es una muerte tan lenta como inexorable pero vive en pánico por la cotización del dólar y privilegia evitar una corrida a intentar reactivar la economía. El Banco Central maneja una flotación sucia y culposa. A veces interviene drenando divisas y otra se abstiene. El dólar sigue subiendo... y eso que no se abre el corralito.
La idea de destinar miles de millones de pesos a paliar las necesidades más acuciantes de casi la mitad de la población no tiene grandes adeptos en Hacienda. Página/12 le comenta a uno de ellos si –al margen de imperiosas razones de equidad y respeto ciudadano– la medida no serviría para detonar el consumo interno. “Usted quiere explicarme que los pobres no van a salir a comprar dólares –replica– pero sí lo haría algún otro eslabón de la cadena. El almacenero del barrio, el mayorista, lossupermercados.” Tal vez no fuera así, porfía Página/12. Acaso los almaceneros quieran seguir trabajando de almaceneros, progresar en algún sentido: mejorar el boliche, tomar un empleado, poner un ventilador, abrir una sucursal, comprarse un auto. Conductas exóticas, diferentes a las de acaparar dólares que practican muchos almaceneros, carpinteros y plomeros en los países capitalistas. El hombre no cree.
En el Ministerio de Economía temen que la economía se mueva. Poco tiempo ha, en los mismos despachos, funcionarios de otra administración elevaban preces al cielo (y hacían obra) para que la economía no se recalentara. “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”, decía Santa Teresa. La frase calza como un guante nuevo a los funcionarios de la Alianza que, a fuerza de no recalentar, casi matan de frío. Tal parece que sus sucesores transitan, con las variantes del caso, un calvario similar.
Para acentuar la simetría, la sensación de déjà vû que abate al cronista, el actual funcionario reitera una frase cuyo núcleo ya es un clásico: “La plata de las retenciones no pueden ir jamás a una asignación específica, menos a política social. El FMI nos cerraría la mano”.
“El negro” ¿puede?
Por ahora, el Presidente piensa distinto. Ha dicho a los cuatro vientos, en conversaciones públicas y privadas, que las retenciones a exportaciones se destinarán a programas sociales. “El Negro está convencido”, dice un alto funcionario que lo conoce y acompaña desde hace años y discutió con él el tema mano a mano. “Dice que nadie le va a torcer el brazo.” La idea de Duhalde también es de manual, de otro manual. Consolidar un liderazgo a partir de la respuesta a necesidades de un sector social sumergido y olvidado, por añadidura “históricamente” peronista. Y empezar a paliar una deuda de la restauración democrática. “Menem pensaba que la pobreza era algo natural, eterno. ‘El Negro’ piensa distinto, lo avergüenza. Para él, combatirla, es primera prioridad”, dice otro hombre de gobierno y duhaldista de la segunda hora. En la primera, era menemista.
En la Rosada todos hablan de Duhalde con un respeto y una emulación que De la Rúa jamás logró en su elenco. Si se escucha al staff oficialista, el Presidente es el más decidido, el más calmo, el menos tenso, el que tiene más información.
Esa ponderación de la tropa propia es mejor principio que la ausencia total de liderazgo y emulación del radical. Pero se asienta sobre una base precaria, que casi todos los habitantes de la Rosada reconocen: la falta de peso específico de casi todas las primeras espadas del Gobierno. Por eso, diga lo que diga el Presidente (que esta semana desmintió versiones periodísticas de varios medios gráficos, incluido éste... lo que quizá lo obligue a desmentirse en menos de un mes) el cambio parcial de Gabinete está ahí, en gatera, esperando convencer a algunos dirigentes “de otras provincias”, de más peso político, para armar un gobierno más consistente.
Dale tu mano al indio
Dos visitas de postín recalaron en las pampas en estos tórridos días atizando ilusiones módicas.
El primero fue Marc Rossman, algo así como el número tres del Departamento de Estado norteamericano. Sus frases, un calco de las que suele deslizar George W. Bush, fueron traducidas como música celestial por miembros de la Cancillería. Otro especialista del mismo ministerio, conversando off the record, fue más cauto: “El Departamento de Estado emite mensajes confortantes, pero el Departamento del Tesoro es otra historia. Después viene Paul O O’ Neill y nos mata”. Los dirigentes argentinos se han hecho baqueanos para rastrear diferencias al interior de la administración Bush y tal parece que la versión oficiosa se apega más a los rudos hechos que la oficial.
El otro es el indio Anoop Singh, que encabeza una misión del FMI. Parafraseando la clásica copla del folclore nacional, en la Rosada esperan que el indio nos abra la mano. Por ahora, el hombre –cuyo parecido con Peter Sellers en su juventud es francamente chocante– no suelta prenda. Las conversaciones transitan morosas, cuando no insufribles. Es que el visitante (encarnando acaso una metáfora involuntaria) no sabe una jota de castellano y la mayoría de quienes lo entrevistan (una debilidad excesiva) no dominan el inglés.
El Gobierno tiene jugadas todas sus fichas a que el FMI levante el bloqueo que padece la Argentina desde que declaró el default. La espera no es sólo por los fondos que pueda habilitar ese organismo. Se centra también, acaso más, en líneas del BID para prefinanciar exportaciones. Sería el modo de resolver uno de los nudos de época: la falta de “capital de trabajo” que permita poner en marcha negocios que pintan si no fastuosos, al menos posibles.
Todos contra todos y a finish
“Ninguno de los principales actores socioeconómicos consiguió imponer de un modo estable su proyecto, sin embargo en los momentos en que cada uno de ellos tuvo mayor gravitación sobre las medidas estatales logró medidas para acrecentar sus beneficios (...) (de modo) que contribuyeron a ‘agrandar’ el Estado o hacer más desarticulada su acción burocrática. La falta de un actor socioeconómico en condiciones de hacer prevalecer en forma estable sus intereses provocó que las ventajas circunstanciales de cada uno de ellos se convirtiera en un problema cuyos efectos objetivos se trasladaban al Estado”. (Ricardo Sidicaro. “La crisis del Estado”, Ediciones del Rojas, 2002.)
La cita, impecable, alude a las dos últimas décadas pero cuadra a medida para los últimos días o semanas. Con un detalle de vértigo: las pugnas corporativas que antes ocurrían en meses o en años ahora suceden en horas. La puja sectorial opera sin mediaciones, afeites ni disfraces. Un gobierno muy débil y mutante cede aquí y allá y cada medida deja un tendal de perjudicados sin terminar de posicionar en el podio a los transitorios beneficiarios.
El más aparente conflicto de estos días, el de la industria láctea, revela algunos datos que no siempre integran el mínimo sentido común imperante. El primero que no es el Estado y el Gobierno el único “malo” de la película. El segundo, como señaló Enrique Martínez en una columna aparecida en este diario, que los dirigentes tamberos, los débiles en esta puja, sólo se acuerdan del Estado cuando están groggys sobre las cuerdas. No merecen un reproche especial, nada los diferencia de tantos otros sectores que hurtan el cuerpo –y los impuestos cuando cuadra– al aporte al bien común y sólo se acuerdan del Estado cuando les aprieta el zapato.
La Argentina transitó años de democracia delegativa en las que una porción ampliamente mayoritaria dejaba hacer a la corporación política, atendiendo cada uno a su propio juego. Muchos de esos juegos fueron ruinosos, los remises, los retiros voluntarios, los pools, los maxiquioscos, los microemprendimientos, los plazos fijos al fin. Una efervescencia política, en buena hora, reemplaza al pasotismo de una década. Pero de la pasividad se deriva a un asambleísmo permanente e hiperdemandante, que se conjuga con una puja feroz de corporaciones.
La Argentina no es la única sociedad injusta de la tierra, ni tampoco la única en la que buena parte de sus integrantes perciben esa injusticia. Pero tal vez el actual cuadro de situación tenga una cierta novedad. Los argentinos cuando se movilizan no miran al futuro con ansia, voluntad o esperanza, sino al pasado con una rabiosa melancolía. Una tremenda sensación de privación recorre el cuerpo social. Casi todos añoran algún momento en que estuvieron mejor. Los obreros, los desocupados, un pasado ya lejano. Otros uno muy cercano, son los que el año pasado ganaban 100 y ahora cobran 87, los ahorristas.
“Me gustaría que todo cambiara, que fuera como antes”, dijo por la radio un pibe de 13 años glosando una paradoja, una utopía retrospectiva que debe ser la de sus viejos. Triste comunidad, improbable comunidad, la que emparenta el cambio con el pasado y no consigue pautar reglas para acordar sobre el futuro.
Lo que viene, lo que viene
Dos discusiones densas detonarán en el Gobierno en los próximos días:
u Qué hacer con los famosos (y por ahora, ojo, estimados y virtuales) 3000 palos de retenciones.
u Qué hacer (o mejor, si hay que hacer algo nuevo) con el famoso corralito.
¿Jugará el Presidente la novedosa, heterodoxa y por ende no sacralizada baraja de empezar a pagar la deuda social de los argentinos? ¿Osará el Gobierno hacer arrancar la economía a riesgo de que se dispare el dólar? ¿Habrá ayuda de los organismos, llegará a tiempo, servirá para algo?
Preguntas que habrá que responder rápido y claro, muy posiblemente sin ocasión de poder desdecirse luego. La mera prolongación de estos últimos dos meses sin un cambio puede desatar un vendaval demasiado fuerte para un gobierno al que cualquier brisa hace flamear como una hojita al viento.

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Anoop Singh, jefe de la delegación del FMI –en la foto, a la derecha– al llegar a la Argentina.
 
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