Lunes, 8 de junio de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Washington Uranga
Si bien el tiempo que se dedique a una reunión no es, por sí mismo, un indicador válido ni revelador de la calidad de la misma, tampoco puede pasar desapercibido que el papa Francisco le haya destinado casi dos horas de su agenda, en un día domingo y apenas arribado de un viaje agotador, a su encuentro con la presidenta Cristina Fernández. Habla, sin duda, de la relevancia que el pontífice le otorgó a la reunión. Es posible que los mismos analistas que habrían utilizado grandes titulares para interpretar lo contrario si el diálogo hubiera durado apenas quince minutos, ahora guarden prudente silencio sobre este detalle significativo y se dediquen, una vez más, a acusar a la mandataria de “utilizar” políticamente una circunstancia que, a todas vistas y por mal que les pese, tiene sentido político. Aunque este sea distinto al que se le pretende asignar interesadamente.
La letra fina de lo conversado durante la reunión privada seguramente quedará durante mucho tiempo entre las cuatro paredes de la sala de audiencias vaticana y en la memoria de los dos únicos participantes. Aunque ambos guarden silencio sobre los detalles, los dos interlocutores conocen a ciencia cierta la trascendencia política del encuentro y cada uno lo valora desde su perspectiva particular. Podría decirse algo similar de la reunión que el Papa sostuvo en días pasados con la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, o con el ex mandatario uruguayo, José Mujica. Por el mismo camino iba el encuentro con Nicolás Maduro, finalmente postergado por razones de salud del venezolano. Pero en el caso de los argentinos la reunión tiene un tinte distinto. De manera casi unánime quienes se mueven tanto cerca del Papa como de Cristina Fernández aseguran que hay entre los dos líderes una corriente de afecto y de mutuo respeto que se ha ido acrecentando en cada uno de los encuentros y que se abona también con comunicaciones puntuales que viajan cada tanto entre Buenos Aires y Roma, entre Roma y Buenos Aires.
Los voceros vaticanos insisten en afirmar que el Papa no sigue de cerca la política argentina. Lo mismo le dijo a Página/12 el embajador Eduardo Valdés cuando fue entrevistado por el colega Santiago Rodríguez. Es una verdad a medias. Es cierto que Bergoglio no puede dedicarle a la Argentina el tiempo ni las energías que le destinó a su país en otras etapas de su vida. La agenda del Papa es suficientemente amplia y compleja y requiere de gran parte de sus fuerzas. Pero a pesar de ello el pontífice se mantiene informado, por diversas vías y a través de distintas fuentes, del devenir diario del país y, en la medida de sus posibilidades y siguiendo su estrategia de no aparecer interviniendo en los asuntos directamente políticos, hace llegar sus opiniones y sus puntos de vista.
“Hablamos de la remodelación de la Basílica de Luján y del traslado del sable del general San Martín en los festejos de la Semana de Mayo”, dijo la Presidenta tras el encuentro. Sería ingenuo, sin embargo, pensar que el diálogo –sin testigos y sin otro objetivo que el intercambio– haya girado solamente en torno de esos dos temas en lo que respecta a la realidad argentina. Bergoglio no olvida su condición de argentino y se muestra siempre interesado en expresar sus opiniones sobre el país. Opina, en privado, sobre la realidad política con cada uno de los interlocutores argentinos de su confianza a quienes recibe frecuentemente en Santa Marta. ¿Por qué no habría de hacerlo entonces con Cristina Fernández, considerando tanto su investidura institucional como Presidenta como su condición de dirigente política? Por otra parte, además de la estima personal que le dispensa al Papa, la Presidenta reconoce en Francisco la calidad de un estadista y observador inteligente de la política a quien siempre es bueno escuchar.
Desde la otra vereda y como parte de su estrategia internacional para seguir consolidándose como un líder mundial en favor de la paz, Francisco entiende que tiene que profundizar sus relaciones –también oír– a quienes reconoce como figuras de relevancia en la política internacional. Y en esta consideración el pontífice incluye a varios de los líderes –presidentes y ex presidentes– de los países latinoamericanos. Cristina Fernández está entre ellos de manera particular, aunque también Rafael Correa, Evo Morales, el ex mandatario oriental José Mujica y el ex presidente de Brasil, Lula da Silva. El Papa “que llegó desde el Sur” sabe que puede construir con ellos acuerdos que van más allá de lo coyuntural y que en determinado momento estas personas pueden ser también colaboradores esenciales para consolidar su propia estrategia pacificadora. Y no sería extraño que dentro de no mucho tiempo veamos a algunos de ellos haciéndose cargo, a modo de embajadores extraordinarios, de misiones solicitadas e impulsadas por Francisco en el conflictivo teatro internacional.
Una vez más el gesto del encuentro –la foto dirán algunos– ha sido importante. Pero lo esencial –que aquí también sigue siendo, por lo menos hasta el momento, “invisible a los ojos”, como lo sostuvo Saint-Exupéry en El Principito– pasa por la sintonía que Cristina Fernández y Jorge Bergoglio tienen respecto del análisis de los problemas y las cuestiones a las que se debe prestar atención para buscar soluciones en el escenario internacional.
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