Mar 01.09.2015

EL PAíS  › OPINIóN

El nazismo, los fenómenos hiperinflacionarios y la respuesta de la historia

› Por Mario Rapoport *

El uso de la historia para explicar el presente es absolutamente necesario aunque los contextos no sean iguales. Recurrir a la historia permite sin duda poder evitar la repetición de sus procesos más negativos, como también proyectar hacia el futuro aquellos momentos, traducidos en políticas, que beneficiaron a las sociedades humanas. Los fenómenos históricos no se repiten, pero pueden ser sospechosamente similares. El problema es conocer bien la historia.

En primer lugar, hay que señalar que las crisis económicas que ha sufrido el mundo o determinados países no fueron consecuencias de fenómenos inflacionarios, sino deflacionarios. Tanto la gran depresión de los años ’30 como la crisis argentina de 2001 se debieron, por ejemplo, a situaciones de este tipo.

En el caso de Estados Unidos, las políticas de New Deal tendieron desde un principio a volver a valorizar los bienes de una economía, cuyos precios habían caído abruptamente junto con la Bolsa de Valores de Nueva York. Esto se hizo a través de políticas de demanda, como lo aconsejaban economistas institucionalistas norteamericanos que pertenecían al Brain Trust (consejo de asesores) del presidente Roosevelt, desde su asunción a la presidencia en 1933, reafirmadas por el influjo de las ideas de Keynes luego de la publicación de su Teoría General, tres años más tarde.

Roosevelt analizaba retrospectivamente en un discurso pronunciado en 1937, las causas del colapso del ’29 y la depresión que lo siguió, justificando las políticas adoptadas para enfrentarla. Según él, debido a la “sobreespeculación y sobreproducción de prácticamente todos los artículos o instrumentos usados por el hombre, (hubo) millones de personas desocupadas, porque lo producido (anteriormente) por sus manos había excedido el poder de compra de sus bolsillos... los bienes ofrecidos llegaron a sobrepasar de tal manera la demanda que podía pagarlos, que la producción debió frenarse bruscamente. Como resultado de ello: desempleo y fábricas cerradas. Esos fueron los trágicos años de 1929 a 1933”. Como vemos no se trataba de una crisis inflacionaria, sino de un descenso de los precios como consecuencia de una crisis de sobreproducción y de una fuerte especulación bursátil.

En el caso argentino la desmonetización de su economía originada por el tipo de cambio fijo, la política de convertibilidad y el endeudamiento externo nos llevódirectamente a la abrupta caída del PBI, altas tasas de desempleo, pobreza e indigencia y la pérdida de los ahorros de gran parte de la población. Esto originó la devaluación del 2002. No fue tampoco un fenómeno hiperinflacionario.

Vayamos ahora a lo que ocurrió en Alemania para que el nazismo llegara al poder. En su primer libro, Las consecuencias económicas de la paz, de 1919, Keynes se oponía a las medidas establecidas en el Tratado de Versalles señalando: “La política de degradar a Alemania a la servidumbre de toda una generación, de degradar la vida de millones de seres humanos” era “odiosa y repulsiva (...) nada autoriza a las naciones a hacer recaer sobre los hijos de sus enemigos las perversidades de sus padres o gobernantes”. Sin duda, la ascensión de Hitler, en 1933, fue un resultado, en gran medida, de ese error que imponía a Alemania sacrificios imposibles de cumplir, como ahora la misma Alemania se los impone a Grecia.

El proceso hiperinflacionario (o sea, mucho más que una simple inflación) fue una consecuencia de ese tratado, como Keynes mismo lo pronosticó cuando señalaba, en agosto de 1922, “que Alemania sucumbirá ante la inevitable falta de pago” anticipándose a lo que iba a ocurrir. En diciembre de aquel año ese país fue declarado en quiebra y de inmediato, tropas francesas y belgas ocuparon la cuenca del Ruhr, región altamente industrializada. La resistencia pasiva de los germanos se tradujo en la negativa a trabajar en las minas y en los ferrocarriles y la actividad industrial de la zona ocupada quedó paralizada. Entonces, el gobierno apoyó a la población mediante una considerable emisión de papel moneda.

Estimuló así, respaldado por las grandes corporaciones industriales, un devastador proceso hiperinflacionario. Ante un balance de pagos adverso, se desplegó una política financiera deficitaria en la que la diferencia entre gastos e ingresos fue enjugada mediante un aumento de la deuda flotante y una emisión de moneda por parte del banco central alemán, el Reichsbank. La hiperinflación alcanzó su máximo en noviembre de 1923: el valor del marco había llegado prácticamente a cero y se requería de una cifra varias veces millonaria para poder comprar un dólar. Recién entonces se estableció una nueva moneda que devolvió la confianza a la economía. Era evidente que Alemania no estaba en condiciones de pagar las reparaciones de guerra mientras que la hiperinflación favorecía sobre todo el crecimiento de los grandes trusts y carteles, permitiendo a los empresarios carentes de escrúpulos construir a expensas de la clase media y de los trabajadores gigantescos imperios económicos cuyo prototipo fue el imperio de Hugo Stinnes, el enemigo más encarnizado de la democracia y de la política exterior de la primera República de Weimar. El endeudamiento externo tomado en esos años en Estados Unidos a través de grandes empréstitos (los planes Dawes y Young también criticados por Keynes), que inundaron la economía alemana a partir de 1924 dieron a la industria germana el capital líquido necesario para racionalizar y ampliar sus plantas e instalaciones. Los mayores trusts de la historia alemana, sostenedores luego del nazismo, se formaron en esos años.

Cierto es que también en 1923, Hitler intentó su primer putsch (golpe de Estado) en una cervecería de Munich, lo que lo llevó a la cárcel, donde escribió Mein Kampf (Mi lucha), su libro de cabecera. Pero luego de frenada la crisis hiperinflacionaria, en 1925, por el economista de derecha Hjalmar Schacht, presidente del Reichsbank y luego ministro de Economía del mismo Hitler, éste debió esperar 8 años para llegar al poder, en 1933.

En el medio hubo una breve recuperación y más tarde, la gran crisis mundial de 1929, que originó una profunda depresión como en Estados Unidos, con caída de los precios y desocupación (en 1932 había casi 6 millones de desocupados). Una situación que se sumaba a las políticas de austeridad de los gobiernos conservadores (que habían desplazado a la socialdemocracia), la baja del gasto público y la disminución de los salarios. La hiperinflación se frenó, pero seguía existiendo un gran resentimiento por parte de la población alemana por el tratado de Versalles y un rol activo del capital germano financiando a Hitler. A eso hay que agregar, sin duda, fenómenos políticos, como la debilidad de los gobiernos socialdemócratas, que con el pretexto de impedir una revolución bolchevique llegaron a diversos acuerdos con los militares y la derecha alemana, que se afirmó en el gobierno con el presidente Hindenburg, en mayo de 1925.

Fue Hindenburg el que en enero de 1933, luego de varias maniobras palaciegas, le otorgó a Hitler el cargo de canciller. Se disolvió entonces el parlamento existente, llamándose nuevas elecciones el 5 de marzo. A pocos días del proceso electoral Hitler provocó el incendio del Reichstag, culpando a los comunistas, lo que dio lugar a la supresión de numerosas libertades civiles, a la represión de los sectores de izquierda y a una situación de terror político. Esto facilitó el resultado electoral y los nazis pasaron del 2,6 por ciento de votos obtenidos en 1928, al 44,9 por ciento. Ni uniéndose los tres partidos opositores hubieran ganado. Pese a ello, como no consiguió los dos tercios necesarios para obtener un poder absoluto, Hitler expulsó a numerosos representantes opositores, logrando votar la llamada ley habilitante y convirtiéndose en un dictador “constitucional”.

Para finalizar, como señalaba Keynes con respecto al tratado de Versalles mucho antes de que Hitler apareciera en escena: “Si nosotros aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la Europa central, la venganza, no dudo en predecirlo, no tardará”. Los horrores que se producirían, serían, según él, insignificantes en relación a los de la anterior guerra destruyendo “la civilización y el progreso de nuestra generación”. Su predicción resultó así exacta.

* Economista e historiador.

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