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› Por J. M. Pasquini Durán
Los aumentos por decreto para jubilaciones y salarios y un adicional único para los subsidios de Jefas y Jefes de Hogar son buenas noticias para algunas porciones de los más sumergidos, aunque el beneficio no alcanza a los estatales ni a la parte mayoritaria de los trabajadores “en negro”. Hay empresas medianas y pequeñas, que se ufanan de ser las principales dadoras de empleo, que no efectivizarán la obligación impuesta, tal cual lo señala un comunicado público de Apyme difundido ayer, porque su rentabilidad no se lo permite. En cambio contraproponen para aumentar el consumo, razón invocada por el Gobierno para los citados decretos, la supresión total o parcial del IVA sobre los productos de la canasta básica, una medida que alcanzaría a todos por igual. La sugerencia es válida, pero aislada de una política de ingresos y de un mercado de empleos en expansión podría ser otro alivio transitorio.
Por el momento, las pauperizadas cajas del comercio minorista serán las receptoras naturales de la inyección económica, ya que sus primeros receptores tienen tantas necesidades insatisfechas que el consumo directo será, sin duda, el destino principal de los modestos valores distribuidos. Como sucede en estos círculos virtuosos, del comercio la demanda se trasladará a los proveedores para reponer mercaderías. Este ciclo básico es el que tendría que predominar en la distribución de ingresos con criterios de equidad, para invertir el reparto actual que le da a la minoría privilegiada la parte del león. Para caminar hacia ese horizonte falta bastante y llama la atención que los sindicatos no digan esta boca es mía, acostumbrados parece a ser de palo, como eran en el gobierno de Carlos Menem. Hay que recordar que la decadencia nacional fue provocada por la aplicación de las políticas neoliberales durante el menemato, y también por el silencio cómplice de los mayores grupos sindicales y la ilusión de las clases medias en una estabilidad antiinflacionaria que canibalizaba a millones de trabajadores, sustrayéndolos de los sistemas de producción, de trabajo y de consumo.
Sobre esas clases medias martillan hoy las derechas que acusan a Néstor Kirchner de ser un demagogo populista con tentaciones autoritarias, clavando toda clase de miedos a fin de desarticular la movilización social y amortiguar las expectativas favorables en la gestión y los discursos presidenciales. Salvo un puñado de excepciones, el mayor número de tendencias de izquierda no quieren ser funcionales a las manipulaciones de las derechas, pero a veces lo son sin quererlo, debido a los claustros ideológicos en los que se encierran sus mentores, cuando despegan del contexto general a los actos en los que demandan legítimas reivindicaciones. Se llaman vanguardias revolucionarias pero se sienten menospreciados cuando los identifican como minorías, porque creen que es una descalificación ideológica en lugar de una descripción de sus proporciones. ¿Acaso podrían mencionar vanguardias que hayan sido mayoritarias antes del asalto al poder? Más aún: ¿Acaso creen de verdad que están a punto de tomar el poder, mientras casi todos sus dirigentes tienen que sentarse a la mesa del Gobierno para conseguir subsidios y otros beneficios, puesto que si distribuyeran sólo sus ideologías lo más probable es que decaerían sus diversos rangos de influencia entre los desposeídos?
Los que no se apoyan en alguno de esos extremos son acusados desde las dos puntas de “oficialismo”, sea por oportunismo o por corrupción. Que los hay oficialistas de ese tipo no caben dudas. Todos los gobiernos, incluidas las dictaduras militares, tuvieron esas adhesiones interesadas y no hace falta mucha memoria o información para reconocer periodistas, empresarios, sindicalistas, policías, militares y asociados de otros oficios y actividades que se enriquecieron a cambio de los servicios prestados. Luego, hay oficialistas por convicción, cuya característica primordial es su entrega incondicional al gobierno de turno, con escasa o nula capacidad crítica. En ninguna de esas agrupaciones puede asimilarse, sin cometer un juicio banal, a todos los ciudadanos estimulados por decisiones oficiales que coinciden con las aspiraciones sociales de progreso y de justicia. Por caso: ¿alguien puede afirmar con seriedad que la diputada Patricia Walsh de Izquierda Unida fue sobornada para firmar el despacho de mayoría que anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida? Por lo mismo: ¿el diputado Luis Zamora no votó esa nulidad en pago de beneficios económicos privados?
Reconocer las diferencias no implica renunciar a las propias convicciones, así como el auténtico realismo político, que no tiene nada que ver con la perversa “real-politik”, no significa declinar las utopías. De lo contrario, volvería a instalarse en la sociedad la antinomia amigo-enemigo, que hizo tanto daño en oportunidades críticas de la Argentina. Esa antinomia formó parte del más puro ideario menemista, por si lo han olvidado los que vuelven a levantarla como la única percepción del proceso político y social. Así piensan hoy en día algunas franjas de las clases medias que se dejan ganar por los prejuicios que alimentan las derechas contra los piqueteros, mientras que en algunos núcleos de este movimiento, en lugar de tender puentes para el diálogo y el convencimiento prefieren acentuar la confrontación creando situaciones diarias de incomodidad pública. ¿Es “oficialismo” propiciar el entendimiento en un frente común por la igualdad de oportunidades para todos?
La situación nacional es de tal complejidad que a cada rato presenta dilemas de distinta naturaleza que demandan resoluciones de la inteligencia y de los principios de cada persona honesta. Por ejemplo: si el que fue elogiado porque rechazó la amnistía de Menem a jerarcas militares y jefes guerrilleros, ese mismo mañana critica el desprocesamiento a libro cerrado de los tres mil militantes sociales enjuiciados porque considera que no hay impunidades buenas y malas, ¿será desechado por reaccionario? Con seguridad, en el movimiento de derechos humanos, con organismos como CELS o los servicios jurídicos de la APDH, hay experiencia y talento para encontrar una solución justa en los términos de la ley y de las garantías constitucionales. Poner el mejor esfuerzo en abrir ese camino, en lugar de los atajos que perturban y dividen, es la obligación de los que conservan la capacidad para enfrentarse con la realidad sin miedos ni prejuicios.
No es asunto exclusivo de las conductas gubernamentales o de los partidos. El requerimiento de un pensamiento inteligente y de buena fe abarca un inmenso temario, cuyos ítem se entrelazan hasta formar lo que se llama la opinión pública. Ayer mismo, un tribunal en fallo ejemplar condenó a doce años de prisión de cumplimiento efectivo al irresponsable que mató a una madre y su pequeña hija, atropellándolas con un automóvil preparado para “picadas” urbanas, en tanto otros jueces quieren rebajar las penas de los que asesinaron a José Luis Cabezas. ¿Es “oficialismo” saludar la condena del irresponsable criminal porque lo defendía el estudio del ex juez Oscar Salvi, quien sería hoy ministro de Justicia si Carlos Menem hubiera ganado el último ballottage presidencial? ¿Es revolucionario repudiar la decisión que pretende beneficiar a los canallas del caso Cabezas, cuando en realidad el rechazo debe ser unánime y multisectorial en defensa de la igualdad ante la Justicia y contra cualquier forma de impunidad?
La Argentina está otra vez parada en una encrucijada y tanto puede enderezar hacia el buen camino como seguir por el peor. No es hora, por lo tanto, de distribuir etiquetas simplificadoras sino de organizar y reunir las energías populares en la mejor dirección. Nadie está a salvo del error y tampoco nadie puede invocar la propiedad exclusiva de la verdad. El respeto mutuo antes que la descalificación rápida y gratuita, y la tolerancia en la diversidad son instrumentos indispensables para mirar al porvenir desde la base de la sociedad.