Lunes, 20 de junio de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
El bajón de unos es enorme, y la fiesta de otros también.
Todavía es muy pronto para medir las consecuencias exactas de la bomba estallada por José López. Hablamos de política, no de percepciones circunstanciales. Si el macrismo muñequea bien lo que pasó, a corto plazo y para las elecciones del año que viene, el hecho será interpretado como clave. Si el panorama económico sigue barranca abajo, habrá de esfumarse como ocurre con todos los sucesos de corrupción por más grandilocuentes que sean. Hoy, el shock es demasiado grande por las características cinematográficas de lo sucedido y eso, momentáneamente, está por delante de toda otra estimación. Casi cualquier cosa que pueda decirse parece no estar a la altura de un ex funcionario, de primera línea, cazado de madrugada con millones de dólares que intentaba ocultar en un monasterio. Es emocionalmente imposible sobreponerse a esa imagen. No interesa más nada. Si al tipo lo operaron los servicios haciéndole creer que sufriría un allanamiento inminente, si el cura y las monjas del lugar sabían y callaron, si es inconcebible que cayera un operativo de amplio despliegue a los tres minutos de una llamada anónima al 911, son aspectos que sólo importan a los efectos de obrar como sabueso periodístico para no modificar en nada la impresión y el hecho registrado. Cuando fue la difusión del video de La Rosadita, hubo la observación de que, al fin y al cabo, en una financiera se cuenta plata. Además, cada vez que se prodigan filmaciones como ésas resulta transparente –o debería resultar– que sus orígenes periodísticos y judiciales son tan sospechosos como el propio hecho. Calza lo mismo para las denuncias en torno de Lázaro Báez, que están plagadas de intencionalidad política sin perjuicio de que el sujeto pueda ser indefendible porque ningún pichi construye semejante fortuna arrancando de cero. Otro tanto cabe para Ricardo Jaime, quien también es una imagen bizarra de corrupción estatal pero sin haber sufrido constatación pornográfica, filmada, de las manos en la masa. Lo de López, en cambio, no fue un proceso de demolición. Es golpe de nocaut. Que sea contra él importa un pito. El problema, a priori muy grave o muy serio, es que ahora no hay que defenderse de López, como si uno tuviera algo que ver con tamaño miserable, sino de haber apoyado –y seguir haciéndolo, quede claro desde el vamos– un proceso político de inclusión social al que se pretende delictivo por completo y del que, de repente, López parece ser la única figura, la única conclusión, la única marca con que debería analizarse una experiencia de doce años capaz de haber intentado un poco de justicia redistributiva por cierto que con todos sus errores. Y todos sus corruptos. En otras palabras, es como si el martes hubieran desaparecido, por obra de López, los logros concretos que produjo el gobierno anterior. La sensación es ésa y ni siquiera es lo peor. Lo peor es que quienes vendrían a significar la limpieza son los sucios estructurales.
Si ya había una malla de protección mediática en torno de los papeles de Panamá que involucran a Macri, de las empresas offshore usadas por miembros y adherentes gubernamentales para fugar divisas, del conocido recicle de la bicicleta financiera para volver a endeudar al país a cambio de ninguna cosa que signifique repartir la torta un poco mejor, apenas un poco, ahora acontece que nos gobiernan e informan unas vírgenes capaces de espantarse por López, y dispuestas a ir a fondo contra la corrupción. Nada de hacerse los distraídos. Cada quien tomó su lugar en la defensa del proyecto o la disposición habidos durante el kirchnerismo y eso, si es por el ámbito periodístico y no solamente, incluyó saber que había contornos oscuros, personajes a quienes no cabía creerles nada de su firmeza ideológica u honestidad personal, sospechas de tono variado pero sospechas al fin. No se lo ignoraba. Se lo relegó en aras de interpretar que la prioridad era, y sigue siendo, defender al progresismo más intenso que se conoció desde el retorno democrático. Una cuestión selectiva de la que quien más sabe, históricamente, es la derecha. Una derecha que jamás se preguntó ni pregunta por los aspectos morales de sus decisiones políticas. Primero tiran y después preguntan, con sus golpes de Estado, sus operaciones masacre, sus negocios inmundos de protección oficial para robar a mansalva desde la libertad que necesita el mercado, sus devaluaciones, su producción de la realidad para después preguntarse qué nos pasa a los argentinos. Y tantos que se preguntan lo mismo en vez de identificar al principal ladrón sistémico. O caracterizarlo vía López para creer en la redención que allegarán justo ellos, la derecha que gobierna. Por eso lo de López es un golpe terrible: porque esparce con una fuerza inusitada la sensación de que toda la dirigencia política es lo mismo, empezando por quienes mostraron no serlo. La idea de que largar un fangote de plata en un monasterio es más grave que esconder el origen igualmente espurio de fortunas bien vestidas, naturales, aceptables. No son todos lo mismo y la historia enseña que, cuando se lo creyó, se confió en milicos o en ricachones ya no urgidos de brazo armado. Jamás terminó bien creer en eso, pero aparece López en el convento, con tanto que se robó, y refuerza o renueva la impresión de que esta vez podría ser distinto; de que hay gente que ya la hizo, a la plata, no importa cómo, y que en una de ésas ahora quiere dedicarse a la política sin otras pretensiones que el bien común. O, aunque sea y ya que todos son lo mismo, para administrar sus negociados con un marketing menos autoritario, más respetuoso de las formalidades republicanas, mejor adaptado a parecer democrático. Este concepto sería particularmente significativo porque, por lo menos, es dudoso inferir que la gente sienta a Macri más honesto que Cristina, Kirchner, López o Báez. Más bien sería cuestión de que puede percibírselo como alguien en quien por fin creer porque, de tan observado que está y siendo que asumió funciones oficiales, en la representación de su clase, se cuidará más. Y si se cuidan más, él y los suyos, incluso podría confiarse en que repartirá algo de todo lo que ganó a expensas del Estado cómplice, en dictadura y menemato.
Hasta López, esa construcción subjetiva parecía haber entrado en duda porque empezaba a imponerse la realidad de los tarifazos, la pérdida del trabajo, la amenaza de perderlo, la obligación de achicar el consumo; la obviedad de que gobiernan para los ricos sin otro disimulo que una reparación a los jubilados, tras la cual no hay más que el intento de retornar al sistema previsional del menemismo y quitarse de encima las acciones estatales en las grandes empresas. Desde López, lo que parece haber entrado en interrogante es justamente eso. Si, viendo incontrastablemente lo que se robó un tipo del riñón K, no quedará otra que aguantar el ajuste porque no hay más que confiar en corruptos de igual calaña pero más prometedores. Ni siquiera importaría la pregunta de quiénes cometieron la peca por pagar las coimas, de tantos nombres –o tan específicos– ligados a las huestes gubernamentales. Quizá se descubriría (¿?), o habría de asumirse, que el engranaje no era sólo kirchnerista. Y como no se puede vivir sin confiar en algo, mejor confiar en lo nuevo así sea por descarte del pasado que no debe volver. Es en eso donde se condensa el mazazo disparado por el siniestro de López: en creer que no se puede confiar en nada, y que al fin y al cabo sólo cabe esperanzarse en que los peores, para las necesidades populares, puedan ser más eficientes.
Ya le habían dicho a pobres y sectores medios que acceder a condiciones de consumo algo mejores era una fantasía. Ahora, las mayorías deben admitir que no hay otra opción que la confianza en sus verdugos porque, si es que se les ocurriese animarse a alguna utopía módica y contraria, llegó López al monasterio para avisar que los populistas, los peronistas, los izquierdistas, los militantes, los convocados a una mística superadora de tanto discurso hipócrita, el cuco, son la misma mierda que ellos. Pero no. No es la misma mierda. Lo único que falta es que venga a dar lecciones de moralismo el sujeto histórico del antipueblo. López es el vector, uno más, asqueante como ninguno en la percepción masiva, a fin de crear las condiciones para la ejemplaridad de que Cristina vaya presa a como sea. No es por la penalidad de acción u omisión. Es la sanción ideológica. Es en medio de una ofensiva a escala de la región, para reinstaurar lo más salvaje del capitalismo neoliberal. Suena consignista, panfletario, de tribu estudiantil universitaria, pero es así según lo demuestra el tinte de quienes perpetran el ataque. Los populismos de centroizquierda desnudaron deficiencias y límites. Perdieron base social desde la tranquilidad y corrupción de sus despachos oficiales, terminaron creyendo en la infalibilidad de los liderazgos, perdieron de vista que no basta con responder a la hegemonía mediática de la derecha desde la denuncia de sus andanzas. Nadie debió pensar que no sería así. Es que no había otra correlación de fuerzas para ir peleando de mientras. Hay mucha diferencia entre eso y deducir que entonces dan todos lo mismo.
Va personalizada una última cosa que semeja haber quedado perdida, en medio del shock. A nosotros, esperando que se entienda el sentido de ese plural, la imagen de López verdaderamente nos sacó de quicio. Nos enfurecimos, nos deprimimos, nos preguntamos si acaso tenemos fuerza para salir de este bochorno, puteamos en ochocientos colores, no sabemos ni muy bien ni más o menos cómo fugar para adelante de este atolladero simbólico, el gorilaje y la tilinguería se nos ríe en la cara por haberle puesto el cuerpo y las discusiones y las rupturas familiares y de amigos a lo que López parece haber derrumbado de la noche a la mañana. Pero precisamente nos pasa todo eso porque no somos iguales que ellos. Porque tenemos rebeldía y honestidad mucho más allá de los errores políticos que nos mandamos, chicos o gigantes. Indignarse por López es la muestra de que todavía hay resto, como lo hubo en todos estos años y no era fantasía.
Los que estamos bajoneados somos más dignos que los están de fiesta.
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