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Los dos caminos de la centroizquierda
Por Eduardo Sigal*
La discusión que atraviesa hoy a las fuerzas genéricamente llamadas progresistas o de centroizquierda es cómo situarse frente al escenario abierto con la asunción del gobierno de Kirchner y el lanzamiento de un conjunto de reformas que coincide con nuestro histórico repertorio programático.
Para algunos no se trata sino de la conocida capacidad del peronismo para desplazarse a través del arco político, en este caso, desde el neoconservadorismo menemista de los ‘90 hacia una política de reparación social, recuperación institucional y reorientación de la integración del país en el mundo. En consecuencia, se sugiere desde ese sector que la centroizquierda debe “poner distancia” respecto del Gobierno y limitarse a “apoyar lo positivo y criticar lo negativo”. La supuesta “independencia” del progresismo consistiría en rechazar todo compromiso concreto con relación a la compleja agenda que enfrenta nuestro país, sumido como está en un inédito paisaje de pobreza y exclusión, y enfrentado a las dramáticas consecuencias internacionales del derrumbe económico del 2001. Si este punto de vista se impusiera, la línea divisoria política separaría al peronismo gobernante y mayoritario de una gama heterogénea de fuerzas opositoras de derecha e izquierda, y la lucha entre conservadorismo y transformación se libraría en el interior del justicialismo.
Es necesario replantear este esquema que conduce a una centroizquierda –cada vez más limitada y menos gravitante– a la agitación de cuestiones puntuales, algunas de ellas lamentables, como la impugnación de la designación de Esteban Righi como procurador general. Está en marcha un proceso de reformas sociales, políticas e institucionales alrededor de la cual gira una lucha política real en la que estamos obligados a participar.
La parte más activa de la derecha ha intuido el sentido general de esas reformas. Sabe que si se consolidan, corre riesgo el particular capitalismo que ha crecido en la Argentina: el del enriquecimiento fácil y sin riesgo, el que crece a la sombra del poder, el que no repara en la corrupción y la vulneración de la seguridad jurídica con la que suelen llenarse la boca. Los preocupa, además, la perspectiva de un país insertado en el mundo desde una clara prioridad para su inserción regional y una sólida alianza estratégica con Brasil; un país que no se cierre a los procesos de globalización sino que, aliado a otras naciones emergentes, pueda hacer escuchar su voz en la discusión de la agenda global.
Estos nuevos vientos todavía no se expresan en el sistema de partidos. Falta una fuerza política plural, capaz de aglutinar lo más productivo de la cultura nacional-popular con el sentido igualitario e internacionalista de la cultura socialista y lo más sano del liberalismo democrático. Difícilmente pueda el justicialismo estructurar a este nuevo sujeto político. Pero también será difícil que pueda forjarse ese instrumento sin el concurso de importantes sectores de este partido. Sin una fuerza de esa naturaleza, el proceso de reformas progresistas puede empantanarse y frustrarse.
Para avanzar en ese camino hay que establecer prioridades. Si lo principal es cómo nos vamos a situar en las próximas elecciones para alcanzar o conservar determinadas porciones de poder, entonces tendremos que resignarnos a que el progresismo siga siendo una vaga referencia cultural sin anclaje político. Si nos animamos a protagonizar un profundo reagrupamiento político orientado a respaldar y profundizar el curso reformista del Gobierno, tal vez podamos hacer otra historia.
* Subsecretario de Integración Económica, Americana y Mercosur.