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Que cambien todos
Por Mario Wainfeld
Tres factores confluyeron en la causalidad de la catástrofe: la desaprensión empresaria, la imprudencia de quienes arrojaron bengalas y la falta de capacidad de control del gobierno local. La proporcionalidad de las respectivas culpas debe investigarse y sancionarse. Nada inclina a creer que tuvieron idéntica gravedad. Pero nada habrá cambiado si todos se obstinan en ver solo la paja en el ojo ajeno. Nada habrá cambiado lo imprescindible mientras la sociedad, los empresarios y la corporación política no asuman que hubo tres causas confluyentes, sin cuya convergencia el desastre no hubiera sucedido. Si no asumen que muchas cosas deben cambiar. En la política, en el mercado, en la sociedad civil.
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Cuando la sociedad civil o una porción de la misma se siente afrentada, su reclamo en términos políticos es muy duro: deben rodar cabezas, deben ir funcionarios a la cárcel. Poco se cree en el castigo por vía del voto, en la depuración de los gobernantes mediante la alternancia. Eso parece lejano y, sobre todo, parece poco. La crisis de las instituciones, como la de la sociedad, como la del mercado, compelen a la producción de un puro presente. Años de impunidad producen ciudadanos que reclaman penas catonianas, cirugía mayor como único tratamiento.
Dos diarios nacionales proponen la misma encuesta on line, el prorrateo de las responsabilidades en la tragedia. Aníbal Ibarra, en ambas, le gana a Omar Chabán con holgura. Su renuncia es pedida a voz en cuello por una manifestación que mixtura a militantes de izquierda con parientes de las víctimas. Quieras que no, es una hipótesis a analizar dentro del actual escenario. Las encuestadoras vinculadas a la política ya están sondeando. El planteo sería disparatado en la mayoría de las sociedades democráticas del mundo, acá impresiona menos. Los que dicen que el tiempo del “que se vayan todos” es puro pasado no terminan de entender la película.
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Lo de República Cromañón, mucho más que el atentado contra la AMIA, mucho más que la masacre de Carmen de Patagones, es una metáfora de la Argentina. Era evitable. Y, en algún sentido, era predecible. Pasó acá porque alguna vez tenía que pasar acá, porque la Argentina actual es así. Con un Estado ineficaz y enclenque. Con instituciones deslegitimadas. Con una sociedad habituada al inveterado incumplimiento de las leyes, incluidas las más sensatas, como las de tránsito. Con un capitalismo de caricatura o de pesadilla ajeno a las reglas y a la responsabilidad social.
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Ibarra y el gobierno nacional coinciden en que el pedido de renuncia es una flagrante injusticia y una desmesura. Y apuntan a los sectores políticos que se cuelgan del dolor colectivo: partidos de izquierda y el macrismo. Los partidos de izquierda, comentan en la Jefatura de Gobierno porteño, no tienen un plan preciso, sólo ganar protagonismo. Mauricio Macri, acusan, urde una escalada que hace escala en la interpelación, paso legal imprescindible para llevar al juicio político a Ibarra. “Aníbal no teme a la interpelación –dice una de sus manos derechas–, no será otra cosa que reiterar toda la información que viene volcando ante los periodistas. Pero sí es preocupante el entorno que podría tener una sesión con manifestantes, parientes de las víctimas, medios, la policía.” Hacen falta dos tercios del pleno de la Legislatura (40 diputados) para promover la interpelación (ver nota en página 6). En cualquier parlamento “normal” el oficialismo estaría resguardado por sus diputados, en la misteriosa Buenos Aires Ibarra cuenta apenas con tres. En general, la disciplina de los bloques no es monolítica, ni aun en el macrismo. Tampoco en el caso de los seguidores de Alberto Fernández, quien “bajó” la orden de “preservar a Aníbal”. Está por verse si todos los “albertistas” (cuya decisión puede ser determinante) lo acatan. La sensación dominante es que no será así y que, en un conteo muy cerrado, hay más chances de aprobación que de rechazo de la interpelación.
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La Argentina del siglo XXI ya paga el precio de sus desaguisados de los treinta últimos años en lo que hace a la equidad, la pobreza, el desempleo. Lo empieza a pagar en materia de convivencia urbana. No hace falta ser muy agorero para sugerir que es más que factible que lo pagará con feroces accidentes de tránsito (¿ha habido buenos controles de cara a una temporada veraniega record?, ¿está el respectivo sector empresario a la altura?, ¿lo están los funcionarios nacionales del área), en catástrofes ecológicas.
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El gobierno nacional y el porteño vienen actuando con un altísimo nivel de acuerdos. El ministro del Interior, Aníbal Fernández, prodigó presencia e hiperquinesis desde el primer momento. El jefe de Gabinete explica ante sus pares del Gobierno y ante terceros el mismo argumento que Ibarra: ningún gobierno puede liberar a la sociedad de los daños que causa un empresario-delincuente. También hay alabanzas en la Rosada para el operativo médico y de asistencia ulterior. “Eso es el gobierno de Ibarra, también”, subrayan.
También se concuerda en reconocer la prudencia de las declaraciones de Elisa Carrió. La líder del ARI, que no tiene muchos adeptos en la Rosada ni está a partir de un confite con Ibarra, demostró que tiene un rango cualitativamente superior a otros dirigentes de oposición cuando de cuestiones institucionales se trata. Macri, tratando de pescar en río revuelto, montándose en el dolor de otros para incubar una crisis institucional, fue en estos días cruciales la contracara de Lilita.
Algunas diferencias hay entre Nación y Ciudad, se comentan en voz muy baja. En la Rosada creen que Ibarra se dedicó en exceso a los medios, que habló demasiado, demasiadas veces. En la Jefatura de Gobierno alegan que eso fue necesario, que Ibarra (a menudo cuestionado por su falta de presencia pública) tenía que dar la cara, explicar, hacerse cargo. “Entre el riesgo de la sobreexposición y la ausencia, no dudamos”, dice un ibarrista fiel.
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“Ninguno de los detenidos tras los incidentes de la marcha del martes tiene que ver con las víctimas”, refieren en Interior. La violencia, sugieren, no brota de las víctimas (los deudos de las víctimas también lo son).
Es real que, a lo largo de los últimos veinticinco años, las víctimas se han hecho dueñas de las calles y su accionar ha sido abrumadora, asombrosamente pacífico. Una tradición que tiene su grandeza, a la que la sociedad le debe muchísimo y que fue damnificada cuando el lunes algunos agredieron a Juan Carlos Blumberg. Descalificar su presencia en esa movilización, amén de lícito, era legítimo. La prédica de Blumberg tiene mucho de la cruzada antijuvenil que azota a este país, que suele martirizar a sus jóvenes. Pero agredirlo fue un exceso que desmerece a sus cuestionadores. ¿Hace falta decir que este diario y este cronista son críticos acérrimos de Blumberg? Tal vez sí haga falta porque los debates en estas pampas suelen ser descalificadores, amnésicos y maniqueos.
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Ya se verá qué dicen las encuestas, la sensación térmica callejera sugiere que el presidente Néstor Kirchner se equivocó al no interrumpir su estadía en El Calafate. La opinión de este cronista coincide con esa percepción. Nuestro sistema político es, legal y culturalmente, presidencialista y Kirchner ha hecho lo suyo por acentuar ese rasgo. Puede discutirse si eso es bueno o malo, de cara al futuro, pero frente a un acontecimiento súbito correspondía hacerse cargo del “estilo K”. El Presidente es un mandatario “muy presente”, muy dado a poner el cuerpo y explicitar su compromiso por vía del contacto directo. De cara a una de las mayores tragedias de la historia contemporánea cambió de proceder.
“Lo hicimos para no eclipsar a Ibarra”, explica un hombre del riñón presidencial. “Kirchner es tan potente que si él aparece opaca a todos. Si se ponía al frente de todo, empujaba a Aníbal al precipicio.” Cuesta compartir ese juicio. El Presidente podía, sencillamente, haber discontinuado su presencia en El Calafate (un lugar que para todos, aunque él tenga una vivencia distinta, está asociado a las vacaciones y al goce) y trasladarse a Olivos.
Claro que la presencia y alguna palabra presidencial no le hubieran ahorrado ciertas críticas. Cualquier movida política, en estos días de dolor y furia popular, es un costo. Puesto a tener que pagar uno, era mucho más deseable (por la ejemplaridad que eso conlleva) que el Presidente “siguiera siendo” Kirchner, el que siempre pone el cuerpo. Algo que no reemplazan comunicados más bien lánguidos de su vocero ni aun las acciones enérgicas de sus ministros. La reunión de ayer con víctimas sí va en sentido contrario (ver página 5), pero deja la sensación de ser algo tardía.
Cuando la tragedia de Río Turbio, el presidente obró distinto, y mejor.
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La palabra tragedia, entre los griegos, no aludía exclusivamente a lo terrible sino básicamente a lo inexorable. Lo decidido por los dioses o el destino no se podía burlar. Edipo huía de su ciudad para evitar yacer con su madre y matar a su padre, como le había sido vaticinado. E iba en pos de ambos para cumplir con lo signado. En una sociedad contemporánea no hay estrictamente tragedia, no son los dioses sino los sucesivos desaguisados de los seres humanos los que empujan a las muertes anunciadas. Nada está escrito, todo es creado socialmente. Y los seres humanos podrían evitar las tragedias, si fuesen mejores.
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Ocuparse de los heridos sobrevivientes, darles atención terapéutica a los deudos, hacerse cargo de sus peripecias futuras en la sociedad, son tareas necesarias y hasta loables si se encaran con el debido empeño. Cambiar drásticamente la regulación de los boliches podría ser otro imperativo. Pero no sería honesto cerrar estas líneas sin dejar de señalar que esas acciones parecen minimalistas o insuficientes. Acaso haga falta que “la política” se ocupe de algo diferente a gerenciar el saldo del desastre. 185 muertes, una cifra aún transitoria, exigen que haya un punto de inflexión. La sociedad argentina es injusta, desigual, invivible y sádica con sus jóvenes. En instantes de tamaña conmoción, no es sensato indicar recetas. Pero sí sugerir que la dirigencia política debe asumir que debe manejarse distinto en este difícil país, computando en su inventario las carencias de los empresarios y las contradicciones de la sociedad civil. Una etapa nueva debería alumbrar la sonada nueva forma de hacer política. Hasta ahora, la magnitud de la tragedia no ha tenido un fuerte contrapeso en las conductas de los representantes del pueblo.