EL PAíS › TESTIMONIOS DE LA NOCHE MAS NEGRA
“Hay un montón de oportunistas”
A uno se le cayó un parlante encima mientras rescataba amigos; a otro le queda poliéster en la laringe. No saben si volverán a un recital.
Tiene el torso como cruzado por latigazos, vendas en una mano, en un brazo, en el tobillo y en una parte de la pierna. No hace falta que muestre la entrada del 30 de diciembre para constatar que aquella noche estuvo en República Cromañón. Se llama Francisco Russ y fue al recital junto con cuatro amigos del barrio que ahora están muertos. “Todavía no caigo”, dice con la voz salida de un pecho donde todavía mora el humo que se llevó hasta anoche a 191 chicos. Cerca de él están Vanina, con la espalda llena de ampollas causadas por la lluvia de fuego de la media sombra, y Gastón, que camina con la pierna rígida como una muleta, vendada en la rodilla. Se habían cruzado en varios recitales, pero el último al que asistieron los tiene más unidos que nunca.
Francisco retiene cada detalle de la noche en que se convirtió en héroe casual y silencioso. “Con mis amigos estábamos en la parte de arriba. Bajo para acercarme a la barra, y cuando piso el último escalón escucho que gritan ¡fuego!, ¡fuego! Yo estaba justo al lado de la puerta y fui el cuarto en salir a la calle”, relata. El panorama con el que se encontró afuera le hizo reflexionar si no le convenía más volver adentro. “Cuando llegó la policía nos empezaron a reprimir, porque pensaban que habíamos hecho el fuego a propósito. Nos salvó que llegaran los bomberos, porque si no, nos mataban”, relata.
En ese instante pudo tomar conciencia del tamaño del desastre y volvió a entrar para buscar a sus amigos. “Me metía para buscarlos, pero siempre salía con un desconocido.” Su trabajo se volvió más completo cuando un bombero le preguntó si sabía primeros auxilios. “Le dije que sí, porque había aprendido cuando hice el ejército”, cuenta. Mojó su remera para no tomar el aire que adentro mataba y terminó sacando a nueve personas. Verlo es preguntarse de dónde habrá sacado tanta fuerza, de tan flaco que es Francisco con sus 21 años, parado sobre unas ampulosas zapatillas de corredor de carreras.
Trabajó sin descanso hasta que entró y le costó encontrar a alguien. Miró alrededor y no se pudo dar cuenta de que sobre su cabeza caía uno de los parlantes de sonido desprendidos por el fuego. “Me cayó en la cabeza y la espalda”, por lo que tiene trazadas en la espalda las mordeduras nítidas y rojas de la caja. “Quedé ahí desmayado. Por suerte el parlante era hueco (su cabeza quedó dentro) y no permitió que respirara mucho aire contaminado. Pero los médicos dicen que si llegaba a estar 40 segundos más ahí adentro me moría.” Estuvo dos días internado, durante los que vomitó “tres veces negro”. Ahora “me recetaron tres pastillas distintas y tengo que tomar oxígeno cuatro veces por día durante tres meses. Todavía escupo un poco negro porque tengo poliéster en la laringe”.
Con Gastón apuntan a los mismos culpables: “Son (Omar) Chabán y los que tiraron la bengala”, coinciden. Los dos heridos se declaran “amigos de la banda”, por lo que van religiosamente a cada una de sus presentaciones y conocen quiénes son los que suelen usar pirotecnia. “Hay pibes muy inconscientes”, afirma Gastón, que terminó con dobladura de ligamentos en el recital que hubo en Cromañón dos días antes de la tragedia. En aquella ocasión, los fuegos de artificio causaron uno bien real que, gracias a la intervención oportuna de una manguera, quedó en prólogo de lo que vendría. Pero ese martes, el revuelo del público asustado lo dejó a Gastón con su renguera.
“El jueves, antes de la prueba de sonido, los de la banda llamaron a los que siempre traen bengalas y les dijeron ‘muchachos, por favor, bengalas no. Esta noche somos un poco más, así que a recatarse’. Pero no les dieron bola al final”, observa Gastón.
Vanina tiene la espalda y el cuello repleto de redondeles embadurnados por una crema para sanar quemaduras. Molesta, antes que nada quiere subrayar que “hay un montón de oportunistas aprovechándose de la muerte de tantos pibes y del dolor de sus familiares. Eso no se justifica. Si uno de loschicos fallecidos militaba en un grupo político, que traigan y levanten su nombre y su foto, pero no esas banderas”.
La chica, de 24 años, señala que en Cromañón “estaba en el primer piso, en la parte de invitados, junto a la mamá de Pato (el cantante de Callejeros) y una amiga de ella”. Cuando comenzó el fuego “nos quedamos todos los que estábamos arriba esperando a que lo apaguen, como había pasado el martes. Nos quedamos tranquilos porque en nuestra parte el techo ya era de cemento, no estaba la media sombra. Pero los extractores de humo no andaban, y veíamos cómo se acercaba la nube. Cuando ya nos alcanzaba, agarré a Susana y a su amiga y nos fuimos corriendo hacia la escalera, bajamos rodando”.
Ahí le empezó a caer encima lo que describe como “una lluvia de fuego que se te pegaba a la piel y seguía quemando”. Terminó derrumbada en el final de la escalera “con gente abajo y gente arriba. Sentí que me moría, pero pensé en que no quería que fuera así. No sé de dónde saqué fuerza, pero pude levantarme con la gente que tenía encima. Estábamos al lado de la puerta, pero como no había luz no había forma de saberlo”.
Vanina asegura que “todos los chicos conocen a los que tiraron la bengala”, pero discrepa a la hora de localizarlos. Francisco arroja la versión de que quien la encendió “se calcinó porque le cayó el plástico quemado encima”. En tanto Vanina cree que fue “un nene subido sobre los hombros del papá”.
Francisco cuenta que los músicos de la banda “no quieren tocar más. ¿Cómo van a hacer para volver a juntarse?” Pero en todo caso, él no va estar ahí para verlos: “Nunca más vuelvo a ir a un recital”. Adonde sí vuelve es a ese lugar de Once donde quedaron sus amigos. Por ellos se deja atar un lazo negro alrededor del brazo. Una venda que, a diferencia de las otras blancas que ciñen su cuerpo, viene a tapar una herida que nunca va a olvidar.
Informe: Sebastián Ochoa