Lun 13.05.2002

EL PAíS  › OPINION

Obediencia debida

› Por Sergio Kiernan

Es un kiosco glorificado en la calle Paraguay, un “maxi” con relojes-baratija, panchos, gaseosas y esas ensaladas de fruta misteriosas que parecen de fábrica pero le juramos que son caseras. Un local de frente de alambrecitos, de baranda antibebé, un hueco en la ciudad donde los pibes toman cerveza, lleno de calcomanías donde se destaca una: “Sonría, lo estamos filmando”.
En el estacionamiento nos siguen las cámaras, en el banco nos siguen las cámaras y los custodios nos miran mal, en el supermercado nos miran las cámaras por atrás de las góndolas. Para retirar un paquete en el correo hay que mostrar documentos, dar la dirección, el teléfono, el nombre completo. El negocio más irrelevante y olvidable se transforma en Alcatraz cuando se quiere usar la tarjeta de crédito: hay más de un paranoico en Buenos Aires que compara la firma del cupón con la de por lo menos un documento, no sea cosa.
A la empresa con edificio propio no le importa no manejar dinero, no tener nada robable, no estar en un barrio barra, no tener acceso al público más que por medio de pasillos con cámaras, ascensores con cámaras, puertas intermedias con cámaras. Hasta para llevar una pizza hay que dejar un documento y aceptar un cartoncito amarillo.
Todo está lleno de policías imaginarios con uniformes ridículos que imitan a la criolla, los de policías de película. Los tipos –y las tipas- se manejan con la suma del poder, aunque no quede en claro qué autoridad tienen, qué derecho a sospecharme. Usan un arma de verdad y no importa que usen gorritas de béisbol o –como los de una empresa que debe adorar Dallas– enormes sombreros tejanos beige clarito.
En una de las nuevas librerías de Buenos Aires, una lujosa como un restaurante francés, llena de dorados y lámparas de bronce, los policías imaginarios decidieron que no se puede entrar con libros.
–¿No se puede entrar con libros?
–No señor, los tiene que dejar acá.
–¿Y usted se hace responsable si falta alguno o si se ajan?
–Los tiene que dejar acá.
Uno, en pleno ataque de derechos ciudadanos, se niega. El policía imaginario saca una gran bolsa con el logo de la librería y de mal modo toma los libros que el potencial ladrón trae, los mete adentro, la cierra con una abrochadora y le agrega una tarjeta con el sello SEGURIDAD.
–Usted se da cuenta de que es completamente ilegal lo que acaba de hacer...
–A mí me dan órdenes.
Los policías imaginarios de la librería exitosa inventaron la obediencia debida para los libros.

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