El 25 de mayo de 1810, lo dicen los textos escolares, amaneció frío y lluvioso. Los patriotas igual estuvieron en Plaza de Mayo e hicieron lo que tenían que hacer.
Juan Domingo Perón volvió a la Argentina en noviembre de 1972 bajo una tormenta feroz. Miles de militantes se movilizaron a Ezeiza, burlando incluso vallas y retenes, y cruzando a nado el río Matanza. José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, esperó al líder en Ezeiza, se estiró (Rucci era retacón y Perón lungo) para protegerlo con su paraguas. Quedó famoso.
Una de las tantas huelgas convocadas por Saúl Ubaldini contra el gobierno de Raúl Alfonsín transcurrió bajo la lluvia. Hubo, empero, marcha a Plaza de Mayo, el líder cervecero habló desde una inmensa grúa. Como suele ocurrir en los partidos de fútbol, el aguacero excitó el entusiasmo de la concurrencia.
La primera manifestación posterior al atentado de la AMIA, en Congreso, coincidió propiamente con un diluvio. Hubo decenas de miles de argentinos.
Las Marchas de la Resistencia no se suspenden por inclemencias climáticas. Y vaya si las hubo en 25 años.
“Y llueve, y llueve, y el pueblo no se mueve”, suele corear, jacobina, desafiante, la multitud en tales casos. Héctor Cámpora escuchó esa maravillosa música en cancha de Independiente, en el cierre de su campaña del ‘73.
Si la lluvia fuera un disuasivo para la movilización popular y la combatividad obrera, estaríamos francamente presenciando una ruptura histórica. Pero, en verdad, lo que disuade no es la lluvia sino la falta de política. Moyano no sabe dónde ponerse con el Gobierno / frente al Gobierno (tache lo que no corresponda) y acude a un pretexto poco sustentable, diría Paul O’Neill. Lo que desmoviliza no es la lluvia sino la devaluación de la palabra política. Cuando las palabras son meros camuflajes, que esconden la realidad en vez de hacerla patente, cuando no conmueven a nadie, es muy peliagudo pedirles a los demás que pongan el cuerpo.