EL PAíS › ANTONY BEEVOR, HISTORIADOR INGLES
La verdadera historia de La Caída
El fin de la guerra no fue sólo la muerte de Hitler en el bunker sino también una de las batallas más furiosas y apocalípticas jamás vistas, que duró dos semanas y le costó la vida a casi medio millón de personas. El principal especialista en el tema explica qué pasó realmente en esos días de abril y mayo de hace sesenta años y que hoy reviven en Buenos Aires por la película protagonizada por Bruno Ganz.
Por Jacinto Antón *
Londres parece un lugar curioso para revivir la batalla de Berlín, el Ragnarok nazi, de la que se cumplen 60 años; pero aquí vive el hombre que supo describirla de la manera más emocionante y precisa. “Berlín no podía ser otro Stalingrado”, afirmará, envuelto en una apropiada nube de humo (de sus propios cigarrillos), el historiador Antony Beevor (1946), autor de Berlín. La caída: 1945 y de otros notables libros como Stalingrado y La batalla de Creta. En 1945, cerca de tres millones de personas vivían en el Gran Berlín, la mayor parte mujeres, niños y ancianos. La batalla por la capital del Reich duró dos terribles semanas, del 16 de abril al 2 de mayo, cuando se rindió la guarnición y los rusos colgaron la bandera roja sobre las ruinas de la Cancillería, en cuyo patio aún humeaban los restos carbonizados de Hitler, que se había suicidado en su bunker el 20 de abril. Un abigarrado contingente de 85.000 defensores, entre los que se mezclaban soldados de la Wehrmacht y de las Waffen SS, niños y viejos de la Volkssturm –las milicias populares– y muchachos fanáticos de las Juventudes Hitlerianas, afrontó como pudo la oleada de 1,5 millón de atacantes armados con una de las mayores barreras de artillería que ha visto la humanidad y 6250 tanques (los alemanes disponían sólo de 60). Tomar Berlín y darle un final al espantoso régimen hitleriano costó la vida a 300.000 soldados soviéticos.
La charla comienza hablando del Museo Imperial de Guerra, que allí mismo en Londres atesora infinitos souvenirs del desaparecido Reich. “Bastantes estadounidenses y británicos se hicieron con souvenirs en los tiempos caóticos que siguieron a la caída de Berlín”, dice Beevor. “Le contaré una extraña experiencia que tuve en esa ciudad en octubre respecto de los souvenirs nazis. Estuve en un debate tras un pase especial, con políticos y diplomáticos, de la película La caída. De repente, durante el coloquio, un hombre se levantó entre el público. ‘Mister Beevor –dijo– ¿está de acuerdo en que las Waffen SS extranjeras que lucharon en Berlín para salvarlo de los rusos eran un antecedente de la OTAN?’ Era una cuestión embarazosa, desde luego. Pero había una respuesta fácil: ‘Si las Waffen SS no hubieran hecho lo que hicieron en la Unión Soviética, no habrían tenido que defender Berlín’. Al acabar el acto, mientras firmaba libros, observé con alarma que aquel individuo se acercaba con una bolsa de papel marrón en las manos. ‘Oh, Dios, oculta un arma’, me dije. Resultó que lo que llevaba envuelto era un espejito con una esvástica detrás: provenía de la Cancillería del Reich, me explicó, y perteneció a Eva Braun. ¿Cómo lo había obtenido? De un oficial del contraespionaje soviético, que entró en el bunker de la Cancillería y vendió luego los objetos que había cogido para complementar su magra pensión. Me pareció una curiosa ironía final de la Gran Guerra Patriótica.”
Un apacible desorden reina en el despacho del historiador, en el piso superior de su casa en el barrio de Fulham. La habitación está forrada de libros y la preside una mesa con el computador. Un gorro de piel digno del mariscal Zhukov y el estupendo retrato de un oficial de un regimiento de lanceros de Bengala –tío del abuelo de Beevor– son los únicos detalles que llaman la atención.
“La batalla de Berlín fue algo absolutamente apocalíptico”, describe Beevor, hablando a una velocidad de ametralladora y encendiendo un cigarrillo tras otro. “Entre un 85 y un 90 por ciento del centro de la capital ya había sido destruido por los bombardeos aliados al momento de la batalla. Los suburbios, en cambio, estaban poco tocados. Cuando llegó el Ejército Rojo con su artillería pesada comenzó una devastación sistemática, brutal. El 16 de abril por la mañana temprano, en los suburbios del este de la ciudad, de repente empezaron a notar que el suelo temblaba. Los teléfonos comenzaron a sonar solos y los cuadros se caían de las paredes. Era la artillería rusa, disparando desde casi cien kilómetros. ¡Lanzaron 1,8 millón de obuses en el asalto a la ciudad! Puede imaginar el efecto del bombardeo y los combates. El Tiergarten, que era uno de los parques más bonitos de Europa, se convirtió en algo similar a un escenario de la guerra de trincheras de la I Guerra Mundial. Edificios derrumbados, calles llenas de ruinas, árboles caídos sobre los que se precipitaban entre las bombas los ciudadanos para aprovisionarse de leña... El humo era muy intenso y la gente no podía respirar. Los soldados hablan de la sensación de masticar ladrillo y de que no se podía ver el cielo. Reinaba una atmósfera irreal, como de un decorado del infierno, con flashes de las explosiones y las líneas afiladas de las balas trazadoras. En ese escenario de El Bosco, los civiles llevaban una vida troglodita en abrigos, sótanos y refugios.”
Mientras su interlocutor trata de tragar saliva y musita aquello de “Der Iwan kommt” (¡Vienen los rusos!), Beevor continúa: “La llegada del Ejército Rojo estuvo precedida por una oleada de pánico; los refugiados que llegaban de Prusia Oriental contaban historias atroces, de asesinatos indiscriminados y violaciones. El miedo de las mujeres era especialmente intenso. Las madres se veían obligadas a explicar los hechos de la vida por primera vez a sus hijas pequeñas para librarlas del trauma que les podía suponer que las forzaran sin saber ni siquiera lo que les estaba pasando. Hubo jóvenes alemanas que decidieron dar su virginidad a cualquier muchacho alemán para que la primera experiencia no fuera la violación por un ruso. Puede imaginar el efecto traumático de todo eso, y luego la humillación de los soldados alemanes que regresaron y vieron que no habían podido proteger a sus mujeres, a sus madres y a sus hijas”.
El miedo a las violaciones –hubo al menos 130.000– se unía a la dureza de la lucha cotidiana por la supervivencia. “El agua estaba cortada en muchos casos, así que la gente había tratado de almacenarla en bidones; también habían guardado mucha comida. Los berlineses son gente práctica y con un negro sentido del humor que los ayudó a salir adelante. En la Navidad de 1944, el chiste típico de la ciudad era ‘Sea práctico, regale un ataúd’. Así, se habían preparado para un sitio y no se vivieron las situaciones de hambre de otros asedios, como en Breslau, por ejemplo. Berlín fue tan duro como Stalingrado o Leningrado, pero de una manera diferente. Una vez rodeada por los rusos, a Berlín ya no llegaron más tropas de refuerzo. Tampoco hubo suministros por avión. A Stalingrado, en cambio, llegaron millares de soldados soviéticos, que continuaron fluyendo a través del Volga para entrar en batalla.”
Beevor considera que, pese a los paralelismos, Berlín no podía de ninguna manera haberse convertido en otro Stalingrado. “Berlín no tenía ninguna posibilidad de aguantar. Pero hay que decir que las tropas rusas cometieron en Berlín los mismos errores que los alemanes en Stalingrado: se empantanaron tratando de meter tanques, que no eran efectivos contra los pequeños grupos de alemanes atrincherados en las casas. Ese error inicial resulta aún más notable dado que entre los generales rusos estaba Chuikov, uno de los vencedores de Stalingrado y considerado el gran experto en ataques urbanos.”
Si era imposible salvar la ciudad, ¿por qué luchaban los alemanes? “La mayoría de los soldados estaban hartos de la guerra, el problema es que Goebbels, con su propaganda, había atrapado a los alemanes en una terrible trampa: lo que venía era tan horrible que no había más remedio que luchar hasta el final. La propaganda soviética, con su insistencia en la venganza, paradójicamente hizo que los defensores resistieran más. Muchos soldados alemanes peleaban por sus familias. Estaban también los fanáticos, como algunos jóvenes, no todos, de las Juventudes Hitlerianas, y el puñado de miembros de las Waffen SS extranjeras, gente sin raíces ni esperanzas, sin nada que perder, que decidió combatir para dar un ejemplo de ‘heroísmo anticomunista’. No obstante, hubo una alta proporción de desertores: 14.000 o 15.000 sólo en Berlín. Hay que pensar que la mitad de la guarnición de Berlín era de la Volkssturm, y que a la primera oportunidad se escondían o desertaban. Las mujeres les quitaban inmediatamente las armas a los que trataban de ocultarse entre los civiles, porque los rusos mataban a todo el mundo en el refugio en el que encontraban armas. Los nazis ejecutaron sumariamente por cobardía al menos a unos 10.000 soldados que no quisieron luchar o trataron de huir de aquello.”
¿Qué movía a los soldados rusos a jugarse la vida en una guerra que ya estaba casi acabada? “Tenían miedo de morir, claro, pero a muchos les empujaba el querer disfrutar de un honor que los convertiría en la elite de la posguerra: ser los conquistadores de Berlín, el último bastión de la bestia fascista.” Para Stalin, dice Beevor, capturar Berlín era algo prioritario, por razones de prestigio (aparte de que esperaba apropiarse de los laboratorios berlineses de investigación atómica y su uranio para adelantarse a EE.UU. en el programa nuclear). Pero además creía que los rusos se habían ganado el derecho a hacerlo, con sus 25 millones de muertos. Era el premio al sufrimiento de la URSS. El historiador recalca que los aliados occidentales podían haber tomado la capital. “Era físicamente posible, pero EE.UU. no quería perder ni un hombre de más en el teatro europeo y su objetivo era acabar la guerra en el Pacífico. Stalin estaba dispuesto incluso a lanzar bombas contra los norteamericanos, consciente de que Eisenhower no quería de ninguna manera choques con tropas rusas.”
Beevor no cree que las cosas hubieran cambiado mucho de haberse marchado Hitler de Berlín. “El estaba convencido de que su presencia estimularía la defensa hasta el final. Hitler sabía que aquello se acababa y visualizaba el fin de una manera dramática. Otros lugares emblemáticos del Reich, como Berchtesgaden, no tenían la misma calidad, digamos, escenográfica –le dijo a Speer que allí sería más difícil crear una leyenda–. Hitler veía su Götterdämmerung, su caída de los dioses, en términos cinematográficos.”
¿Fue cruel la lucha en Berlín? “¿Cruel? Sí. El Ejército Rojo no podía avanzar directamente entre las ruinas, como le he dicho. Los alemanes estaban armados con panzerfaust, los bazukas que son tan característicos de esta batalla y que eran tan efectivos que se los apodaba ‘Stukas de mano’. Las tácticas se volvieron muy salvajes y derivaron en luchas cuerpo a cuerpo como mortales partidos de rugby. Fueron en buena medida las mismas tácticas finales que las de Stalingrado. Pequeños grupos rusos con lanzallamas, metralletas y granadas iban casa por casa, habitación por habitación, y entraban en los sótanos disparando antes, lo que provocó la muerte de muchos civiles. Los rusos incluso empleaban panzerfaust capturados para atravesar las paredes. No tenemos cifras exactas de civiles muertos, pero más de 100.000 cayeron en la batalla de Berlín.”
La matanza de soldados en esos sangrientos combates entre las ruinas fue tremenda. Todavía se siguen encontrando cuerpos, dice Beevor, unos mil al año. “¿Sabe cómo se distinguen los muertos rusos de los alemanes? Por los dientes. Los rusos tienen todos los dientes y en buenas condiciones, porque apenas tomaban azúcar; pero negros, por el tabaco que fumaban, la makhorka. En una ocasión, con un equipo de la BBC, fuimos a filmar a un historiador que se dedica a sepultar los cuerpos de soldados alemanes que aparecen. Cuando llegamos había unos furtivos pasando detectores de metal por las bolsas con media docena de esqueletos, buscando medallas. Eso es auténtica necrofilia. También hay gente que se mete en los cementerios militares, me han dicho que los cascos con cráneo dentro alcanzan altos precios entre esos coleccionistas enfermos.”
Beevor se muestra muy preocupado por el impacto estético del nazismo. “El final del régimen hitleriano es una época fascinante y dice mucho sobre ese régimen, en realidad más que su momento de mayor esplendor. Pero me temo que mucha gente, especialmente jóvenes, siente hoy una atracción peligrosa por el III Reich. El tratamiento fílmico de la II Guerra Mundial pone los pelos de punta. Se afirma ahora que cada película está basada en un hecho real, lo que no es verdad, y al tiempo los documentalistas usan cada vez más técnicas de reconstrucción dramáticas. Se crea así un área gris en la que es difícil para la gente distinguir entre lo que es realidad de lo que no lo es.”
Bueno, hablemos de la película La caída. “Bruno Ganz está soberbio. Pero se pueden criticar cosas. Hay gente que se queja de que Hitler aparezca como ser humano. Eso no es lo que me preocupa; de hecho, sirve para entender por qué tantos alemanes se sintieron atraídos por él. En cambio, ver a asesinos como Mohnke tratados como héroes me ha conmocionado. Un personaje terrible como Fegelin, el general de las SS cuñado de Eva Braun, cae bien en la película, es simpático. Hay grandes diferencias entre las necesidades del director y las de los historiadores. Y eso es particularmente inquietante cuando la mayor fuente de información popular sobre el nazismo proviene del cine y la televisión, pues, desgraciadamente, son minoría los que leen libros. Para los alemanes, la película es la versión definitiva de Hitler. Lo peor del filme es, paradójicamente, lo bueno que es. En las películas de los años cincuenta era fácil ver que aquello era ficción. Ahora es todo tan realista que la gente piensa que es historia.”
Hay un extraordinario respeto en las escenas de la muerte de Hitler, con composiciones visuales cuyo análisis iconográfico requeriría de un Panofsky. “Sí, y en cambio todo aquello tuvo un lado grotesco que no aparece en la película. Uno de los SS del Leibstandarte en el búnker, Misch, al que entrevisté, me dijo que uno de los que habían dispuesto la pira de Hitler le espetó: ‘El jefe está ardiendo, ¿quieres subir a verlo?’ Hubo humor negro y faltas de respeto –le robaron el reloj al cadáver–, y en el filme, en cambio, se muestra como la caída de un gran guerrero. No digo que sea un filme neonazi, ni mucho menos, me parece un intento real de acercamiento con honestidad; pero es una tentativa fallida en buena parte por las necesidades dramáticas.” Lo del humor negro recuerda cómo acabó la mandíbula de Hitler en la barra de un bar. “Sí, el Smersh, tras el hallazgo de los restos el 5 de mayo en el jardín de la Cancillería, la había separado del cráneo para analizar los dientes y metido en una caja roja barata de bisutería. La confiaron a la intérprete Rzhevskaya, que, para no dejarla en ningún momento, se la llevó a una fiesta con ella. Fue inteligente dejar esos restos en manos de una mujer: había menos peligro de que se emborrachara y perdiera la mandíbula del Führer.”
Para Beevor, lo más interesante de la batalla de Berlín es la diferente manera que tienen de ver el pasado y afrontarlo rusos y alemanes. “Los alemanes habían suprimido muchas cosas tras la guerra. Ayudada por las memorias deshonestas de tantos generales, como Von Manstein, la gente olvidaba y se deshacía de su propia culpa diciendo: oh, sí, todo aquello fue cosa de las SS. No es sorprendente que, en los años setenta, jóvenes historiadores comenzaran a desafiar la versión oficial de la historia de la generación de sus padres y se sintieran entonces furiosos al ver cuánto habían mentido, la cuidadosa supresión de la verdad que habían practicado. En la actualidad, el gran tema es el del sufrimiento del pueblo alemán. Escritores como Günter Grass, notorio antinazi, o Sebald, intelectuales honestos, se han adelantado con la idea absolutamente acertada de que si no lo afrontaban ellos, los progresistas, lo haría suyo la ultraderecha. Pero otros, como el autor de El incendio, Jörg Friedrich, lo abordan desde la derecha y el nacionalismo. En este asunto, el problema principal es la separación entre causa y efecto. Muchos alemanes ven la limpieza étnica ejecutada por los rusos en los antiguos territorios del Reich, los bombardeos aliados –especialmente el de Dresde– y las violaciones masivas como algo desconectado del resto de los sucesos de la guerra. No ven lo que pasó antes. Eso les hace sentirse sólo víctimas. Yo no justifico los bombardeos, pero los aliados no podían ayudar a los rusos de otra manera, fueron el segundo frente antes de que se abriera éste. También había una parte de venganza porque fue la Luftwaffe la que empezó el bombardeo de ciudades, como fueron los alemanes los que empezaron la limpieza étnica con los polacos.“Los rusos tienen otra relación con su pasado”, continúa Beevor. “El aniversario es muy importante para ellos porque significa la cima del sacrificio ruso-soviético. ‘Nosotros salvamos al mundo’, dicen, y cualquier crítica a la actuación del Ejército Rojo es una forma de debilitar el mito, un mito que, no lo olvidemos, se basa en la realidad de 25 millones de muertos. Por eso están tan a la defensiva en este aniversario y por eso Putin y el nuevo KGB, el FSB, han cerrado los archivos a los historiadores extranjeros tras la etapa de glasnost en la que tanto disfrutamos. Incluso tienen una computadora que sigue las huellas de cualquier búsqueda de un historiador extranjero. A diferencia de los alemanes, cuyo período problemático abarca de 1933 a 1945, para los rusos poner en cuestión el estalinismo es cuestionar tres generaciones de vida soviética, darte cuenta de la ingente pérdida de vidas y de la miseria inflingida a millones y millones de personas. Simplemente, no pueden afrontarlo. Yo, que como puede comprender ya me he granjeado todas las iras rusas, fui un poco más malo y le sugerí al embajador ruso que ellos no podrán afrontar el pasado hasta que vivan su propio milagro económico, como hicieron los alemanes. Se puso furioso: cualquier comparación entre la Alemania nazi y la Rusia comunista los saca de sus casillas.”
Beevor habla con suma elegancia de Cornelius Ryan, autor de La última batalla, el libro de referencia sobre la caída de Berlín antes de que se publicara el suyo. “Ryan hizo una historia oral de la batalla, era un periodista y no un historiador, y además en esa época no se habían abierto los archivos. El suyo no es un mal libro, aunque es más bien del estilo de ¿Arde París?, de Lapièrre y Collins.” El historiador valora también El día más largo, del mismo Ryan. El propio Beevor tiene en proyecto escribir ahora un libro sobre el desembarco de Normandía, con el que cerraría su serie de grandes batallas.
* De El País Semanal. Especial para Página/12.